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Authors: James Lowder

Cruzada (36 page)

BOOK: Cruzada
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Era obvio que los bárbaros no conocían esta táctica. El comandante tuigano, que cabalgaba junto al portaestandarte, sofrenó el caballo e intentó detener a los hombres, pero los bárbaros siguieron adelante para rodear los cuatro cuadrados enanos. Capturar a un enemigo que no se defendía y completamente cercado parecía algo muy sencillo, pero los atacantes no tardaron demasiado en descubrir lo contrario.

—¡A la derecha! ¡Aplastadlos entre los cuadrados! —vociferó Torg blandiendo la espada, desde el centro de una de las formaciones. Los enanos cumplieron la orden. Se movieron hacia la derecha empujando a caballos y jinetes contra las picas que erizaban el cuadrado vecino.

Alusair, en el centro de otro cuadrado, observó cómo los tuiganos intentaban sin éxito romper las formaciones. Los jinetes acababan ensartados en las picas o derribados de las monturas. Esto último era peor que morir atravesado por una alabarda, porque los jinetes que. avanzaban detrás aplastaban bajo los cascos de los caballos a los compañeros caídos. A medida que más tuiganos se sumaban a la batalla, los que estaban en primera línea se encontraron atrapados contra la pared de enanos acorazados y bien armados que los mataban a placer.

Los cadáveres tuiganos se apilaban alrededor de los cuadrados. Los caballos heridos se revolcaban delante de los enanos, convertidos en una muralla viviente que protegía a las tropas de Torg del combate cuerpo a cuerpo, pero sin disminuir el alcance de las picas.

Los cuervos comenzaron a sobrevolar el campo de batalla. Alusair escuchó los ruidosos e insistentes graznidos de los carroñeros, y la inquietaron menos que el silencio de los enanos. Los soldados de Tierra Rápida realizaban su espantoso trabajo sin decir palabra. Sólo de vez en cuando alguno de ellos gruñía cuando ensartaba a un bárbaro con la pica.

Por fin, por encima de los alaridos de los humanos heridos o moribundos y el choque de los metales, Alusair oyó un redoble de tambores, y los tuiganos comenzaron a replegarse. Los enanos aprovecharon la ocasión para matar a unos cuantos por la espalda. Tal como había señalado Torg, ni un solo soldado había roto la formación.

El Señor de Hierro soltó una carcajada. Levantó la espada tinta en sangre por encima de la cabeza y lanzó un grito de triunfo, que fue coreado por todo el ejército de Tierra Rápida. El grito de victoria de los enanos era muy diferente del grito de guerra agudo y vibrante de los tuiganos. Sonaba como un trueno procedente de las entrañas de la tierra, profundo y sonoro como si fuera un eco del roce de las rocas que excavaban en las minas.

Alusair se estremeció aunque no era la primera vez que lo escuchaba. Quizás el estremecimiento lo provocaban los gemidos y los gritos de agonía de los caídos, o la sangre que goteaba de las picas que los soldados agitaban en el aire. En aquel momento, la princesa comprendió que todavía no era la hora de las celebraciones. Les quedaba por delante toda una tarde de combates antes de que su padre estuviera a salvo.

—Señor de Hierro —gritó la princesa—, debemos actuar deprisa si hemos de ayudar a la Alianza.

Los soldados miraron a la princesa, que se abría paso entre las filas. Había abandonado su puesto sin permiso, una falta que ninguno de ellos hubiera osado cometer, y mostraron su desprecio por la falta. Alusair no hizo caso de las miradas de reproche y apartó a los enanos que se interpusieron en su camino.

—Sé muy bien lo que debemos hacer, princesa —replicó Torg cuando Alusair se reunió con él—. Avanzaremos tan pronto como recojamos algunos trofeos para las cavernas de Tierra Rápida. —Quitó una mancha de sangre del guantelete antes de ordenar a las tropas que formaran una columna de dos en fondo.

—Cortad las cabezas después de salvar al resto de la Alianza —contestó Alusair con tono desabrido. Señaló la batalla, que continuaba a unos centenares de metros más allá. Los tuiganos supervivientes de la carga, alrededor de la mitad del número inicial, se reagrupaban para proteger el flanco del ataque enano.

—Tenéis razón —gruñó Torg—. Es mejor que acabemos de una vez.

Los enanos avanzaron a paso rápido, pero no se acercaron demasiado a las líneas tuiganas, y, en cuanto alcanzaron la distancia de tiro, comenzaron a disparar con las ballestas.

Las andanadas causaron numerosas bajas entre el enemigo, que se vio obligado a reforzar el flanco derecho. Las flechas de los bárbaros, en cambio, no hacían mella en el blindaje de los enanos, y, cada vez que parecía inminente un ataque directo, Torg ordenaba la formación de los cuadrados.

El oficial al mando de las tropas de la Alianza en aquel extremo de la línea aprovechó al máximo la diversión. La infantería occidental presionó con fuerza contra el flanco derecho tuigano para empujarlo hacia las andanadas de los enanos. Sin tener una alternativa mejor, el comandante tuigano ordenó una carga a la desesperada contra los soldados de Tierra Rápida.

Los cuadrados volvieron a demostrar la eficacia de la táctica enana. El Señor de Hierro avanzó lenta pero inexorablemente colina abajo empujando otra vez a los bárbaros hacia las líneas occidentales. Con una rapidez sorprendente, los enanos y la infantería humana destruyeron el flanco tuigano, y consiguieron capturar al general bárbaro junto con el estandarte.

La batalla continuó hasta la puesta de sol. El humo de los numerosos incendios que aún ardían cubría el campo como un manto oscuro. Ya casi no había disparos, pero el aire estaba lleno de sombras impacientes. Los cuervos picoteaban los cadáveres, y más bandadas llegaban, atraídas por el olor de la sangre y los graznidos de los congéneres.

Sólo asomaba el borde del sol sobre el horizonte cuando el redoble de los tambores sonó en el campo de batalla. Los tuiganos comenzaron a retirarse intentando mantener un cierto orden para protegerse de la persecución, pero nadie fue tras ellos después del desastre de la carga de caballería ejecutada a primera hora del día. Sólo alguno que otro soldado lanzó una flecha contra la horda; la mayoría de las tropas permanecieron en silencio. Estaban sorprendidas de estar aún con vida.

—¡Princesa! —gritó alguien con una voz profunda.

Alusair buscó con la mirada entre la masa de soldados. Hombres y mujeres yacían por todas partes, muertos o heridos. En algunos lugares, los soldados lloraban a los cantaradas muertos, y el murmullo de las oraciones se extendía como una música suave por las líneas occidentales. En medio de todo esto, alguien avanzaba hacia el ejército enano, con la mano en alto.

—¡Su alteza! ¡Aquí! —gritó un hombre, que agitaba el guantelete en el aire.

Los soldados se apartaron por un instante, y la princesa vio que el hombre era Farl Bloodaxe. El general cormyta, con el yelmo en una mano, sonrió al ver que Alusair lo había reconocido. El cansancio se reflejaba en su rostro, cubierto de mugre y sudor.

—¡Salud! —lo saludó la princesa mientras le estrechaba la mano—. No me sorprende descubrir que estabais al mando de este flanco. Habéis sacado excelente partido de nuestra diversión.

—Las tropas son las que merecen las alabanzas —replicó el general con un ademán que abarcó a todos los que estaban próximos. Se acercó un poco más a la princesa sin disimular la inquietud que lo dominaba—. ¿Habéis visto a vuestro padre? —preguntó en voz baja.

—Es lo que esperaba hacer ahora mismo —contestó la princesa con el rostro pálido.

Farl y Alusair se abrieron paso entre las tropas sin hacer demasiados comentarios. El general le explicó brevemente que no veía al rey desde los primeros momentos de la batalla. Estaba preocupado por el monarca porque los combates habían sido muy intensos en el centro de la primera línea. Alusair lo escuchaba muy seria, atenta al creciente número de cadáveres en el sector donde estaba el estandarte real.

La multitud de curiosos los ayudó a localizar al monarca. El general ordenó a los capitanes que dispersaran a la multitud y que los soldados volvieran a formar las compañías, mientras la princesa apartaba a los soldados que se interponían en su camino. Soltó una exclamación ahogada al ver al rey tendido en el suelo, sin conocimiento y rodeado por un grupo de clérigos.

—El rey se recuperará, dama paladín —dijo un clérigo de Lathander, obeso y con el rostro encarnado. Apoyó una mano sobre el hombro de Alusair e intentó apartarla—. Los sacerdotes necesitan espacio para trabajar, así que…

—¡Es mi padre! —lo interrumpió Alusair sin contemplaciones.

Las mejillas del clérigo se tiñeron de un color rojo oscuro. Tartamudeó una disculpa, pero Alusair no le prestó atención. Sin preocuparse de los clérigos que se volvieron para mirarla, se arrodilló al lado del padre.

Le habían quitado el yelmo y la cofia de malla, y aflojado las correas que sujetaban la coraza. Azoun estaba pálido, con el pelo y la barba empapados de sudor. La respiración era dificultosa, y, aunque se encontraba inconsciente, la boca se retorcía en un gesto de dolor. La razón era obvia: tenía una flecha clavada en el muslo izquierdo. El proyectil había perforado la armadura y por el agujero manaba la sangre.

—Se pondrá bien —murmuró un clérigo bien intencionado. Alusair se fijó en los ojos azules del hombre, y vio el disco de plata reluciente que llevaba colgado del cuello: el símbolo de Tymora, diosa de la fortuna y patrona de los aventureros—. Pero debemos trasladar a su majestad a otro lugar donde podamos curarlo.

La princesa se sobresaltó. Estaba claro por el tono del clérigo que le pedía permiso para mover al rey. Alusair no esperaba desempeñar ningún cargo con autoridad en el ejército de la Alianza, y no estaba dispuesta a asumir la responsabilidad.

—Quizá debáis pedir la autorización a Vangerdahast o al general Bloodaxe —dijo Alusair—. Yo no…

—Con todo el debido respeto, su alteza, os conviene demostrar a las tropas que alguien a quien respetan ejerce el mando —la interrumpió el general en voz baja—. Vangerdahast se encuentra muy enfermo, y no sale de la tienda.

El inesperado comentario de Farl aumentó la inquietud de Alusair, que ya estaba a punto de estallar. Miró a la muchedumbre, cada vez mayor debido a su presencia. Ni siquiera las órdenes del general consiguieron alejar a los cormytas dispuestos a ver a la hija de Azoun, que había ayudado a salvarlos de los tuiganos. Alusair recordó las procesiones reales por las calles de Suzail, y reparó en que la ilusión y el respeto reflejados en las expresiones de los soldados eran muy semejantes a las de los pobres que había visto en Cormyr. Sus necesidades eran obvias y sobrecogedoras.

—¿Cuáles son las órdenes, su alteza? —preguntó Farl, lo bastante alto como para que lo escuchara la multitud.

Alusair hizo una mueca. Ya había decidido demostrar su autoridad ante los congregados, pero odiaba que la obligaran. Y resultaba evidente que ésa era la intención de Farl. Con un destello de furia en los ojos, la princesa se irguió para mirar al general.

—Que los soldados vuelvan a las compañías, general —contestó. Miró a la muchedumbre y añadió—: Es probable que los tuiganos intenten un ataque nocturno. Debemos estar preparados para cuando los sanadores acaben de curar al rey.

—¿El rey se salvará? —preguntó alguien de la muchedumbre. La ansiedad en la voz del soldado desconocido resultaba patética.

Alusair se obligó a sonreír. Esperó un momento antes de llevarse las manos a la boca a modo de bocina para que todos escucharan la respuesta.

—El rey Azoun vive —gritó a voz en cuello—, y mañana al amanecer estará una vez más al frente del ejército. Hasta ese momento, mis palabras son las suyas. —Se volvió hacia Farl—. Que se disperse la muchedumbre, general —dijo en voz baja—. Me reuniré con vos y los demás comandantes en cuanto hayan trasladado a mi padre.

Farl Bloodaxe saludó a la princesa con una profunda reverencia, y se ocupó de cumplir la orden recibida. No bien los clérigos acabaron de cargar a Azoun en una camilla, Alusair se concentró en la tarea de reorganizar el ejército de la Alianza. Lo más urgente, decidió mientras cruzaba el campamento, era hablar con el general tuigano hecho prisionero por los enanos durante la batalla. La disposición de las tropas dependía en gran medida de lo que pudiera hacer el Khahan, y el general quizá le daría alguna pista sobre la actitud de los bárbaros respecto al combate nocturno.

La princesa encontró al general tuigano sentado con cara de pocos amigos entre un grupo de enanos silenciosos. El estandarte bárbaro estaba hecho jirones a los pies del prisionero, y cuatro guardias armados lo vigilaban. Al ver que nadie se había ocupado de vendar la herida cubierta de sangre que el general había sufrido en la batalla, Alusair ordenó a un sanador enano que le curara los cortes mientras ella esperaba la llegada de un intérprete.

Ya era casi de noche cuando apareció el hechicero. La larga túnica gris estaba sucia y desgarrada, y las manos del hombre mostraban manchas multicolores producidas por los ingredientes de los hechizos. A pesar del agotamiento, el mago tradujo rápidamente el cúmulo de preguntas que formuló Alusair, pero las respuestas del comandante tuigano fueron breves y poco esclarecedoras.

La princesa se armó de paciencia y observó al khan que decía llamarse Batu Min Ho. Tenía el aspecto de los shous. Las facciones no eran tan anchas, y tampoco tenía la nariz chata y los pómulos altos como los tuiganos. Sin embargo, llevaba la armadura preferida de los oficiales bárbaros: una coraza encima de la cota de malla, botas gruesas, musleras de cuero tachonado, y guanteletes también de cuero con refuerzos de acero. Lo que llamaba la atención del prisionero era su tranquilidad, incluso a sabiendas de que su vida estaba en peligro.

—¿El Khahan ofrecerá un rescate, general? —preguntó la princesa.

Batu se limitó a sacudir la cabeza en cuanto el intérprete acabó de traducirle la pregunta. Alusair frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante para mirar a Batu.

—¿El Khahan atacará esta noche?

La respuesta se hizo esperar. Batu miró a la princesa, después al intérprete y le hizo una pregunta.

—Quiere saber si sois la hija del rey Azoun, el hombre que conoció en el campamento tuigano —tradujo el mago—. Supone que vuestra posición en el ejército indica una relación con el rey, y que os parecéis a Azoun en muchos sentidos.

La princesa se sorprendió al enterarse de que su padre había visitado el campamento enemigo, pero dejó de lado ese tema para centrarse en el interrogatorio.

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