Cuentos desde el Reino Peligroso (8 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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El Hombre saltó fuera.

—¡Gracias! —dijo a la araña—. ¡Y ahora vete! —Y la araña se fue, contenta. En el lado oscuro hay arañas negras, venenosas, aunque no tan grandes como los monstruos del lado blanco. Odian todo lo blanco o pálido o claro, y especialmente a las arañas pálidas, a las que odian como a esos parientes ricos que rara vez se dejan ver.

La araña gris bajó por la soga al agujero, y en el mismo momento la araña negra bajó del árbol.

—¡Ahora! —gritó el viejo a la araña negra—. ¡Vuelve aquí! Esa es mi puerta privada, no debes olvidarlo. Sólo tienes que hacerme una bonita hamaca con esos dos tejos y te perdonaré.

—Trepar arriba y abajo a través del centro de la luna es bastante pesado —le dijo la araña a Roverandom—, y creo que me vendría bien un poco de descanso antes de que lleguen. Son muy simpáticos, pero necesitan mucha energía. Naturalmente, yo podría echar mano de las alas, sólo que las gasto demasiado deprisa; además eso significaría hacer más grande el agujero, pues mis alas difícilmente entrarían, y yo soy una excelente trepadora con la cuerda.

—Y ahora, ¿qué piensas de este lado? —continuó el Hombre—. Es oscuro con un cielo pálido, mientras que el otro era pálido con un cielo oscuro, ¿no es así? Un cambio total, sólo que aquí no hay mucho más color real que allí, no lo que yo llamo color real, montones y montones de color. Debajo de los árboles hay unos cuantos destellos, si miras, luciérnagas y escarabajos diamantinos y alevillas como rubíes, y otros similares. Pero muy pequeños; muy pequeños, como todas las cosas que brillan en este lado. Y tienen una vida terrible, con buhos como águilas y tan negros como el carbón, y cuervos como buitres y tan numerosos como gorriones, y todas esas arañas negras. Pero lo que a mí, personalmente, menos me gusta son esos pájaros como terciopelo negro que vuelan todos juntos en nubes. Ni siquiera se apartan de mi camino. No me atrevo a esparcir un poco de luz, pues todos quedarían apresados en mi barba.

»Aun así, este lado tiene sus encantos, perrito; y uno de ellos es que nadie y ningún perro de la tierra lo ha visto hasta ahora, estando despierto, ¡excepto tú!

Entonces, el Hombre saltó de repente hasta la hamaca que la araña negra había tejido para él mientras hablaba y se quedó dormido en un abrir y cerrar de ojos.

Roverandom se quedó solo y lo miró, con un ojo pendiente de las arañas negras. Aquí y allá, debajo de los árboles oscuros e inmóviles, parpadeaban y se movían pequeños focos de luz, rojos, verdes, dorados y azules. El cielo estaba pálido con extrañas estrellas encima de los mechones flotantes de la nube de terciopelo. Miles de ruiseñores parecían estar cantando en algún otro valle, un poco por debajo de las colinas más próximas. Y entonces Roverandom oyó el sonido de voces de niños, o el eco del eco de unas voces que llegaba con una brisa súbita y suave. Se detuvo y ladró con el ladrido más fuerte con que había ladrado desde que empezó este cuento.

—¡Válgame Dios! —gritó el Hombre de la Luna, despertando de golpe y saltando de la hamaca a la hierba, cerca del rabo de Roverandom—. ¿Han llegado ya?

—¿Quiénes? —preguntó Roverandom.

—Está bien, pero si no los has oído, ¿por qué ladrabas? —dijo el viejo—. ¡Ven por aquí!

Fueron por un largo sendero gris, marcado con piedras débilmente luminosas y cubierto por arbustos que colgaban a los lados. El sendero seguía y seguía, y los arbustos se convirtieron en pinos, y de noche el aire estaba lleno del olor de los pinos. Después, el sendero empezó a subir; y al cabo de un rato llegaron a la cima del punto más bajo en la cadena de montañas en la que estaban encerrados.

Roverandom miró entonces abajo, al valle más próximo; y todos los ruiseñores dejaron de cantar al momento, y voces de niños flotaron, claras y dulces, pues cantaban una bonita canción con muchas voces integradas en una sola música.

El viejo y el perro corrían y saltaban juntos colina abajo. ¡Qué digo! ¡El Hombre de la Luna podía saltar de roca en roca!

—¡Venga, venga! —gritó—. ¡Es posible que yo sea un macho cabrío con barba, un macho cabrío salvaje o de jardín, pero tú no puedes atraparme! —Y Roverandom tenía que volar para poder seguirlo.

Y de repente llegaron a un precipicio escarpado, no muy alto, pero oscuro y terso como el azabache. Al echar una mirada, Roverandom vio abajo un jardín crepuscular; y mientras miraba el crepúsculo se convirtió en la blanda luz de un sol de media tarde, aunque no pudo ver de dónde procedía ese leve resplandor que iluminaba todo aquel lugar protegido y nunca llegaba más allá. Allí había montañas grises, y grandes prados; y niños por todas partes, danzando adormecidos, caminando como en sueños y hablando consigo mismos. Algunos estaban aturdidos como si acabaran de despertar de un profundo sueño; otros corrían y reían, ya completamente despiertos: cavaban, recogían flores, levantaban tiendas y casas, cazaban mariposas, jugaban a la pelota, trepaban a los árboles; y todos cantaban.

—¿De dónde vienen todos ellos? —preguntó Roverandom, desconcertado y complacido.

—De sus casas y de sus camas, por supuesto —le dijo el Hombre.

—¿Y cómo llegan aquí?

—Eso no te lo voy a decir y nunca lo averiguarás. Eres un ser afortunado, como lo es todo aquel que llega aquí por el camino que sea; pero en cualquier caso los niños no llegan por tu camino. Unos vienen a menudo, otros rara vez, y yo fabrico la mayor parte de los sueños. Una parte la traen ellos, naturalmente, como quien lleva el almuerzo a la escuela, y otra parte (lamento decirlo) la hacen las arañas, pero no en este valle, y siempre que yo no las sorprenda a tiempo. ¡Y ahora vamos y unámonos a la fiesta!

El acantilado de azabache era de paredes abruptas. Demasiado lisas para que alguien pudiera escalarlas aun una araña, aunque la verdad es que ninguna lo había intentado; de hecho las arañas podían deslizarse por la pendiente, pero no subir por ella; y en aquel jardín había centinelas ocultos, además del Hombre de la Luna, sin el cual ninguna fiesta estaba completa, pues era él quien las celebraba.

Y ahora se presentó de repente en ésta. Simplemente se sentó y, ¡zas!, fue a parar en medio de una multitud de niños, con Roverandom dando vueltas encima de él, sin acordarse para nada de que podía volar. O que había podido volar, pues cuando se encontró en el suelo comprobó que se había quedado sin alas.

—¿Qué hace aquí ese perrito? —le dijo un niño pequeño al Hombre.

Roverandom daba vueltas y más vueltas como una peonza, tratando de verse el lomo.

—Buscar sus alas, jovencito. Cree que se le han despegado al bajar, pero las tengo en mi bolsillo. Aquí abajo no se permiten las alas; de aquí no se marcha nadie sin permiso, ¿de acuerdo?

—¡Sí, papá barba larga! —dijeron unos veinte niños, todos a la vez, y un niño se aferró a la barba del viejo y trepó hasta el hombro. Roverandom pensó que iba a verlo convertido en una alevilla o en un trozo de caucho, o algo similar.

—¡Válgame Dios, eres un pequeño escalador de cuerda, jovencito! —dijo el Hombre—. Te tendré que dar unas lecciones.

Y al momento lanzó al niño al aire. Pero éste no cayó de nuevo al suelo, ni mucho menos. Permaneció en el aire; y el Hombre de la Luna le arrojó una cuerda de plata que sacó del bolsillo.

—¡Baja de ahí rápidamente! —dijo; y el niño se deslizó hasta los brazos del viejo, donde enseguida sintió que le hacían cosquillas—. Si ríes tan fuerte te vas a despertar —dijo el Hombre, y lo dejó sobre la hierba y se metió en la multitud.

A Roverandom lo dejaron que se divirtiera, y en este mismo momento corría detrás de una bonita pelota amarilla («exactamente igual a la que tengo en casa», pensó él), cuando oyó una voz conocida.

—¡Ahí está mi perrito! —dijo la voz—. ¡Ahí está mi perrito! Siempre pensé que era real. ¡Es fantástico que esté aquí, pues nosotros estuvimos mirando y remirando en todo el arenal y lo llamamos gritando y silbando todos los días!

Tan pronto como Roverandom oyó aquella voz se sentó y alzó las patas de delante, suplicando.

—¡Es mi perrito! —dijo el niño Dos; y corrió hacia él y empezó a acariciarlo—. ¿Dónde has estado?

Pero todo lo que Roverandom pudo decir en el primer momento fue:

—¿Puedes oírme?

—Por supuesto que puedo —dijo el niño Dos—. Cuando mamá te llevó a casa, ni siquiera querías escucharme a pesar de que ensayé mi mejor lenguaje canino contigo. Y creo que tampoco querías hablar conmigo; parecía que estuvieras pensado en otra cosa.

Roverandom dijo lo mucho que lo lamentaba, y explicó al niño cómo se había caído de su bolsillo; y todo lo referente a Psámatos, y a Mew, y muchas de las aventuras que había vivido desde que se perdió. Así es como el niño y sus hermanos llegaron a conocer al extraño personaje de la arena, y aprendieron un montón de cosas útiles que de otro modo habrían ignorado. El niño Dos pensó que «Roverandom» era un nombre magnífico.

—Yo también te llamaré así —dijo—. ¡Y no olvides que todavía me perteneces!

Luego jugaron con la pelota, y al escondite, y corrieron, y dieron un largo paseo, y jugaron a la caza del conejo (sin otro resultado, por supuesto, que una gran excitación, pues los conejos eran demasiado esquivos), y chapotearon insistentemente en los charcos, y otras muchas cosas, una detrás de otra, durante un tiempo interminable, y cada una de ellas les gustaba más que las demás. El pequeño Dos estuvo rodando y rodando sobre la hierba cubierta de rocío, con una luz propia de la hora de acostarse (pero en aquel sitio nadie parecía preocuparse por la hierba mojada o por la hora de ir a la cama), y el perrito estuvo también rodando y rodando con él, sosteniéndose sobre la cabeza como ningún perro de la tierra lo había hecho desde el perro muerto de la Madre Hubbard; y el niño estuvo riéndose hasta que...desapareció de repente y dejó a Roverandom completamente solo en la hierba.

—Se ha despertado, eso es todo —dijo el Hombre de la Luna, que apareció de improviso—. Se ha ido a casa, era la hora. ¿Por qué? Pues porque sólo falta un cuarto de hora para el desayuno. Esta mañana se quedará sin paseo por el arenal. Bueno, bueno, me temo que también para nosotros es hora de irse.

Así, muy a pesar suyo, Roverandom volvió al lado blanco con el Hombre de la Luna. Hicieron todo el camino a pie y tardaron muchísimo; y Roverandom no disfrutó tanto como debiera, pues vieron toda suerte de cosas extrañas y vivieron muchas aventuras; por supuesto siempre totalmente a salvo, con el Hombre de la Luna pegado a él. Esto era de agradecer pues en las ciénagas había montones de horribles criaturas reptantes que de otro modo habrían apresado rápidamente al perrito. El lado oscuro era tan húmedo como seco el lado blanco, y estaba lleno de las más extraordinarias plantas y criaturas, de las que te hablaría si Roverandom se hubiera fijado en ellas. Pero no lo hizo; pensaba en el jardín y en el niño.

Finalmente llegaron al borde gris, y miraron más allá de los valles de cenizas donde vivían muchos de los dragones, y a través de un hueco en las montañas contemplaron la gran llanura blanca y los brillantes acantilados. Vieron cómo el mundo se elevaba, una luna de color verde pálido y dorado, enorme y redonda, sobre los hombros de las Montañas Lunares; y Roverandom pensó: «¡Ahí vive mi pequeño dueño!» Parecía un camino terriblemente largo.

—¿Es cierto que los sueños se hacen realidad? —preguntó.

—Algunos míos, sí —dijo el viejo—. Algunos, pero no todos; y rara vez enseguida, o exactamente como eran cuando se soñaron. Pero ¿por qué quieres saber cosas de los sueños?

—Era sólo una pregunta —dijo Roverandom.

—Acerca del niño —dijo el Hombre—. Ya me lo imaginaba. — Enseguida sacó un telescopio del bolsillo. Una vez desplegado, era enormemente largo—. Creo que un vistazo no te hará ningún mal — añadió.

Roverandom miró por el telescopio cuando por fin consiguió cerrar un ojo y mantener abierto el otro. Sencillamente vio el mundo. Primero vio el extremo lejano de la senda de la luna que caía directamente en el mar; y pensó que veía unas largas hileras, débiles y más bien delgadas, de pequeños seres que bajaban a toda prisa, pero no estaba muy seguro. La luz de la luna se extinguió rápidamente. La luz del sol empezó a crecer; y de repente apareció la ensenada del hechicero de la arena (pero sin rastro de Psámatos, pues no permitía que lo espiaran); y al cabo de un rato los dos niños entraron en escena: iban de la mano por la playa. «¿Me buscan a mí o buscan caracolas?», se preguntó el perro.

Muy pronto la escena cambió, y Roverandom vio la casa blanca del niño sobre el acantilado, con un jardín que descendía hasta el mar; y junto a la cancela vio —una desagradable sorpresa— al viejo brujo sentado en una roca y fumando su pipa, como si no tuviera otra cosa que hacer que pasarse la vida mirando, con el viejo sombrero verde echado hacia atrás en la cabeza y el chaleco desabrochado.

—¿Qué está haciendo el viejo Arta..., o como lo llames, en la cancela? —preguntó Roverandom—. Debí pensar que se había olvidado de mí hace ya mucho tiempo. ¿No han terminado aún sus vacaciones?

—No, te está esperando, perrito. No te ha olvidado. Si vas hasta allí arriba ahora mismo, como animal de verdad o de juguete, te echará rápidamente un nuevo hechizo. No es que le preocupe mucho lo de los pantalones, enseguida fueron remendados, pero la interferencia de Sámatos le ha molestado mucho; y Sámatos aún no ha terminado de hacer componendas para tratar con él.

Entonces Roverandom vio que el viento se llevaba el sombrero de Artajerjes y que el brujo corría tras él; y como se podía ver fácilmente, tenía un precioso remiendo en sus pantalones, un remiendo de color naranja con puntos negros.

—¡Creí que un brujo podía remendarse mejor los pantalones! — dijo Roverandom.

—¡Pues él piensa que lo ha hecho muy bien! —dijo el viejo—. Hechizó un trozo de las cortinas de alguien, que recibió un seguro contra incendios, y él se quedó con el parche de color, y todos felices. Aun así, tienes razón. Ha fracasado, creo yo. Es triste ver cómo un hombre pierde su magia después de todos estos siglos; pero tal vez es una suerte para ti. —El Hombre de la Luna cerró el telescopio con un chasquido, y los dos salieron de allí.

—Aquí están de nuevo tus alas —dijo cuando llegaron a la torre—. ¡Ahora emprende el vuelo y diviértete! ¡No te preocupes por los rayos de luna, no mates mis conejos blancos y vuelve cuando tengas hambre! O algún otro contratiempo.

Roverandom emprendió el vuelo al momento en busca del perro de la luna para hablarle del otro lado, pero estaba un poco celoso de un visitante al que le habían permitido ver cosas que a él le estaban vedadas, y le dio a entender que le interesaban muy poco.

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