Authors: James Lowder
—Soy la princesa Alusair de Cormyr, hija del rey Azoun —contestó. Hizo una pausa antes de añadir—: Mi padre os envía sus saludos.
Batu agradeció con una inclinación de cabeza las palabras de la princesa y después volvió a mirarla a los ojos.
—Entonces, ¿el rey ha sobrevivido a la batalla? —preguntó a través del intérprete. Enarcó las cejas sorprendido y el gesto movió el vendaje que le envolvía la cabeza—. Yamun Khahan ofreció una gran recompensa por la cabeza de vuestro padre. Me sorprende que nadie intentara reclamarla para sí.
Alusair se estremeció aunque hizo todo lo posible por disimularlo. Bebió un trago de agua del odre que tenía a sus pies e invitó a beber al prisionero, que rehusó con estoicismo.
—¿El Khahan atacará esta noche? —insistió la princesa.
El mago tradujo la pregunta. Batu permaneció en silencio durante un buen rato antes de contestar. Por la expresión en el rostro manchado de sangre, Alusair dedujo que el general buscaba una respuesta poco comprometida.
—No puedo adivinar los pensamientos del Khahan, princesa, ni os lo diría si pudiera —respondió por fin—. No obstante, os diré una cosa. Vuestros ejércitos representan el mayor desafío que los tuiganos han enfrentado en muchos meses. Vuestras tropas han luchado como valientes.
Esta vez le tocó a Alusair guardar silencio. Se preguntó cómo debía encarar el interrogatorio. Se distrajo por un momento en la contemplación de la hoguera que habían encendido dos de los guardias para disponer de luz y calor. Cuando miró a Batu descubrió que el general la observaba.
—¿La honorable princesa tendría la bondad de responderme a una pregunta? —le preguntó a través del mago. La princesa asintió, y Batu se lo agradeció con una pequeña reverencia—. ¿Qué pensáis hacer conmigo? —dijo con una expresión seria.
—Somos personas civilizadas, Batu Khan —respondió Alusair en el acto—. Seréis nuestro prisionero hasta el final de la guerra. Permaneceréis apartado de la contienda y no sufriréis ningún mal.
La respuesta pareció disgustar a Batu Min Ho. El general permaneció en silencio durante unos instantes, y después dijo algo en voz tan baja que el mago no supo si le había entendido correctamente. El comentario no iba dirigido a nadie en particular, pero el general había dicho: «Entonces se acabaron para mí las batallas ilustres». Saludó a la princesa y pidió permiso para retirarse a descansar.
Alusair dio por acabado el interrogatorio y ordenó a los guardias enanos que escoltaran a Batu hasta el campamento de la Alianza en la retaguardia. El khan y los enanos no se habían alejado más de una docena de pasos cuando ocurrió algo inesperado.
—¡Cuidado, Lugh! —gritó uno de los guardias en su lengua.
Se oyó el entrechocar de las espadas mientras Alusair corría hacia el escenario de la pelea. Vio a Batu Min Ho, con una espada enana en la mano, junto al cuerpo caído de uno de los guardias. Los demás lo tenían rodeado con las espadas en alto.
Alusair desenvainó la espada al tiempo que iba al encuentro del general tuigano.
Batu respondió a la mirada de la princesa con una sonrisa extraña. Hizo un amago de ataque contra los guardias para mantenerlos apartados y a continuación se apoyó la punta de la espada en el vientre, sujetándola con las dos manos. Repitió en voz baja tres nombres —Wu, Yo y Ji— antes de dejarse caer de bruces al suelo. El acero lo atravesó de lado a lado sin que el general soltara ni un gemido.
Aparecieron más enanos con las picas en alto en ayuda de los suyos. Los tres guardias del khan examinaron el cuerpo de Batu para saber si estaba muerto de verdad. Satisfecha la curiosidad, dejaron el cadáver del general donde estaba y dedicaron su atención al camarada caído.
Los enanos, siempre eficaces, se llevaron al guardia muerto para enterrarlo en la fosa común que estaban construyendo. Alusair miró el cadáver de Batu Min Ho y repitió una y otra vez las últimas palabras del khan, preguntándose a quién o qué había citado en el momento final. Ensimismada en las reflexiones sobre la muerte, Alusair no se dio cuenta de que entraba en las líneas defensivas de la Alianza hasta que tropezó con Farl, que hablaba en voz baja con un hombre de pelo oscuro vestido con una chaqueta azul claro sucia de barro y calzones. El colorido del atuendo contrastaba con las casacas oscuras y las armaduras de cuero o acero que llevaban los soldados. Los dos hombres saludaron a la princesa con una reverencia.
—¿Alguna noticia de mi padre? —preguntó Alusair.
—Su alteza, soy Thom Reaverson, bardo de su majestad e historiador de la corte —se presentó el hombre vestido de azul con otra reverencia—. Acabo de estar con su majestad. Los clérigos le han curado la herida, pero continúa inconsciente.
—No era eso lo que esperaba escuchar —replicó la princesa—, pero desde luego tampoco es la peor noticia del día. —El bardo le sonrió afectuoso, y Alusair le devolvió la sonrisa—. ¿Os molestaría volver junto a mi padre y mantenerme informada?
—De ninguna manera —repuso Thom—. Os buscaré cerca del estandarte cormyta, su alteza. —El bardo se alejó al trote en dirección al campamento de la Alianza.
—¿Cuál es el estado del ejército, Farl? —le preguntó la princesa al general de infantería.
Antes de responder a la pregunta, Bloodaxe llevó a Alusair hasta un par de sillas de lona junto a una hoguera.
—Las bajas causadas por el ataque tuigano suman casi el cincuenta por ciento de los efectivos de la Alianza. Hemos perdido la caballería, excepto un puñado de jinetes, y un tercio de los magos han resultado muertos o heridos —informó el general—. Los hombres se ocupan ahora de recoger a los muertos, pero me temo que es una tarea monumental.
Alusair miró el campo de batalla, iluminado por centenares de antorchas más allá de las líneas de la Alianza. Eran las patrullas que buscaban a los heridos y recogían a los muertos. Hasta ahora no habían encontrado supervivientes, pues los cascos de los caballos tuiganos habían aplastado a la mayoría de los caídos durante la retirada.
Los ayes de los heridos y de los que lloraban la muerte de los camaradas se extendían por todo el campamento de las tropas occidentales.
La princesa apoyó los codos sobre las rodillas y se cogió la cabeza con las manos mientras intentaba sobreponerse a la congoja.
—Ordenad que vuelvan las tres cuartas partes de las tropas destacadas en el campo —dijo Alusair—. Quiero que desmonten lo que queda del campamento. Debemos estar preparados para retirarnos de inmediato.
—Pero los cadáveres de nuestros soldados… —protestó Farl.
—No podemos hacer nada más por ellos —lo interrumpió la princesa. Vio la expresión consternada del general y añadió—: Los dioses comprenderán las razones para no enterrar a los héroes que murieron aquí sin los ritos apropiados.
—Sí, su alteza.
—En cuanto acaben, organizad a los hombres en tres turnos. Quiero que las tropas descansen en previsión de un nuevo ataque tuigano. Uno de los turnos hará la guardia mientras los demás duermen.
—Ya están montados los turnos de vigilancia, alteza —le informó Farl, con la mirada puesta en las líneas de la Alianza. Después miró la hoguera antes de agregar—: Los hombres están asustados y yo comparto su preocupación, princesa. No creo que estemos en condiciones de enfrentamos a otro ataque.
La presión que sentía Alusair desde el momento en que había asumido el mando del ejército por la incapacidad del monarca se convirtió ahora en algo casi intolerable. Notaba agarrotados los miembros y sentía una opresión en la boca del estómago. Puso la mano sobre el brazo del general.
—Entonces más vale estar preparados para movernos a la medianoche —dijo en voz baja—. Quizás en el oeste encontraremos una posición que resulte más fácil de defender.
—Me ocuparé de que se cumplan vuestras órdenes —contestó el general. Se levantó y saludó a Alusair con una reverencia—. Me alegro de que estéis aquí, princesa. No sé cómo habrían reaccionado los hombres a la herida de vuestro padre si no hubieseis asumido el mando.
Alusair aceptó el cumplido de Farl, pero la idea de que ella era la que ahora mantenía la unidad de la Alianza la asustó. Entonces se dio cuenta de que esta responsabilidad era lo que le pesaba como una losa. Se pasó una mano por los cabellos rubios mientras se preguntaba si su padre tenía que soportar esta presión cada día.
Para olvidarse de estos pensamientos sombríos, la princesa estableció un puesto de mando interino; pero, en cuanto acabó de asignar las tareas a las compañías, se encontró con que no tenía nada más que hacer excepto esperar, pensar y contemplar la luz de las hogueras alrededor del campo de batalla. Aquellas hogueras, que en Cormyr habrían sido el centro de alguna celebración campestre, aquí eran el lugar de descanso para los muertos occidentales. Los soldados cogían los cadáveres y los arrojaban a las hogueras, enviando sus almas a la vida eterna sin ninguna ceremonia, envueltas en nubes de humo pestilente.
La visión de las piras funerarias le ensombreció otra vez el ánimo. Intentaba pensar en otra cosa cuando oyó el chasquido de una flecha que se quebraba bajo el pie de alguien que se acercaba por detrás. La princesa dio media vuelta. Se trataba de Thom Reaverson, con una sonrisa alegre en el rostro. Junto al bardo había otro hombre ataviado con una pesada capa negra, la cara oculta en las sombras de la capucha.
—Hola, Allie —dijo el hombre encapuchado.
Alusair se levantó de un salto para abrazar a su padre. El monarca soltó un gemido, y la princesa retrocedió un paso y miró el rostro de Azoun, que estaba pálido y ojeroso. También advirtió que el rey se apoyaba con fuerza en el bastón que empuñaba en la mano izquierda. Antes de que la joven pudiera decir una palabra, el rey levantó la mano derecha.
—Thom me dijo que estabas aquí —añadió Azoun. Buscó una posición más cómoda para aliviar el peso sobre la pierna herida—. Sólo quería decirte que estoy bien, y saber cómo te había ido en la batalla. Estaba preocupado.
El rey no dio ninguna explicación sobre el disfraz, y Alusair tampoco se la pidió. Era innecesaria a la vista de lo enfermo que parecía su padre.
—No quieres que los hombres te vean en este estado —dijo en voz baja.
—Por la mañana, cuando me levante, habré regresado del mundo de los muertos, como el héroe triunfante —le explicó Azoun. Alusair captó el tono de burla en las palabras y quiso consolar a su padre, pero él no le dio ocasión. Apoyó una mano sobre el hombro de Thom y se volvió para marcharse.
—¡Espera! —le rogó la princesa—. ¿Qué quieres que hagamos hasta mañana? —El rey ladeó la cabeza al escuchar la pregunta, y a Alusair le pareció ver que el rostro recuperaba una parte de su color.
—Thom dijo que has asumido el mando hasta que me recupere —respondió el rey, con una nota de orgullo en la voz—. Y, por lo que he oído decir, tus decisiones son impecables. —Dio un paso y después se detuvo para añadir—: Yo en tu lugar sacaría las tropas de aquí sin esperar más tiempo. La noche es el momento más propicio para alejarnos de los tuiganos sin ser descubiertos. —Thom se despidió de la princesa con otra sonrisa mientras se alejaba con el rey.
Por un momento, Alusair pensó en decirle a su padre que no quería tener la responsabilidad de mandar al ejército, que él o algún otro debían asumirla. Pero mientras el rey cojeaba de regreso al campamento, con el rostro oculto por la capucha, la princesa comprendió que él ya lo sabía. También fue consciente de que ella asumiría el mando del ejército de la Alianza, no por orgullo o una idea equivocada del honor, sino porque Azoun necesitaba su ayuda.
El peso que sentía sobre los hombros no disminuyó por el hecho de aceptar la obligación. De hecho, fue todavía más consciente de ella porque ahora sabía cómo era y que la carga no podía ser aligerada. Pero al mismo tiempo se reconcilió con la verdad, y se dedicó a organizar el repliegue del ejército, sabiendo que su padre dependía de ella. Estaba segura de que no le fallaría.
—Dejé Cormyr, abandoné el descansado trabajo de escoltar caravanas, por esto —maldijo el mercenario. Se enjugó el sudor de la frente con una mano llena de ampollas mientras sostenía la hachuela con la otra. Al ver que nadie le prestaba atención, masculló una imprecación y volvió al trabajo.
Con un gruñido rabioso, el hombre cansado y hambriento continuó afilando la punta de un largo poste de madera. Centenares de soldados a su alrededor hacían lo mismo: preparaban los postes para construir empalizadas. El agotamiento se reflejaba en las caras de todos, y eran pocos los que tenían ánimos de hablar. Las conversaciones eran esporádicas y acababan con rapidez, como si la fatiga se tragara las palabras de la misma manera que consumía sus fuerzas.
Jan el flechero, como el mercenario y los demás que trabajaban en la preparación de los postes, apenas si había dormido en las últimas treinta y seis horas. Él, junto con lo que quedaba del ejército de la Alianza, habían dejado el lugar de la última batalla poco después de la medianoche. Habían marchado en dirección al oeste por el Camino Dorado durante toda la noche, con sólo un alto para desayunar. El miedo constante a una súbita aparición de los tuiganos por el este había flotado sobre el ejército en retirada. Ahora, cuando faltaban un par de horas para la puesta de sol, los soldados occidentales se preguntaban dónde estaban Yamun Khahan y sus huestes bárbaras.
—Juegan con nosotros —murmuró el mercenario.
—Quizá se mantengan alejados durante un tiempo, o quizá les hemos hecho más daño del que pensamos, Yugar —le respondió Jan, dispuesto a ver el lado bueno. Se quitó el sombrero de fieltro informe para rascarse la cabeza rapada. El flechero, que antes llevaba el pelo rubio largo hasta los hombros, se lo había cortado al rape por razones prácticas. Esto, sumado a las orejas moradas y el paso cansino, le daba un aspecto macilento y triste.
—Provienes de una familia de estúpidos, ¿no es así, flechero? —comentó el mercenario con una risa ahogada—. Nos superan seis o siete a uno. Esos malditos bárbaros probablemente están a unos pocos kilómetros de aquí, riéndose de nosotros.
Jan contuvo la respuesta mordaz mientras miraba con los ojos enrojecidos al mercenario. Sólo había hecho el comentario con la intención de animar un poco al muchacho; no era tan tonto como para no saber que se encontraban en una situación desesperada. Pero Yugar, un mercenario cormyta joven y sin experiencia, insistía en encontrar defectos a todo. Con un movimiento exagerado, Yugar arrojó la hachuela a tierra.