Authors: James Lowder
—Tenéis razón, Señor de Hierro —respondió Azoun con una sonrisa, sin preocuparse de la intolerancia del enano—. Los tuiganos no esperarán a que acabemos de contar nuestras batallitas. —Sin más ceremonias, el rey tomó asiento entre Vangerdahast y el taburete reservado para Alusair y le preguntó a Farl—: ¿Los exploradores han visto algún movimiento de las tropas del Khahan?
—No, majestad —contestó el general. Encogió los hombros—. Continúan acampados cerca del lugar de la última batalla, a unos dieciocho kilómetros al este de aquí.
—Tampoco yo vi nada con el halcón —añadió la princesa—. Parecen esperar a que seamos nosotros los que vayamos a buscarlos.
—No lo entiendo —dijo Brunthar Elventree—. ¿Por qué no acabaron con nosotros después de la batalla? ¡Nos dejaron escapar!
—Quizá los sorprendimos —señaló Azoun—. El general capturado le dijo a Alusair que nadie en todo occidente se había enfrentado a Yamun Khahan como lo hicimos nosotros.
—Pero habéis perdido casi la mitad de las tropas —le recordó el Señor de Hierro. El enano cogió la bota que tenía junto al taburete y bebió un trago de vino.
Vrakk se echó hacia adelante con un sonoro gruñido. La luz de la hoguera resaltaba la fealdad del rostro: el hocico corto, los ojos negros como cuentas, y el pelo como cerdas. La coraza de cuero negro, abierta en tres lugares por golpes de espada, aumentaba su aspecto siniestro.
—Nosotros enviar muchos tuiganos al reino de lord Cyric —afirmó el comandante orco, que invocó el nombre del dios de los muertos.
—Vrakk tiene razón —intervino Alusair, con una leve nota de desprecio en la voz—. Según los cálculos de Farl matamos a treinta mil bárbaros. O sea, tres de ellos por cada uno de los nuestros.
—Con lo cual Yamun Khahan dispone ahora de setenta mil hombres para enfrentarse a nuestro ejército de quince mil soldados —señaló Azoun. Se frotó la pierna herida antes de añadir—: No sobreviviremos a otra batalla como la primera.
—Y el Khahan no será tan tonto como para dar un rodeo para eludir el combate. No querrá tener a un ejército enemigo en la retaguardia —opinó Farl.
Vangerdahast, que hasta el momento había permanecido mirando la hoguera sin pronunciar palabra, se decidió a intervenir.
—Yamun Khahan nos atacará mañana —anunció sin preámbulos—. Quizá lo sorprendimos, o quizá no. En realidad no tiene importancia saber el motivo por el que nos ha dejado vivir hasta ahora. Se asegurará de que no podamos regresar a Cormyr.
—Entonces debemos suponer que los tuiganos no tardarán en aparecer —dijo Azoun—. Quizá mañana mismo. Eso significa que sólo disponemos de esta noche para prepararnos. —El rey se levantó con cierta rigidez y señaló hacia el este—. Quiero que cada uno me diga qué haría si fuera Yamun Khahan, acercándose a nuestra posición.
Todas las miradas se dirigieron a las líneas de la Alianza. Aunque eran los últimos instantes del crepúsculo, los generales conocían las posiciones de memoria. Habían encontrado este lugar casi por casualidad durante la retirada por el Camino Dorado. Sin caballería para proteger los flancos. Los árboles que se extendían a ambos lados del camino evitarían que los tuiganos rodearan a las tropas occidentales como había ocurrido en la última batalla. Además, la arboleda obligaría a los bárbaros a atacar en un frente más angosto, reduciendo en parte la ventaja de la superioridad numérica.
—Cargarán —afirmó Torg, que sólo estudió la situación durante un segundo como si el tema no diera para más—. Nos superarán en número. ¿Para qué perder el tiempo?
—¿Qué hay de sus arqueros? —dijo Brunthar—. En todos los enfrentamientos intentaron romper las líneas utilizando a los arqueros.
—Es cierto —reconoció Alusair—, pero en la última batalla, general Elventree, vuestros hombres demostraron que sus arcos tienen más alcance que los de ellos.
—Y los magos dejaron claro que las bolas de fuego pueden causar estragos entre los bárbaros —intervino Vangerdahast. Pero después el hechicero real hizo un gesto como si descartara esa posibilidad, y añadió—: Estoy de acuerdo con Torg: no tienen más que cargar para acabar con nosotros.
—¿Farl? —preguntó el rey.
—Sí. Cargarán —afirmó el general de infantería. El viento agitó la blanca camisa de Farl—. No disponen de magos para desalojarnos de los árboles, y tardarían muchísimo en rodear los bosques para atacarnos por la retaguardia.
—¿Vrakk?
—No saber —gruñó el orco—. Los generales olvidar algo. Ak-soon olvidar algo, pero Vrakk no saber qué. —Torg mostró una expresión de disgusto que provocó las miradas de reproche de Farl y Azoun. El orco se rascó la jeta verde gris, y encogió los hombros—. Ellos atacar.
—Muy bien —dijo Azoun—. Yamun Khahan aparecerá por aquí, probablemente mañana, y lanzará contra nosotros a sus setenta mil bárbaros. —Echó una ojeada a las posiciones—. ¿Cómo lo detenemos?
Una vez más, los generales permanecieron en silencio. El crepitar de los troncos en la hoguera y los graznidos de los cuervos apenas disimulaban un poco los ruidos de la construcción de las empalizadas. Los golpes de las hachas y las mazas contra la madera resonaban por el bosque y el campo.
—Antes de que la caballería rompiera filas, la magia y los disparos de los arqueros demoraron bastante a los tuiganos —comentó Alusair, que fue la primera en romper el silencio—. Aunque fue cuando se detuvieron para disparar.
—Las dos cosas tendrán importancia en la batalla —asintió Azoun entusiasmado—Las flechas y los hechizos reducirán el número de lanzas y espadas tuiganas en el ataque a la infantería.
—Pero no será suficiente para detener a setenta mil —opinó Brunthar, pesimista—. ¿Por qué no construimos más barricadas para reducir la velocidad de la carga? Esta vez no tenemos la ventaja de la altura. No hay nada que les impida galopar contra la primera línea.
—De acuerdo —dijo el rey. Señaló a izquierda y derecha—. Erigiremos obstáculos en los límites del campo. Eso estrechará aún más el espacio disponible para el ataque.
Vrakk, que no había pasado por alto las miradas insultantes del rey de los enanos, intervino en la discusión con un comentario medio irónico.
—¿Por qué Torg y sus
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no cavan un agujero enorme, así los tuiganos caer dentro? —propuso.
El Señor de Hierro hizo el gesto de desenvainar la espada. Farl y Brunthar se apresuraron a interponerse entre el enano y el orco, y miraron a Azoun en busca de guía. El rey mostraba una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Eso es! —exclamó Azoun, en voz baja, y después añadió mucho más alto—: ¡Desde luego!
Los líderes de la Alianza lo miraron confusos, e incluso el Señor de Hierro se preguntó qué se le había ocurrido al rey. Azoun golpeó con el puño la palma de la otra mano mientras echaba una ojeada al campo en tinieblas.
—No un agujero grande, Vrakk. Miles de pequeños.
—¡Ah! ¡Una idea excelente! —En el rostro del jefe orco apareció una sonrisa malvada. En cambio los otros generales seguían tan confusos como antes.
—Las flechas y los hechizos —agregó el rey sin dejar de sonreír— resultaron muy eficaces cuando los tuiganos se detuvieron para disparar contra nosotros, ¿no es así? —Sin esperar una respuesta, continuó—: Por lo tanto, nuestro objetivo será detenerlos, o al menos conseguir reducir la velocidad de la carga, para que los arqueros y los magos puedan afinar la puntería.
—Agujeros —repitió Alusair, que comenzaba a entender la idea—. No construiremos barricadas sino que cavaremos agujeros por todo el campo.
Los otros generales manifestaron su entusiasmo al captar la astucia y la sencillez del plan. Una barrera de agujeros cavados a una distancia de cuarenta y cinco metros de las posiciones de la Alianza provocaría la rodada de muchos caballos y jinetes de la primera fila, lo que entorpecería el avance de los restantes. Mientras los demás discutían las posibilidades, Farl movió la cabeza de un lado a otro.
—Cavar los agujeros que hagan falta durante la noche no será nada difícil para mis tropas y los enanos —dijo en voz alta, interrumpiendo la discusión—. Pero ¿por qué creéis que los tuíganos se meterán en una trampa tan obvia?
—¿Bien, Vangy? —le preguntó el rey al hechicero.
Por primera vez desde el comienzo de la reunión, una sonrisa apareció en el avejentado rostro del hechicero, que se acarició la barba que ahora era más blanca que gris.
—Incluso Elminster es capaz de ocultar un campo lleno de agujeros —contestó—. Será sencillo, aunque preparar el hechizo significará apartar a algunos de los magos de la batalla.
—Eso no es ningún problema —afirmó Azoun, con una palmada—. Sólo necesitamos mantener el espejismo hasta que la primera línea tuigana caiga en la trampa.
Arreglado este punto, el rey y los consejeros continuaron la conversación hasta bien entrada la noche. Hicieron un estudio de las tropas disponibles y prepararon planes para hacer frente a cualquier tipo de contingencia. La luna brillaba muy alta en el cielo cuando dieron por acabada la reunión.
Farl se ocupó de doblar las guardias en todo el perímetro, para evitar que los espías tuiganos pudieran ver el trabajo de los enanos en el campo. Torg, por su parte, a pesar del odio que sentía hacia el orco, estaba entusiasmado con la idea, y sabía que sus tropas cumplirían con la tarea. Los generales se despidieron. Azoun y Alusair estaban seguros de que Vrakk, Brunthar y Vangerdahast no dormirían mucho aquella noche, pero de todos modos les desearon un feliz descanso.
El rey y la princesa hablaron durante unos minutos sobre diversos temas menores, y después Alusair se marchó en busca de Thom Reaverson, pues le había prometido al bardo relatarle algunas de sus aventuras. Azoun caminó de regreso al campamento, sin forzar la pierna. El aire húmedo parecía aumentar el dolor, y el monarca se preguntó si tendría que soportarlo durante el resto de su vida. Los clérigos habían hecho todo lo posible, así que no podía esperar otra cosa.
«Me dolerá por lo menos hasta mañana», pensó muy serio.
Los enanos ya habían puesto manos a la obra cuando Azoun llegó a la primera línea de la Alianza. Aunque no veía a las tropas de Tierra Rápida, el rey escuchaba el ruido de las herramientas en el camino y el campo, al que se sumaban los martillazos y paletadas de los soldados de Farl ocupados en acabar barricadas y los arqueros que montaban las empalizadas. Si los ayudaba la suerte, los tuiganos no descubrirían la trampa.
El rey se preguntó qué debía hacer. El dolor de la pierna era cada vez más fuerte, aunque soportable, pero estaba muy cansado, e irse a dormir parecía lo más sensato. Sin embargo, otro recorrido por las fortificaciones sería un estímulo para los soldados, les demostraría que su líder también trabajaba hasta tarde. Quizá los ayudaría a dormir más tranquilos.
Azoun suspiró al recordar el consejo de Alusair. Ahora tenía claro cómo debía pasar la noche. A paso lento por la cojera, el rey fue hacia la hoguera más cercana, donde un grupo de soldados se protegía del frío.
El Camino Dorado se extendía hacia el este delante del ejército de la Alianza, marcando una amplia brecha a través de los campos cubiertos de hierba mecida por el viento. El día amaneció nublado, y el sol era como un disco plateado que proyectaba una luz débil sobre el campo de batalla. Los generales de Azoun respiraron aliviados al ver que los tuiganos no tendrían la ventaja de un sol brillante a las espaldas, que habría cegado a los arqueros.
Una calma tensa reinaba en el campamento occidental. En realidad, el montón de hogueras dispersas rodeadas de sacos de dormir no podía considerarse un campamento regular. Los soldados habían hecho poca cosa más aparte de montar las líneas de defensa con los carros de abastecimientos detrás. Ahora los hombres dormían muy cerca del lugar donde les tocaría pelear. Si los dioses eran bondadosos y la Alianza ganaba —y eran muchos los que confiaban en la ayuda de los dioses para equilibrar las posibilidades de victoria—, ya tendrían tiempo de organizar un campamento en toda regla. Si perdían, no haría falta.
No era que las tropas occidentales hubieran renunciado a la esperanza. Azoun había descubierto, para su sorpresa, que sólo un puñado de hombres se mostraban pesimistas. El recorrido nocturno del rey por el campamento le había permitido averiguar que casi todo el ejército mantenía la fe en la cruzada, que no tenían miedo a morir por una causa justa. Los soldados creían, al igual que Azoun, que ellos eran la última barrera entre sus hogares y la horda tuigana.
Al principio había creído que los soldados sólo lo decían para complacerlo. Después de todo, no eran muchos los que habían tenido ocasión de hablar con un rey, y la mayoría de los cormytas se había entretenido más con las reverencias que en discutir las cuitas con Azoun. Para comprobarlo, el monarca hizo correr la voz, por intermedio de Farl, de que cualquiera que deseara marcharse antes de la madrugada podía hacerlo sin temor a ninguna sanción. Era una jugada de mucho riesgo, y los generales se habían opuesto. Azoun confiaba en que esto revelaría el sentir auténtico del ejército y ayudaría a forjar un sentido de unidad entre las tropas.
La jugada funcionó mucho mejor de lo que esperaba.
—Tienes que haber contado mal —exclamó Vangerdahast, sacudiendo la cabeza—. No lo creo.
—Farl te lo confirmará, Vangy —replicó Alusair. Le entregó a su padre el pergamino con las cifras—. Pedimos a los capitanes que los contaran dos veces.
Azoun cogió el pergamino con una expresión de alivio en el rostro, marcado por la fatiga.
—Sólo se ha marchado un centenar —murmuró—. Únicamente cien entre quince mil hombres.
—Y todos eran mercenarios —le recordó Alusair. Cogió el pergamino de la mano del padre y repasó las cifras—. No hemos perdido ni a un solo cormyta, orco o enano, y ni siquiera a hombres de Los Valles. Sólo soldados de fortuna.
Azoun, todavía aturdido por la sorpresa, contempló el campamento. Algunos hombres y mujeres dormían con las cabezas tapadas para evitar la luz del sol. Los demás desayunaban, salvo unos pocos que revisaban impacientes las empalizadas y las trincheras.
—Son buenos soldados —afirmó.
—Querrás decir idiotas —lo corrigió Vangerdahast, irritado. Volvió a sacudir la cabeza—. Iré a contar cuántos magos nos quedan.
—No se ha marchado ninguno —le recordó Alusair. Miró al hechicero que se alejaba—. ¿Eso también los convierte en idiotas?