Authors: James Lowder
—Viejo truco —gruñó—. Orcos utilizar fuego para expulsar a elfos de árboles en muchas batallas.
El flechero apenas si escuchó las palabras del soldado de Zhentil Keep. Sólo pensaba en las columnas de humo que se extendían sobre las posiciones de la Alianza. Por un momento se vio expulsado de la seguridad de las fortificaciones occidentales por los incendios y a merced de los tuiganos. Como en las pesadillas que había tenido en las noches pasadas, los bárbaros aparecían como ogros casi desnudos, con los cuerpos manchados de sangre. El pánico se extendió entre las tropas a medida que se extendía el fuego. Brunthar abandonó la tarima para pasear entre los soldados.
—¡Mantened la formación! —vociferó—. El rey cuidará de nosotros. Podéis confiar en ello. —El general rogó en silencio no estar equivocado.
Brunthar no tuvo que esperar mucho para saber si el problema estaba controlado. Las nubes que tapaban el cielo se volvieron oscuras, y el retumbar de los truenos se oyó en el campo de batalla. Pronto las primeras gotas de lluvia salpicaron la armadura de cuero del general, y un segundo más tarde se descargó un aguacero.
—Brujos traer lluvia —murmuró el orco junto ajan—. Ahora mojarse armaduras.
Los gritos de alegría de las tropas resonaron en las líneas occidentales al ver el fracaso del plan de los bárbaros. Un sonido lejano como el redoble de tambores respondió a los vítores, pero la mayoría lo atribuyó a un trueno. Sólo aquellos que veían la línea tuigana sabían la verdad.
El Khahan había ordenado el avance de todo el ejército. El tronar que ahora sonaba en el campo era el sonido de los cascos que machacaban la tierra empapada.
—¡Ya vienen! —gritó Azoun. El estandarte transmitió el aviso. El rey miró al mago—. ¿Estás preparado?
El hechicero sonrió, pero Azoun vio el temblor que sacudía la mejilla. El esfuerzo para realizar el hechizo de la lluvia había agotado al envejecido Vangerdahast.
—Hasta donde me respondan las fuerzas —contestó.
Todas las miradas se volvieron hacia la carga tuigana. La lluvia retardaba un poco a los jinetes, sobre todo a aquellos que galopaban a campo traviesa. El aguacero había aflojado la primera capa de tierra, y los cascos lanzaban al aire grandes trozos de barro y hierbas.
Azoun vio el estandarte de Yamun Khahan a unos cuarenta y cinco metros de distancia; las nueve colas de yac sujetas al palo chorreaban agua y aparecían cubiertas de barro. La figura de Yamun Khahan resultaba inconfundible: era la más alta e impresionante de toda la línea. En respuesta a la orden recibida, los arqueros dispararon sus andanadas contra los bárbaros. En el flanco derecho, los enanos descargaban las ballestas con una eficacia mortal. Los setenta mil tuiganos continuaron el avance en medio de la lluvia de proyectiles.
—Ahora, Vangy—dijo el monarca al tiempo que señalaba el centro de la línea enemiga.
Sin vacilar, el hechicero sacó una pizca de polvo de diamante de la bolsa que llevaba colgada al cinto, y lo desparramó en un arco sobre el suelo al tiempo que recitaba una breve letanía.
—Ya está —dijo con voz débil—. El Khahan es tuyo. —Se alejó tambaleante—. Será mejor que me reúna con los otros magos. Aquí no puedo hacer nada más.
Azoun mantuvo la mirada fija en el centro de la caballería tuigana. Los bárbaros levantaron bien alto las espadas curvas al tiempo que proferían su terrible grito de guerra. Aunque sabía que al menos unos cuantos bárbaros caerían en la trampa de los agujeros, el rey se estremeció. Si los tuiganos conseguían pasar, no tomarían prisioneros.
El grito de guerra se prolongó durante unos segundos, hasta que, sin previo aviso, la caballería tuigana entró en la trampa. Al principio sólo cayeron unos cuantos caballos, pero eso fue suficiente para sembrar el caos en muchos puntos de la línea. Debido a lo angosto del frente, los bárbaros estaban obligados a cabalgar mucho más juntos de lo habitual. Ahora, cuando caía un jinete o trastabillaba un caballo, varios más los seguían.
A medida que el grueso de la carga entraba en el semicírculo de agujeros, se hizo evidente la efectividad de la trampa. Los bárbaros azuzaban a los caballos por el campo que el encantamiento les hacía ver llano para acabar metidos en alguno de los agujeros. El ruido de los huesos rotos se oyó con toda claridad antes de que los pobres animales comenzaran a relinchar aterrorizados. Los soldados caían como moscas. Algunos tuvieron la suerte de escapar ilesos, pero la mayoría quedó tendida en el suelo. A los primeros los remataron los arqueros, y los segundos acabaron aplastados por los caballos de los compañeros. Era como si los jinetes chocaran contra una pared invisible, un muro en el que había una brecha bien clara.
Los jinetes que cabalgaban en el centro de la línea tuigana, los más cercanos a Yamun Khahan y al estandarte, encontraron libre de obstáculos el camino que los llevaba a las líneas de la Alianza. Sus caballos galopaban sin traba alguna mientras que a los demás los detenían unas fuerzas ocultas. El Khahan y su escolta no lo sabían pero acababan de cruzar a través de un plano de fuerza, un puente mágico creado por Vangerdahast con el único fin de atrapar al líder tuigano. En cuanto el estandarte de las colas de yac y la cincuentena de hombres que lo acompañaban cruzaron el puente mágico, el hechicero lo hizo desaparecer. Sin el plano de fuerza, los tuiganos toparon con los agujeros.
En cuanto vio que los escoltas de Yamun Khahan caían en la trampa de los enanos, Azoun miró a la derecha. Allí estaba su hija, armada de pies a cabeza, esperando la orden de atacar. El rey había estado herido y sin sentido durante la intervención de Alusair en la primera batalla. Al despertar, le habían informado que estaba sana y salva antes de saber que había estado en peligro. Ahora una orden suya podía enviarla a la muerte, y fue consciente de que Filfaeril quizá no volvería a ver a su hija con vida.
Por un instante, pensó en ordenarle que fuera a la retaguardia, lejos del peligro. Pero desistió en el acto. La princesa tenía tanto derecho como él a estar aquí. El comprenderlo no disipó el miedo que el rey sentía por la vida de la hija, pero le permitió levantar la espada y dar la orden que todos esperaban desde hacía horas.
—¡A la carga! —gritó el rey Azoun y echó a correr.
Los doscientos soldados que cargaban junto al rey habían sido escogidos uno a uno. A la par con Torg, Vrakk y Alusair corrían hombres de Los Valles y sembianos, Plumas Rojas de Hillsfar y Dragones Púrpuras de Cormyr, los mejores soldados de la Alianza. Los doscientos gritaban su desafío al Khahan.
—Ahora —susurró el rey, con el rostro oculto por el visor—. Hazlo ahora, Vangy.
En respuesta al ruego del rey, cincuenta rayos se unieron a las flechas y a la lluvia, y pasaron por encima de las líneas de la Alianza para fulminar a los tuiganos. El resplandor cegó por un momento a los que miraban, y el estruendo de la descarga apagó los alaridos de los bárbaros que volaron por los aires. Por primera vez en muchos meses una carga tuigana acabó en fracaso.
En el interior del semicírculo marcado por el muro de cadáveres aplastados y animales despanzurrados, el rey Azoun ordenó a sus soldados que rodearan a la guardia del Khahan. Los tuiganos buscaban una vía de salida, pero Azoun no estaba dispuesto a permitirles huir.
El monarca golpeó dos veces la espada contra el escudo, y el portaestandarte bajó el dragón púrpura hasta el suelo. Los arqueros, que hasta ese momento disparaban contra la masa de tuiganos frenados por la trampa de los agujeros, dirigieron sus proyectiles contra los jinetes agrupados alrededor del Khahan. Las flechas silbaron por encima de la cabeza del rey, y la mitad de la guarda tuigana cayó al suelo. Los supervivientes se dispersaron perseguidos por la guardia real.
Dominado por un presentimiento funesto, Azoun miró a Alusair, que corría hacia uno de los jinetes bárbaros. La princesa, que no llevaba escudo, sujetó la tizona con las dos manos y la descargó cuando el tuigano pasó junto a ella. El golpe desmontó al guerrero, que cayó de espaldas en el barro.
El rey no había alcanzado a dar un paso cuando el tuigano se levantó de un salto. El hombre, alto y fornido, llevaba la armadura típica de los bárbaros: placas de hierro cosidas a una chaqueta de cuero. Había perdido el casco cónico en la caída, así que el pelo peinado en trenzas y sucio de barro era lo único que le protegía la cabeza. La princesa aprovechó inmediatamente estas ventajas. Alusair amagó un ataque contra el vientre del bárbaro y, cuando el hombre movió el sable curvo para detener el golpe, Alusair atacó el objetivo real: la espada cayó sobre la cabeza desprotegida y le partió el cráneo.
Alusair miró a su padre mientras se unía al combate que se desarrollaba delante del rey.
Desde un costado de la batalla principal, Azoun vio un tuigano que hacía girar a su corcel como si se dispusiera a cargar a solas contra las líneas occidentales. A diferencia del guerrero muerto por Alusair, éste llevaba una coraza de oro que reproducía la musculatura pectoral. Un faldón de cadena le rodeaba la cintura, y del casco cónico con ribetes de piel colgaba una cola de caballo. El cielo se iluminó con otra descarga de rayos mágicos, y Azoun pensó que los oscuros ojos del tuigano reflejaban la luz con una intensidad malévola. «Yamun Khahan», murmuró el rey, y avanzó un paso sujetando con fuerza el escudo y la espada.
En aquel momento el Khahan advirtió la presencia de Azoun y clavó las espuelas en los flancos del caballo para ponerlo al galope. Mientras el animal casi volaba sobre el terreno fangoso, el líder tuigano gritó algo en su lenguaje gutural: el juramento que reclamaba su condición de elegido del dios del cielo tuigano. Para el rey cormyta aquello no tenía importancia; lo único que le interesaba era el avance del caballo. Levantó el escudo y dobló las rodillas, listo para esquivar el ataque del Khahan.
Un soldado enano protegido con una armadura finamente cincelada apareció delante del rey sosteniendo la espada como si fuera una lanza. Azoun intentó apartar al enano, pero el Señor de Hierro no estaba dispuesto a ceder. Torg mac Cei deseaba para sí el honor de matar al Khahan; el cráneo del líder tuigano sería una pieza valiosa entre los trofeos guardados en Tierra Rápida. El monarca se movió hacia un lado con la intención de desviar la carga de Yamun Khahan. El rey enano no podía hacer nada contra el bárbaro montado, y sólo lo intentaba llevado por su tremendo orgullo.
Tal como esperaba Azoun, el gesto de Torg no sirvió de nada.
Yamun Khahan dirigió el caballo en línea recta hacia el rey enano. En el momento en que Torg intentaba apartarse, Yamun descargó el sablazo. La armadura del Señor de Hierro tal vez era la mejor de todas las hechas en las fraguas de Tierra Rápida, pero no fue suficiente para protegerlo del tremendo golpe de Yamun. Se oyó un sonido chirriante cuando el sable rozó la armadura en la articulación del cuello antes de hundirse en la espalda del Señor de Hierro, que cayó al suelo como fulminado.
—¡Azoun de Cormyr! —gritó el Khahan mientras hacía girar al animal para enfrentarse al rey. El tuigano clavó las espuelas e inició la carga.
Azoun había tomado buena cuenta de la treta que había utilizado Yamun Khahan con Torg, y dio por hecho que el bárbaro intentaría emplear el caballo para empujarlo a una mala posición defensiva. El rey se movió mucho antes de que el caballo se le acercara; amagó primero a la derecha, y después se movió a la izquierda, aunque no con la suficiente rapidez. El sable del Khahan rozó el yelmo de Azoun y le arrancó el escudo. Azoun apretó las mandíbulas para contener el dolor que sentía en la pierna herida: decidió que no volvería a repetir la maniobra.
Yamun Khahan soltó una risotada mientras los cascos del caballo pisoteaban el cadáver de Torg. Por un instante, Azoun tuvo la impresión de que el tiempo se demoraba. Vio la multitud de combates individuales que se libraban a su alrededor como si ocurrieran a cámara lenta. Unos metros más allá, Vrakk y Farl luchaban con desesperación contra los tuiganos que habían hecho caer de los caballos. Flechas y saetas volaban por encima de su cabeza entre los fogonazos de los relámpagos y los rayos de energía mágica. De pronto advirtió que Alusair había desaparecido.
Notó un nudo en la garganta que ahogó su grito en el preciso momento en que el negro caballo de Yamun iniciaba la carga entre una lluvia de barro. Un segundo más tarde se cernía sobre Azoun.
El monarca dio un paso al costado al tiempo que golpeaba con la espada de plano las patas delanteras del animal. La bestia se detuvo en seco, resbaló en el fango y cayó de rodillas. Yamun quitó los pies de los estribos para saltar de la silla. Su única oportunidad de continuar el combate era evitando quedar atrapado debajo del animal. No tardó en comprobar que el campo se había convertido en un fangal; el autoproclamado Ilustre Emperador de Todos los Pueblos soltó una maldición cuando chocó de espaldas en el fango.
Azoun se adelantó con la espada lista para atacar. Por un instante pensó que el Khahan se encontraba indefenso. Aplastado por el peso de la coraza, se movía en el barro como una tortuga tumbada sobre el caparazón. Pero, en cuanto Azoun se puso a tiro, Yamun descargó un puntapié y golpeó al rey en la rodilla.
En otras condiciones, el golpe no habría tenido consecuencias, pues la protección de la armadura era suficiente para resguardarlo del daño que pudiera provocar un puntapié y más todavía cuando el golpe lo recibió en la pierna sana. Sin embargo, el puntapié le hizo perder el equilibrio; resbaló y, al intentar recuperar la vertical, la pierna herida no lo sostuvo. El monarca cormyta cayó en el fango al lado de su enemigo.
Con un grito salvaje, el líder tuigano sujetó al rey por un brazo y descargó un puñetazo contra el yelmo de Azoun. El golpe arrancó el visor del bacinete. Sin el obstáculo del visor, Azoun vio con toda claridad el rostro del bárbaro desfigurado por una expresión de odio. Yamun, mientras tanto, intentaba llegar al sable, que estaba en el barro a un metro de su mano.
Azoun apeló a sus años de entrenamiento, a la experiencia recogida en sus años de aventurero, para tratar de despegar la armadura de la sujeción del fango, que lo retenía como una ventosa. Lo único que consiguió hacer fue rodar sobre sí mismo, pero fue suficiente. En el momento en que el Khahan cogía el sable y se daba la vuelta. Azoun descargó el golpe con la espada. La hoja cortó la mano que empuñaba el sable curvo, y el emperador tuigano se desplomó con un alarido de dolor.