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Authors: James Lowder

Cruzada (18 page)

BOOK: Cruzada
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—El
Ouroboros
forma parte de la armada cruzada —le dijo un marinero a Jan. El flechero frunció el entrecejo al tiempo que intentaba recordar si algún conocido suyo se había embarcado en la nave aparentemente abandonada. Un golpe en el hombro lo volvió a la realidad.

—Flechero —le ordenó la contramaestre—, acompáñame. Tengo un trabajo para ti. —Dio media vuelta y se abrió paso por la abarrotada cubierta.

Jan suspiró antes de seguir a la mujer, resignado. Desde que Kiri y él habían puesto el pie a bordo, la primera contramaestre la tenía tomada con ellos. La culpa era de Mal, que se había peleado con ella durante la primera noche de navegación. Sin embargo, sabía que era inútil discutir.

—Ayuda a bajarla —le dijo la mujer, señalando la chalupa colgada de los cabrestantes junto a la borda. Sin protestar, Jan se unió a los otros tres marineros y entre todos bajaron la chalupa y a los dos ocupantes hasta el agua.

Uno de los tripulantes de la pequeña embarcación era un marinero sembiano. El otro era un clérigo joven de pelo rubio. La sotana y el símbolo sagrado que llevaba colgado del cuello indicaban que pertenecía a la orden de Lathander, el dios del alba y la renovación.

—Os haré una señal si necesito ayuda —gritó el clérigo mientras el marinero comenzaba a remar hacia el
Ouroboros
.

—Debemos prepararnos para atacar si es necesario —comentó la mujer con la mano apoyada en el hombro del capitán, que se encontraba a su lado. La contramaestre señaló la carraca maltrecha—. Quizás es una trampa preparada por los piratas.

El capitán, un hombre holgazán y de mala traza, ojos grises llorosos y una barba de varios días, se limitó a asentir. Observó la nave aparentemente abandonada por un momento antes de dedicarse a quitar las motas de polvo del sucio uniforme blanco con entorchados dorados. Ésta era una escena que Jan había visto varias veces a lo largo de la travesía. Estaba claro, al menos para él, que la contramaestre era quien mandaba de verdad en el
Sarnath
.

—Muy bien, flechero. Ve a buscar tu arco y vuelve aquí. —La contramaestre se llevó las manos a la boca a modo de bocina y gritó—: Todos los flecheros a la banda de estribor. Traed las armas.

La orden corrió por toda la nave. Jan escuchó las protestas de los hombres y mujeres mientras buscaban sus armas. El flechero recogió el arco largo que guardaba junto a la manta que le servía de cama junto al bauprés y fue a reunirse otra vez con la contramaestre.

La atención de casi todos los que se hallaban a bordo estaba puesta en la chalupa, mientras el marinero y el clérigo se acercaban al barco de Turmish y lo abordaban. Sólo el clérigo rubio se encaramó a la cubierta de la carraca. Las gaviotas posadas en las bordas levantaron vuelo graznando furiosas en cuanto él se acercó, y comenzaron a volar en círculos por encima de las dos naves. Algunos de los arqueros intentaron abatir a los pájaros, pero la contramaestre intervino de inmediato para que dejaran de hacerlo. Además, les impuso un castigo que cumplirían durante la tarde. Jan se limitó a fruncir el entrecejo ante el desperdicio de flechas en una práctica inútil.

Al cabo de unos momentos, el clérigo apareció en la borda del
Ouroboros
para hacer una señal al
Sarnath
. «Están todos muertos»—, murmuró alguien detrás de Jan. El flechero pensaba lo mismo.

El marinero sembiano remaba ahora mucho más rápido que en el viaje de ida. Por su parte, el clérigo mantenía la cabeza gacha como si estuviese rezando.

—¿Qué? —les gritó el capitán cuando la chalupa estaba a un tiro de piedra—. ¿Qué habéis encontrado?

El sacerdote intentó levantarse, pero la chalupa se bamboleó con tanta violencia que estuvo a punto de caer al agua. El marinero lo sujetó por el borde de la sotana roja, y lo hizo sentar de un tirón. A juzgar por su frenético comportamiento, los dos hombres sentían pánico por lo que habían descubierto en la carraca a la deriva.

—La peste —acabó por responder el clérigo. Cogió el símbolo sagrado, un disco de madera pintado de color rosa, y lo frotó con fuerza entre las manos—. Están todos muertos.

Un coro de exclamaciones de asombro y miedo se levantó entre aquellos que escucharon las palabras del clérigo. La primera contramaestre soltó una maldición y escupió en el agua.

—Bien, capitán, está muy claro lo que debemos hacer.

—No hay ninguna duda —asintió el capitán.

Los dos hombres en la chalupa no podían oír las discusiones mantenidas en un tono normal a bordo de la nave, pero intuyeron que algo malo estaba a punto de ocurrir. Empuñaron los remos para comenzar a remar con todas sus fuerzas hacia el velero sembiano.

—Mata al marinero y al clérigo, flechero —le ordenó la contramaestre a Jan.

—No —exclamó Jan, indignado.

La mujer levantó la mano callosa como si fuese a darle un puñetazo, pero se contuvo.

—Esos hombres han estado expuestos a la peste —le explicó furiosa—. Mátalos antes de que suban a bordo, o acabaremos como el
Ouroboros
.

La explicación dejó helado al flechero. Miró a los dos hombres en la chalupa mientras se imaginaba la peste extendiéndose por la nave, matando a todos los que navegaban en el
Sarnath
. Comprendió que su vida corría peligro y también la de Kiri. Pensar que la muchacha podía morir lo angustió por encima de todo lo demás.

—¿Por qué yo? —le preguntó a la contramaestre, que lo miraba con una expresión despiadada.

—Porque tú eres un soldado cormyta y yo soy un oficial —le contestó ella con una sonrisa malévola—. Harás lo que te ordene. Además, ¿prefieres que mueran todos los cruzados que están a bordo sólo por salvar a dos hombres? No conseguirás derrotar a los tuiganos si eres tan compasivo.

Jan cerró los ojos por un momento antes de tomar una decisión. Se ajustó los guantes sin dedos negros, eligió una flecha con plumas azules de la aljaba y la colocó en el arco. El marinero en la chalupa levantó la mirada en el instante que Jan disparaba la flecha.

El sembiano se desplomó sobre el fondo de la chalupa con el corazón atravesado por el dardo. El clérigo gritó de espanto y se puso de rodillas.

—Puedo preparar un hechizo —suplicó—. No propagaré la peste.

—Es un riesgo que no podemos correr —le contestó el capitán con frialdad. Miró a Jan y chasqueó los dedos señalando la chalupa.

El flechero sintió la presión de la cuerda mientras tensaba el arco. Apuntó al corazón del clérigo y dejó volar la flecha. El adorador de Lathander intentó apartarse de la trayectoria, y la flecha, en lugar de atravesarle el corazón, se hundió en el hombro con tanta fuerza que lo hizo caer al agua. El hombre braceó desesperado por un momento antes de hundirse para siempre. El símbolo sagrado del clérigo —hecho de madera— se mantuvo a flote sólo un par de minutos, pero acabó por seguir a su dueño.

—Los ocho arqueros a mi derecha —gritó la primera contramaestre—. Buscad estopa y brea para las flechas incendiarias. Quiero ver arder al
Ouroboros
de proa a popa antes de que nos vayamos. —Miró otra vez al marinero muerto en la chalupa y luego se volvió hacia Jan—. Un trabajo bien hecho. Ahora sólo te falta acostumbrarte a seguir las órdenes. —Al ver que el flechero no respondía, añadió—: Esto es una guerra, no un concurso de tiro en un festival campestre.

Jan se marchó sin decir palabra. Mientras caminaba hacia proa, algunos marineros lo palmearon en la espalda y lo felicitaron por la puntería.

Apoyado en la borda junto a la base del bauprés, se preguntó por qué nadie parecía impresionado por lo que acababa de ocurrir. Después de un rato, Jan decidió que la primera contramaestre tenía razón: él había hecho su trabajo. No estaba orgulloso, pero se dedicó otra vez a la tarea de fabricar flechas, convencido de que el rey Azoun entendería que había matado para salvar la nave y ayudar a la cruzada.

El puerto de Telflamm aparecía abarrotado con naves de toda clase. Azoun, desde el puente del
Welleran
, calculó que había unas doscientas naves fondeadas en la rada, casi la mitad de la flota cruzada. Las embarcaciones menores iban y venían de los muelles a las naves de gran calado, llevando a los soldados y marineros a tierra. Los muelles estaban ocupados en toda su extensión por carracas y veleros, y los estibadores se apresuraban a descargarlos. Cajones de alimentos y armas, caballos y ganado en pie, incluso piezas de forjas desmontables y carretones cubrían las explanadas de los muelles de Telflamm.

—Estamos listos para zarpar, su alteza.

—Entonces en marcha —le dijo Azoun a Farl Bloodaxe—. ¿Llegaremos al campamento de Torg antes del anochecer?

—No conozco muy bien estas aguas —respondió el general, con un encogimiento de hombros—. Diría que antes del amanecer de mañana. —El hombre moreno se protegió los ojos con las manos y miró hacia el sol, que ahora se encontraba muy alto por el este, encima de las cúpulas de los templos y edificios públicos de Telflamm—. Sí, mañana al amanecer.

—El rey Torg nos espera —comentó Azoun, con un tono alegre. Indicó con un gesto a Farl que diera las órdenes pertinentes. Levaron anclas en cuestión de minutos, y el
Welleran
, escoltado por otras dos carracas, puso rumbo al norte a lo largo de la costa del ramal del Este.

Azoun echó una última mirada a Telflamm; después fue a dar un paseo por la nave. Por primera vez desde que la carraca había abandonado Suzail —poco más de un mes antes— se había aplacado el bullicio a bordo del
Welleran
. Habían desembarcado las tropas de las tres carracas para hacer lugar a los suministros extras. Las provisiones eran para el rey Torg y las tropas enanas, y los soldados que Zhentil Keep hubiese considerado necesario enviar. A bordo de la nave capitana sólo quedaba una tripulación mínima, al mando de Farl Bloodaxe, que se había ganado el apoyo de los marineros durante la tormenta.

Azoun, libre de la presencia de lord Harcourt y del general Elventree, tenía ahora tiempo para discutir con Vangerdahast el empleo de la magia en el conflicto bélico. El leal consejero tenía la misión de supervisar a los hechiceros de guerra en contra de los tuiganos. Azoun no dudaba que el viejo tutor sembraría el caos en el ejército de Yamun Khahan a la primera oportunidad.

«Por lo que he escuchado decir —había comentado Vangerdahast en una ocasión—, a los tuiganos no les gusta la magia. De hecho, su capital permanente… si se puede llamar así un montón de yurtas… se levanta en una zona muerta para la magia. Allí no funcionan los hechizos.» El hechicero real se había acariciado la barba antes de añadir con una expresión de picardía: «Unos cuantos rayos bien colocados les darían un susto de muerte».

Azoun se apoyó contra uno de los mástiles. Rió para sí mismo al recordar el brillo en los ojos de Vangerdahast cada vez que hablaba de emplear hechizos contra los tuiganos. El monarca estaba seguro de que su viejo amigo se interesaba cada vez más por la cruzada.

De hecho, por lo que el rey había visto durante la travesía desde Suzail, todo el ejército se mostraba cada vez más animado, más entusiasmado con la campaña. El
Welleran
se había acercado a muchas naves de transporte mientras navegaban por el Mar Interior y, en cada ocasión, cuando la nave capitana se encontraba lo bastante próxima como para que las tripulaciones vieran a simple vista el pabellón real, los vítores y los gritos de entusiasmo eran unánimes.

El recuerdo de aquellos momentos tan gratos alegró el espíritu de Azoun mientras navegaban sin incidentes a lo largo de la costa. La creciente confianza del rey en el ejército se reflejó en su comportamiento. Aquella noche no pensó en las batallas venideras. En cambio, sus pensamientos se centraron en su esposa y en cómo le irían las cosas en Suzail. Antes de acostarse, Azoun decidió que, en cuanto descargaran las provisiones, le pediría a Vangerdahast que estableciera contacto con Filfaeril.

Incluso Vangerdahast se dio cuenta de que Azoun se mostraba relajado y descansado cuando por la mañana llegaron al punto de encuentro en la costa norte del ramal del Este, justo al sur de la ciudad portuaria de Uthmerg.

—¿A qué viene tanta alegría? —le preguntó el hechicero mientras el rey se paseaba arriba y abajo con paso enérgico junto a la borda.

—Estoy contento porque nuestra meta está casi a la vista —replicó Azoun. Se detuvo para señalar hacia el este, donde las colinas cubiertas de verdor se alejaban de la costa—. Sin duda, el rey Torg está preparado para unirse a nuestro ejército.

El hechicero escudriñó la costa. Las aguas revueltas y poco profundas impedían que el
Welleran
y los otros dos bajeles se acercaran a la playa de arena oscura, a unos centenares de metros de distancia.

—Entonces sugiero que hagamos algo. ¿Has visto a algún enano?

—No —respondió el rey después de observar la costa oscura, donde no había más que unos pocos pájaros blancos que picoteaban entre la espuma—. Tú has estado en contacto con ellos, ¿no es así, Vangy?

—Hace horas. —El mago se rascó la barbilla. Asintió antes de añadir—: Si no te opones, Azoun, podemos trasladarnos al campamento enano dentro de unos minutos.

Dicho esto, el hechicero real entró en trance. Movió los labios en una letanía silenciosa y los ojos se le pusieron en blanco. «Ese sitio parece muy adecuado», lo oyó musitar Azoun. La voz de Vangerdahast sonó hueca, como si proviniera de algún lugar muy lejano. Al cabo de un rato, Vangerdahast cerró los ojos y sacudió la cabeza con energía.

—Tengo localizado el campamento, y pienso que también el lugar adecuado para teletransportarnos. Tenemos que marcharnos de inmediato —dijo, cogiendo a Azoun de las muñecas—. No quiero que algún enano deje los caballos o un carro allí.

—Farl —llamó el rey. Cuando el general asomó por una escotilla, Azoun le comunicó sus intenciones—. La escolta no se ha presentado, así que nos vamos al campamento. Os enviaremos aviso en cuanto los enanos estén listos para recibir las provisiones.

—¿Hay algo más que pueda hacer durante vuestra ausencia?

—Mantened la nave a flote —se apresuró a responder Vangerdahast—. Vamos, Azoun, no hay tiempo que perder.

—Allá vamos, Vangy —repuso el rey, y apretó las mandíbulas con el corazón en la boca. Tenía una fe absoluta en su amigo, pero las espantosas historias que había escuchado sobre magos que se habían teletransportado a la copa de algún árbol o a la cima de alguna montaña perdida, o habían acabado a centenares de metros de altura sobre el suelo, lo ponían nervioso.

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