Authors: James Lowder
Los veteranos sabían que las horas transcurridas desde la formación de las líneas hasta la carga enemiga formaban parte de la batalla. Por lo tanto, aceptaban la espera como algo natural. Muchos prestaban atención a las órdenes y arengas de los capitanes y sargentos. Otros preferían escuchar los murmullos de los conversaciones, y, con los ojos cerrados, imaginar que se encontraban en alguna taberna muy lejos del campo de batalla. Pero, hicieran lo que hicieran, todos aquellos fogueados en otras batallas se esforzaban en no mirar hacia el horizonte por donde aparecerían los tuiganos.
Sabían que el enemigo no tardaría en llegar.
De hecho, sólo transcurrió una media hora entre la orden del monarca para que las tropas ocuparan las posiciones y la aparición de la nube de polvo que marcaba el avance tuigano. La polvareda era tan grande que resultaba visible a contraluz. Los estandartes transmitieron la orden de preparados, y los hombres se levantaron sin prisa. Se bebieron los últimos tragos de vino, y se dijeron las últimas plegarias. Los mercenarios más duros apostaron a ver quién mataba a más enemigos o a cuántas horas duraría la batalla. Pero la mayoría de los soldados se limitaron a mirar la línea oscura que se extendía por todo el horizonte.
—¿Podéis ver cómo están dispuestos? —le preguntó Azoun al caballero que tenía a la derecha.
Como comandante de la infantería, la posición de Farl para el inicio de la batalla estaba cerca del rey, a la retaguardia de la primera línea. Observó a las tropas enemigas que cabalgaban hacia ellos y, después de un momento, meneó la cabeza.
—No se ve a esta distancia. —El caballo de Farl se movió nervioso, y el general le dio una palmada en el pescuezo para tranquilizarlo—. Si son tantos guerreros como creemos, por el ancho del frente supongo que cabalgan de dos, o quizá tres, en fondo.
Azoun sintió un nudo en el estómago, y de pronto comprendió por qué los hombres habían estado tan callados, tan tensos en las horas previas a la batalla. Su trabajo lo había mantenido ocupado en centenares de detalles, y su posición lo había obligado a tomar múltiples decisiones, y ello le había evitado pensar en la realidad del conflicto. Ahora, montado en su caballo blanco y con la mirada atenta al avance tuigano, tuvo la horrible certeza de que la batalla que podía acabar con su vida se acercaba a él a todo galope.
El monarca miró el yelmo que sostenía entre las manos. La cimera era ovalada, con una punta en la parte superior donde aparecía el escudo de armas cormyta.
—En una batalla contra Zhentil Keep este escudo quizá garantizaría mi seguridad —murmuró mientras se colocaba el yelmo sobre la cofia de malla—. Pero el Khahan quiere usar mi cabeza de copa, así que esto canta más que una bolsa de dinero en una reunión de ladrones.
Farl Bloodaxe, que también había participado en numerosas batallas aunque ninguna tan importante como ésta, captó el miedo en la voz del rey. «Eso es bueno —pensó—. El miedo mantiene vivos a los hombres en la guerra.» Pero se cuidó mucho de decirlo en voz alta, y optó por algo menos comprometido.
—Thom me contó una vez la historia de un antiguo rey cormyta que mantuvo una gloriosa batalla contra un enemigo que lo superaba doce a uno.
—Yo también conozco esa historia, Farl —replicó Azoun, que frunció el entrecejo al tiempo que bajaba el visor del yelmo—. El rey y todos los caballeros murieron en el combate excepto uno. No me parece una historia muy adecuada para levantar los ánimos.
—Nuestras posibilidades son mejores —insistió Farl, que también cerró el visor del yelmo—. Sólo nos llevan una ventaja de tres a uno, así que al menos una docena de nosotros conseguirá regresar a Cormyr. —Desenvainó la espada con un floreo y saludó al rey con el arma.
Debajo del yelmo, Azoun soltó una carcajada. Pensaba en una réplica adecuada al humor negro de su amigo, cuando se le ocurrió mirar hacia la línea tuigana. Estaba mucho más cerca de lo que esperaba, y se apresuró a enviar la señal para el primer asalto. Las lanzas y picas en la primera línea parecían las púas de un erizo, y la tensión que vivían las tropas era tremenda.
Ahora el dispositivo de ataque de los tuiganos era claro, pero el hecho de atacar con el sol a la espalda, sumado a la altura de las mieses, hacía invisibles a los atacantes en algunos momentos. Tal como había dicho Farl, los tuiganos avanzaban en tres filas, cada una de tres en fondo. Azoun se sorprendió al ver el orden de los tuiganos mientras cabalgaban a través del campo. «Si lord Harcourt pudiera ver la precisión del avance tuigano —pensó el rey—, sin duda cambiaría de opinión sobre el enemigo.»
El grueso de la fuerza tuigana sofrenó los caballos a unos centenares de metros de la primera línea. Un grupo de unos quince mil tuiganos, casi la mitad del ejército de la Alianza, continuó avanzando. El redoblar de los tambores acompañó el rítmico batir de los cascos lanzados al galope.
—¡Van a probar la línea! —gritó Farl con la espada en alto. Los soldados de la primera línea sujetaron los escudos un poco más fuerte y levantaron las picas, preparados para el asalto. En la segunda fila, los capitanes dieron las órdenes a los arqueros, que tensaron las cuerdas de los arcos por última vez.
Azoun se acomodó en la montura para ver mejor a los cuatro grupos de arqueros, y desenvainó la espada sin perder de vista el estandarte de Brunthar Elventree —la maza, la lanza y la cadena, que eran el símbolo del Valle de la Batalla bordado en oro sobre rojo— en la retaguardia de la compañía de arqueros más próxima. Como todas las demás, la posición estaba fortificada con docenas de troncos puntiagudos. La empalizada era como una línea de picas apuntadas colina abajo, lista para rechazar la embestida del enemigo.
El monarca dio la señal a los arqueros de disparar cuando estuvieran preparados, y el estandarte de Brunthar ondeó en la brisa que soplaba en el campo. Seis mil arqueros tensaron los arcos al unísono y se echaron hacia atrás como si apuntaran al sol.
Los arqueros dispararon en el momento en que Azoun miraba otra vez el campo de batalla. Las seis mil flechas cortaron el aire, y el tronar del galope tuigano quedó ahogado por el silbido de los proyectiles mortales. Después de subir muy alto, las flechas parecieron detenerse por un instante, y a continuación comenzaron a descender sobre los bárbaros.
La cortina negra alcanzó a los tuiganos a unos cien metros de la primera línea de la Alianza, y centenares de caballos rodaron por el suelo en medio de relinchos de dolor. Sus jinetes salieron despedidos y fueron a caer bajo los cascos de los caballos que venían detrás. Muchas flechas hicieron blanco en los guerreros y casi todos murieron en el acto. La primera andanada había liquidado casi a la décima parte de los atacantes. El orden que mantenían los tuiganos en la carga facilitaba la puntería de los arqueros occidentales, y por eso el número de bajas había sido tan elevado.
El ataque había sorprendido a los jinetes, porque algunos parecieron vacilar por un momento, pero el grueso de la línea enemiga continuó a todo galope. Los caballos saltaban sobre los muertos y heridos tendidos en el campo de batalla, y, en cuanto la carga ganó impulso, se oyó un nuevo sonido escalofriante: el grito de guerra tuigano. Los bárbaros gritaban su furia contra la Alianza mientras avanzaban agitando los arcos por encima de la cabeza en señal de desafío.
Brunthar Elventree dio la orden de disparar por segunda vez cuando los tuiganos se encontraban a unos cincuenta metros. Otro enjambre de flechas surcó el aire, y su zumbido compitió con el grito de guerra en los oídos de las tropas occidentales. A tan corta distancia, la andanada provocó una carnicería. Miles de hombres y caballos resultaron atravesados por las flechas.
—Preparados para el asalto —dijo Azoun. El portaestandarte transmitió la orden. En los flancos, los nobles que formaban la mayor parte de la caballería prepararon las armas mientras mantenían a los caballos en formación. En la segunda línea, Brunthar dejó que los arqueros dispararan a voluntad. Las andanadas volaban por encima de la cabeza del monarca casi sin interrupción.
Los tuiganos sofrenaron los caballos y dispararon con los arcos cortos. Miles de flechas llovieron sobre las tropas occidentales. El rey levantó el escudo en un acto reflejo, y oyó el choque de dos flechas con una fuerza sorprendente. Por fortuna, los tuiganos concentraban los disparos en la primera fila, donde la mayoría de los soldados tenían escudos. Aun así, alrededor de Azoun se elevó lo que parecía un único grito cuando los proyectiles encontraron a sus víctimas.
—¡Llamad a los magos! —gritó Farl junto al monarca.
El rey apartó el escudo para mirar a las líneas tuiganas. Si el general de infantería hubiera podido ver el rostro de Azoun, habría visto una expresión de asombro: los tuiganos daban la vuelta y huían.
—Los magos los tenemos que reservar para cuando hagan falta de verdad —replicó el monarca. Señaló al enemigo en retirada—. ¿Qué está pasando? —Los tuiganos disparaban de vez en cuando por encima del hombro, pero sin dejar de retirarse.
—Esto ha sido una prueba —opinó Farl, con el visor abierto. También él se mostraba atónito—. Quizá no conocían el alcance de los arcos largos, o la magia de la que disponemos.
Un grito de entusiasmo se alzó de las filas de la Alianza. Azoun señaló el alto el fuego y observó el regreso de las mermadas tropas tuiganas, que se unían al cuerpo principal.
—¿Pérdidas? —preguntó Azoun mientras levantaba el visor.
—Han perdido unos cuatro, quizá cinco mil hombres —respondió el general después de echar una rápida ojeada al campo—. Los heridos duplican esa cifra. —Sacudió la cabeza—. El Khahan debe de valorar muy poco a sus hombres si permite que los maten sólo por una prueba.
—O quizá sus hombres lo valoran tanto que no les importa morir —lo corrigió Azoun—. Salvo por un instante durante la primera andanada, no vacilaron en el ataque. Esto ha sido como una práctica muy conocida para ellos. —Miró a la primera línea—. Que los capitanes cuenten nuestras pérdidas. Tal vez hemos conseguido espantarlos.
Contaron a los muertos mientras los sacaban de la línea. El rey no disimuló el alivio cuando se enteró de que sólo habían muerto trescientos en el primer asalto. La idea de que murieran los hombres bajo su mando preocupaba al monarca, aunque ello fuera inevitable.
Los heridos eran mucho más numerosos, si bien la mayoría de las heridas sólo necesitaban un vendaje o un hechizo sencillo. Muchos de los heridos presumían de los impactos sufridos, o invitaban a los camaradas a ver los escudos y las corazas perforadas por las flechas enemigas. Los sargentos dejaban que los hombres hablaran tranquilamente. Todos creían que el segundo ataque se produciría de inmediato, pero pasaban las horas sin novedad mientras el sol continuaba su ascensión.
Sobre el mediodía aparecieron las primeras bandadas de cuervos para cebarse en los cadáveres de hombres y caballos dispersos por el campo. La mayoría de los soldados bisoños se sorprendieron al ver la aparición de tantos pájaros. Algunos consideraban a los carroñeros como una señal de mala suerte o el resultado de la magia negra. Los mercenarios y los veteranos, en cambio, sabían que los cuervos no eran ninguna de esas dos cosas. Los grandes pájaros negros, tan comunes en los campos de Faerun, eran como cualquier otro animal; los atraía la comida, y una batalla siempre era una fuente de alimento abundante donde saciar el apetito.
De todos modos, los graznidos inquietaban a las tropas, y Brunthar tuvo que llamar al orden a algunos arqueros por malgastar proyectiles disparando contra los pájaros. También Farl se vio obligado a intervenir al escuchar que uno de los miembros de la guardia apostaba a ver sobre cuál de los cadáveres tuiganos se posarían los carroñeros.
—¡Aquí vuelven! —La advertencia fue recibida con un cierto alivio en las líneas occidentales.
—¡Por el puño de Torm! —exclamó Farl—. ¡Otra prueba! —Cerró el visor y levantó el escudo.
Los cuervos remontaron el vuelo ante el avance de los caballos. Azoun intentó no hacer caso de los graznidos mientras miraba la línea tuigana. Esta vez el número de jinetes duplicaba al anterior, de modo que las fuerzas estaban equilibradas.
Como la vez anterior, los arqueros dispararon dos andanadas sobre la caballería tuigana antes de que ésta se detuviera. Azoun ordenó a Brunthar que los arqueros dispararan nuevamente, y la tercera descarga cayó sobre los bárbaros cuando los hombres del Khahan se disponían a devolver los disparos. El resultado fue algo espantoso; los tuiganos cayeron como moscas, y numerosos jinetes no llegaron siquiera a disparar. Pero ésta no era la única sorpresa que el rey tenía reservada para la segunda carga bárbara.
Cuando los tuiganos se encontraban a menos de cincuenta metros de la primera fila de la Alianza y los arqueros lanzaban el contraataque, los magos entraron en liza.
Doscientas bolas de fuego surgieron de la retaguardia aliada y, con un chisporroteo ensordecedor, surcaron los aires para ir a caer sobre los atacantes. Las bolas de fuego estallaron al tocar los cuerpos de los tuiganos y el fuego líquido que contenían mató a centenares y ocasionó quemaduras terribles a muchos más. Si la hierba no hubiese estado húmeda por las últimas lluvias, un ataque semejante habría provocado un incendio descomunal. Así y todo, una infinidad de pequeñas hogueras aparecieron entre las filas tuiganas.
Poco acostumbrados al uso masivo de la magia, fueron muchos los tuiganos que vacilaron. Los asustados jinetes intentaron controlar a los caballos para emprender la huida, o disparar tal como les ordenaban. Los arqueros de la Alianza dispararon una vez más, y en la retaguardia un grupo de magos acabó los preparativos de un hechizo mucho más complicado.
En veintiocho lugares a lo largo de la carga tuigana estalló el suelo, y una lluvia de tierra y rocas cayó sobre los jinetes. De cada uno de estos agujeros salió una enorme criatura de piedra dotada con unos puños descomunales. Los rostros de estos seres carecían de expresión y los ojos hechos de gemas reflejaban la luz de los incendios alrededor del enemigo.
Azoun permaneció inmóvil mientras los elementos de la tierra se abalanzaban sobre la línea tuigana y dispersaban a caballos y soldados como si fuesen hojas secas. Con una altura entre los tres y los cuatro metros y medio, a las criaturas no les costaba nada acabar con todo lo que encontraban a su paso. Además, las flechas de los tuiganos ni siquiera alcanzaban a mellar los enormes cuerpos de piedra.