—Sí, Maestro. Pero ¿sabe con seguridad de qué estaba hecha? No le dé más vueltas. Le aseguro que alguien se la tragó.
—Pero ¿quién? ¡Vamos, tengo buena memoria! Y de una forma u otra sigo recordando aquel día. Puedo repetir los nombres de todos los niños. Déjame pensar. ¡Tiene que haber sido Molly, la hija del molinero! Tenía un gran apetito y en un segundo engulló su trozo. Ahora está gorda como una foca.
—Sí, algunas personas se ponen como focas, Maestro. Pero
Molly no hizo desaparecer su parte en un santiamén. Encontró dos regalillos.
—¡Ah! ¿Sí? Bueno, entonces fue Harry, el del tonelero. Un muchacho gordo como un barril y con una boca grande como una rana.
—Yo habría dicho, Maestro, que era un chico agradable, con una sonrisa amplia y amistosa. De todos modos, tuvo tanto cuidado que desmenuzó por entero su parte antes de comérsela. Y no encontró sino pastel.
—Entonces tiene que haber sido aquella niña pálida, Lily, la hija del pañero. De muy pequeña solía tragarse alfileres y nunca le pasó nada.
—Lily no, Maestro. Sólo comió la corteza y el azúcar, y lo de dentro se lo dio al chico que tenía al lado.
—En ese caso, me rindo. ¿Quién fue? Tú pareces haber estado observando con mucha atención. Eso si no estás inventándotelo todo.
—Fue el hijo del herrero, Maestro. Y creo que le vino bien.
—¡Vamos! —se rió Nokes—. Pude haberme dado cuenta de que estabas jugando conmigo. ¡No seas ridículo! El hijo del herrero era entonces un muchacho tranquilo y reposado. Ahora mete más ruido: tengo entendido que es algo poeta. Pero es precavido. No hay peligro con él. Mastica dos veces antes de tragar, y siempre lo ha hecho, a ver si me entiendes.
—Sí, Maestro. Bueno, si no cree que fue él, nada puedo hacerle. Acaso tampoco importe mucho. ¿Se quedará más tranquilo si le digo que la estrella está otra vez en la caja? Mírela.
El Aprendiz llevaba una capa de color verde oscuro, en la que Nokes no había reparado hasta entonces. De entre sus pliegues sacó la caja negra y la abrió ante las mismas narices del anciano cocinero.
—Aquí está la estrella, Maestro. En este rincón.
El viejo Nokes empezó a toser y estornudar, pero por fin miró dentro de la caja.
—Así es —dijo—. Al menos se le parece.
—Es la misma, Maestro. Hace aún pocos días que yo la puse aquí. Y este invierno volverá a estar en la Gran Tarta.
—¡Aja! —dijo Nokes, mirando de soslayo al Aprendiz. Y luego se estuvo riendo hasta que todo él se convulsionó como si fuera de gelatina.
—¡Ya veo, ya veo! Veinticuatro muchachos y veinticuatro porciones con su respectiva sorpresa, y la estrella en una porción extra. Así que la escamoteaste antes de la cocción y te la guardaste para otra oportunidad. Un pillastre es lo que siempre fuiste; un vivo, pudiera decirse. Y ahorrador: no desperdiciabas ni una brizna de mantequilla. Ja, ja, ja! De modo que así fue. Debía haberlo supuesto. Bueno, pues ya se ha aclarado. Ahora puedo echar tranquilo una cabezada. —Se arrellanó en la silla—. ¡Cuidado con que tu aprendiz no te juegue a ti alguna treta! Dicen que uno siempre encuentra la horma de su zapato. —Y cerró los ojos.
—Adiós, Maestro —saludó el Aprendiz, cerrando la caja con un golpe tal que el cocinero volvió a abrir los ojos—. Nokes —dijo—, eres tan sabio que sólo dos veces me he aventurado a decirte algo. Te dije que la estrella venía de Fantasía, y acabo de decirte que la recibió el herrero. Y te has reído de mí. Añadiré una sola cosa más antes de marchar. ¡No vuelvas a reírte! Eres un viejo impostor, vanidoso, gordo, holgazán y bellaco. Yo hice casi todo tu trabajo. Sin darme jamás las gracias, aprendiste de mí cuanto te fue posible..., menos el respeto por Fantasía y un poco de educación, que ni siquiera te alcanza para darme los buenos días.
—Si de educación hablamos —dijo Nokes—, por ningún lado la veo en tus insultos a quienes te superan en años y en condición. ¡Vete al diablo con tu Fantasía y tus memeces! ¡Buenos días!, si eso es lo que estabas esperando. ¡Ahora lárgate! —Agitó burlonamente la mano—. Si tienes escondido en la cocina a uno de esos fantásticos amigos tuyos, envíamelo y le echaré un vistazo. Si agita su varita mágica y logra adelgazarme, le tendré en mayor estima —rió.
—¿Dispones de unos momentos para el Rey de Fantasía? — respondió su interlocutor, que para consternación de Nokes crecía cada vez más en altura a medida que hablaba. Se echó atrás la capa. Llevaba el atuendo de Cocinero Mayor en día de gala, pero las ropas blancas resplandecían y destellaban, y en su frente apareció una joya de gran tamaño, como una radiante estrella. Era el suyo un rostro joven, aunque severo.
—Anciano —dijo—, al menos en años no me superas. En cuanto a mejor que yo, a menudo te has burlado de mí a mis espaldas. ¿Quieres desafiarme ahora abiertamente? —Dio un paso adelante y Nokes se apartó asustado. Intentó pedir socorro a gritos, pero descubrió que apenas si le salía un hilo de voz.
—¡No, no, Señor! —musitó—. ¡No me haga daño! ¡Sólo soy un pobre anciano!
El rostro del Rey se aplacó.
—¡Ay, sí! Razón tienes. No temas, tranquilízate. Pero ¿no esperas que el Rey de Fantasía haga algo por ti antes de irse? Que tu deseo se cumpla. ¡Adiós! Duerme ahora.
Se envolvió dé nuevo en la capa y partió en dirección al Pabellón. Pero antes de que desapareciera de su vista, los ojos atónitos del viejo cocinero ya se habían cerrado, y entonces comenzó a roncar.
Cuando volvió a despertarse, el sol ya se estaba poniendo. Se frotó los ojos y se estremeció ligeramente, porque el aire otoñal era fresco.
—¡Agh! ¡Qué sueños! —dijo—. Debe de haber sido la carne de cerdo que he comido.
A partir de entonces tuvo tanto miedo a sufrir malos sueños como aquél, que apenas se atrevía a comer algo por temor a que le sentase mal, y sus comidas vinieron a ser muy frugales y sencillas. Pronto adelgazó, y la ropa y la piel le colgaban en arrugados pliegues. Los niños le llamaban Viejo Espantapájaros. Después, durante algún tiempo, descubrió que podía volver a dar unas vueltas por el pueblo y caminar sin más ayuda que un bastón. Y vivió muchos años más de los que hubiera vivido de la otra forma. Se comenta que llegó incluso a cumplir el siglo: la única cosa digna de recuerdo que hizo. Pero hasta su último año de vida pudo oírsele decir a todo el que quería prestar oídos a su relato:
—Inquietante, podríais decir; aunque un sueño estúpido, cuando piensas en ello. ¡Rey de Fantasía! ¡Pues vaya! No tenía ni varita mágica. Y si dejas de comer, adelgazas. Eso es lógico. Cae por su peso. No tiene nada de mágico.
Y llegó el día de la Fiesta de los Veinticuatro. Allí estaba el he-rrero para cantar sus canciones y su mujer para atender a los niños. El herrero los contempló mientras cantaban y bailaban, y pensó que eran más hermosos y vivaces de lo que ellos habían sido en su infancia... Súbitamente se le ocurrió preguntarse qué habría estado haciendo Alf en sus ratos libres. Cualquier niño parecía digno de recibir la estrella. Pero la mirada del herrero seguía casi siempre a Tim: un muchachito más bien regordete, torpe en el baile, aunque con una voz dulce cuando cantaba. Estaba sentado a la mesa en silencio, observando cómo afilaban el cuchillo y partían la Tarta. Inesperadamente, alzó la voz:
—Señor Cocinero, córteme sólo un trozo pequeño, por favor. He comido tanto que me siento bastante lleno.
—Bueno, Tim —dijo Alf—. Voy a cortarte un trozo especial. Vas a ver qué bien te lo comes.
El herrero estuvo atento mientras Tim comía el pastel con parsimonia, aunque con evidente deleite; pero pareció decepcionado al no encontrar ninguna sorpresa ni moneda. Pronto, sin embargo, comenzó a brillarle en los ojos una luz, y se echó a reír y se llenó de contento, y cantaba en voz baja para sí mismo. Luego se levantó y empezó a bailar solo, con una gracia extraña que nunca antes se le había notado. Todos los niños reían y aplaudían.
«Entonces todo va bien —pensó el herrero—. Así que eres mi heredero. Me gustaría saber a qué lugares inciertos ha de llevarte la estrella. ¡Pobre viejo Nokes! Aunque supongo que nunca llegará a saber que en su propia familia ha ocurrido algo tan sorprendente.»
Nunca lo supo. Pero en aquella fiesta sucedió algo que le agradó sobremanera. Antes de finalizar, el Maestro Cocinero se despidió de los niños y de todos los presentes.
—Ha llegado la hora de decirnos adiós —comentó—. Dentro de un día o dos me marcharé de aquí. El Maestro Harper está bien preparado para hacerse cargo del puesto. Es muy buen cocinero y, como sabéis, es de vuestro propio pueblo. Yo regreso a mi casa. No creo que me echéis de menos.
Los niños despidieron al Cocinero con buen humor, y le dieron
las gracias afectuosamente por su hermosa Tarta. Sólo el pequeño Tim le cogió la mano y le dijo muy quedo: —Lo siento.
De hecho, en el pueblo hubo varias familias que durante algún tiempo echaron de menos a Alf. Algunos de sus amigos, en particular el herrero y Harper, lamentaron su marcha, y cuidaron de los dorados y pinturas del Pabellón en recuerdo suyo. Casi todo el mundo, no obstante, se sintió satisfecho. Llevaba mucho tiempo con ellos y no sintieron que se produjese cambio alguno. Pero el viejo Nokes golpeó el suelo con su bastón y dijo con rotundidad:
—¡Por fin se ha ido! Y sé de alguien que se alegra. A mí nunca me agradó. Era un pillo. Demasiado listo, diría yo.
H
abía una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. El no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.
Niggle era pintor. No muy famoso, en parte porque tenía otras muchas cosas que atender, la mayoría de las cuales se le antojaban un engorro; pero cuando no podía evitarlas (lo que en su opinión ocurría con excesiva frecuencia) ponía en ellas todo su empeño. Las leyes del país eran bastante estrictas. Y existían además otros obstáculos. Algunas veces se sentía un tanto perezoso y no hacía nada. Por otro lado, era en cierta forma un buenazo. Ya conocen esa clase de bondad. Con más frecuencia lo hacía sentirse incómodo que obligado a realizar algo. E incluso cuando pasaba a la acción, ello no era óbice para que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces por lo bajo).
En cualquier caso, lo llevaba a hacer un montón de chapuzas para su vecino el señor Parish, que era cojo. A veces incluso echaba una mano a gentes más distantes si acudían a él en busca de ayuda. Al mismo tiempo, y de cuando en cuando, recordaba su viaje y comenzaba sin mucha convicción a empaquetar algunas cosillas. En estas ocasiones no pintaba mucho. Tenía unos cuantos cuadros comenzados, casi todos demasiado grandes y ambiciosos para su capacidad. Era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Pero su afán era pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y todas distintas.
Había un cuadro en especial que le preocupaba. Había comenzado como una hoja arrastrada por el viento y se había convertido en un árbol. Y el árbol creció, dando numerosas ramas y echando las más fantásticas raíces. Llegaron extraños pájaros que se posaron en las ramitas y hubo que atenderlos. Después, todo alrededor del árbol y detrás de él, en los espacios que dejaban las hojas y las ramas, comenzó a crecer un paisaje. Y aparecieron atisbos de un bosque que avanzaba sobre las tierras de labor y montañas coronadas de nieve. Niggle dejó de interesarse por sus otras pinturas. O si lo hizo fue para intentar adosarlas a los extremos de su gran obra. Pronto el lienzo se había ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera; y corría, arriba y abajo, dejando una pincelada aquí, borrando allá unos trazos. Cuando llegaban visitas se portaba con la cortesía exigida, aunque no dejaba de jugar con el lápiz sobre la mesa. Escuchaba lo que le decían, sí, pero seguía pensando en su gran lienzo, para el que había levantado un enorme cobertizo en el huerto, sobre una parcela en la que en otro tiempo cultivara patatas.