Authors: James Lowder
El rey no fue consciente de lo que ocurrió después. Más tarde recordaría vagamente que se había puesto de pie con la espada en alto. El único recuerdo claro que lo acompañaría durante el resto de su vida era el de la mirada de Yamun Khahan en el segundo anterior a la muerte. En los ojos del bárbaro no había miedo mientras la espada le atravesaba la coraza para hendirle el corazón.
La guardia de Azoun acabó con el resto de la escolta del Khahan. Para sorpresa de los occidentales, algunos de los tuiganos encerrados en la trampa optaron por rendirse al ver que su emperador había muerto. Alusair regresó junto al rey, con el estandarte enemigo en una mano. Azoun sintió una profunda sensación de orgullo y también de alivio mientras contemplaba cómo su hija quebraba de un golpe contra la rodilla el estandarte, para después arrojar el mástil partido y las colas de yac sucias de barro sobre el cadáver de Yamun.
Cuando al fin dejó de llover, las tropas tuiganas habían desaparecido en el horizonte o se habían rendido.
En las horas de tensión que siguieron a la batalla, los exploradores vigilaron de cerca la retirada de los tuiganos, atentos a cualquier actividad que pudiera significar el reagrupamiento de las fuerzas para otro ataque. Para Azoun, la espera de aquella tarde resultó mucho más terrible que el breve intervalo entre las dos batallas anteriores, cuando tenían el enemigo a la vista pero aún le quedaba mucho para llegar a las líneas de la Alianza. Sin embargo, a medida que transcurrían las horas, quedó claro que las fuerzas tuiganas —unos cincuenta mil hombres— habían aceptado la derrota.
Él ejército de la Alianza, integrado ahora sólo por diez mil soldados, era el vencedor.
—Tengo los últimos informes —anunció Alusair en cuanto entró en el puesto de mando improvisado en la retaguardia de las fortificaciones occidentales. La princesa, que se había quitado casi toda la armadura, vestía una sobreveste manchada de sudor y unos calzones mugrientos. Tenía el pelo rubio pegado en la frente y los hombros caídos por el cansancio.
Al rey Azoun el aspecto de su hija le pareció encantador. Aunque le dolía la pierna izquierda —se le había reabierto la herida durante la pelea con el khahan, y los clérigos acababan de curarlo—, Azoun se levantó al ver entrar a la princesa en el círculo de sillas de lona que marcaban el puesto de mando. El otro objeto era una mesa de madera cubierta de mapas, alrededor de la cual se encontraban los líderes occidentales supervivientes: Farl Bloodaxe, Brunthar Elventree, Vangerdahast y Vrakk.
—¿Cuál es la situación? —preguntó el rey, que salió al encuentro de Alusair.
—Los exploradores dicen que los tuiganos se dispersaron —contestó la princesa. Los generales miraron a la joven, que los saludó con un gesto—. Utilicé el brazalete mágico y al halcón para seguir a la fuerza principal. Se encuentran a kilómetros de aquí. Van hacia el este.
—¿La horda se dispersa? —Azoun suspiró aliviado.
—Así parece. Cada vez son más los grupos que se separan de la columna principal. Algunos probablemente son partidas de exploradores, pero no todos. Algunas bandas son expulsadas a la fuerza.
—Una señal de que han estallado las rencillas entre clanes —dijo Vangerdahast. Asintió pensativo—. Sin el Khahan para mantenerlos unidos, las facciones se embarcarán en una guerra destinada a conseguir el control del ejército.
—Estás hecho un experto en temas tuiganos —comentó Farl Bloodaxe.
—Lo sé gracias a Thom —replicó el hechicero—. Ha investigado todo lo que ha podido. Ahora mismo está con los prisioneros. Busca información para la historia de la cruzada.
La mención de los prisioneros provocó el malhumor de los generales. Brunthar y Vrakk miraron más allá del puesto de mando, hacia el lugar donde tenían a los setecientos prisioneros tuiganos. Las tropas enanas rodeaban la zona, y los clérigos que se ocupaban de los heridos entraban y salían. El monarca cormyta había encomendado la custodia de los prisioneros a los enanos de Tierra Rápida después de que acabaran de erigir el montículo funerario para el rey muerto, en parte porque confiaba en que cumplirían las órdenes y también porque había desacuerdos entre los humanos respecto a lo que iban a hacer con los prisioneros.
—Tendréis que adoptar una decisión sobre el destino de los prisioneros, majestad —comentó Farl—. Todo indica que los bárbaros no atacarán, al menos en los próximos días. No obstante… —El general negro se interrumpió sin acabar la frase, pero Brunthar Elventree lo hizo por él.
—¿Qué pasará si los tuiganos nos atacan otra vez? ¿Qué pasará si la retirada es sólo una añagaza?
—Ése no es el tema que nos preocupa, general Elventree —intervino Alusair—. Todo indica que la derrota de los bárbaros es definitiva. —Miró en dirección a los tuiganos—. Debemos decidir su destino.
—Muchos de los tuiganos se rindieron aunque no estaban heridos. En cuanto se enteraron de la muerte del Khahan se quedaron sin razones para combatir.
—Matar a todos —gruñó Vrakk, que desenvainó la espada como si quisiera hacerlo en el acto—. Nada de prisioneros.
Brunthar se apresuró a manifestar su apoyo a la moción del orco.
—Traeré a una compañía de arqueros para que acabe con esa chusma —susurró el hombre de Los Valles al oído del rey—. Se comen nuestras provisiones.
Azoun caminó a la pata coja hasta una silla, se sentó y unió las manos por la punta de los dedos mientras pensaba con la cabeza gacha.
—¿Cuál es la opinión del resto de vosotros? —preguntó por fin.
—No podemos matar a los prisioneros que pidieron clemencia —respondió Farl—. Nosotros hubiéramos deseado lo mismo en el caso de haber caído prisioneros de los tuiganos.
—Ellos nos atacaron —protestó Brunthar, como si eso tuviera una importancia especial—. Además, se trata de bárbaros, no de occidentales. Son los que mataron a un enviado porque se negó a beber leche agria. Son los guerreros que vinimos a detener en Thesk.
Vangerdahast se paseó arriba y abajo por el suelo fangoso, acariciándose la barba mientras pensaba. Después de un buen rato se volvió para mirar al rey.
—Si mantenemos a esos hombres como prisioneros nos veremos obligados a construirles un campamento detrás de nuestras líneas. —El hechicero hizo una pausa para echar una ojeada a las fortificaciones occidentales—. ¿Crees que las tropas querrán compartir las provisiones con los hombres que, esta misma mañana, intentaban matarnos a todos?
—¿Tú qué opinas, Allie? —le preguntó el rey a su hija—. ¿Qué dices al respecto?
La princesa deseaba dar su opinión, pero comprendió que su padre más o menos se imaginaba cuál sería. Alusair levantó las manos delante del pecho al tiempo que sacudía la cabeza.
—No, padre —contestó—. Mi consejo y las opiniones de tus generales ahora no cuentan. La decisión es exclusivamente tuya.
El rey contuvo una risa amarga, consciente de que Alusair lo ponía a prueba. En otros tiempos, Azoun no habría vacilado en sus juicios. En los días en que cabalgaba con los Hombres del Rey había impartido justicia de acuerdo con los dictados de su corazón puro. Su posición como monarca había cambiado todo aquello, y tanto el rey como la princesa lo sabían. Las concesiones hechas a Zhentil Keep para que se unieran a la cruzada eran sólo una más de una larga serie de faltas cometidas por «razones de estado».
—Conozco esa mirada, Azoun —exclamó Vangerdahast, que le apuntó con un dedo como acusándolo de un delito—. Si dejas vivir a los bárbaros se convertirán en una carga para el ejército. Y, si los tuiganos atacan otra vez, los prisioneros podrían escaparse y serían una amenaza para la vida de tus compatriotas, incluso para la de tu hija.
Desde luego, Vangy tenía razón, pensó Azoun. Siempre acertaba en las cosas lógicas y políticas. Pero nunca en cuestiones del corazón.
—Allie —dijo el monarca—, comunica a los clérigos que continúen cuidando de los prisioneros y les procuren cobijo.
Vrakk soltó un gruñido. Por su parte, Vangerdahast y Brunthar miraron asombrados al rey, que se había puesto de pie.
—¡Esto es una locura! —gritó Brunthar—. En Los Valles nunca dejaríamos a nuestros enemigos… —No pudo continuar porque Vrakk le tapó la boca con una mano peluda.
—Cuidado, hombre de Los Valles —le advirtió el orco. Apartó la mano de la boca del humano y se golpeó el pecho—. En Los Valles ser enemigos. Los zhentarim matar por insulto menor al que tú ahora decir. —Vrakk miró al rey—. Yo seguirte, Ak-soon —añadió con una mueca que dejó ver los dientes amarillos—, porque tú así mandar más hombres a lord Cyric. Él no preocuparse si ser tuiganos o no. —Dicho esto el comandante orco se marchó, quizá con la intención de reunirse con sus tropas.
La disputa silenció a Brunthar, pero no a Vangerdahast. El viejo hechicero se acercó al rey hasta que su rostro estuvo a sólo unos centímetros de la cara de Azoun.
—Esto es la guerra. No es momento para jugar a ser paladines. —Al ver que el rey no le contestaba, el mago desvió la mirada—. Teníamos que acabar así, lo sabía. No intentes explicármelo.
—No lo haré —respondió el monarca en voz baja. Encogió los hombros como única respuesta a la mirada de asombro de su viejo maestro—. Creo que no puedes entender los motivos, Vangy. Esto está relacionado con las cosas que debe defender un hombre bueno, no con la lógica ni las necesidades políticas.
—¿Me ocupo de recoger provisiones para los prisioneros? —le preguntó Alusair a su padre.
—Por favor. Y lleva al general Bloodaxe contigo —contestó Azoun. Miró al general—. Estoy seguro, Farl, de que podréis conseguir todo lo que haga falta para atender a los prisioneros. Vuestros hombres estarán contentos de donar lo que puedan. Después de todo, vinieron a luchar por una causa justa, ¿no es así?
—Es lo que me han dicho —replicó el jefe de infantería con una sonrisa irónica. Farl y Alusair saludaron al rey con una reverencia y se marcharon.
—Quiero que los hombres sepan que los prisioneros tuiganos tienen mi protección —le dijo Azoun a Brunthar—. Comunicadlo a sus arqueros por el bien de todos. A menos que los bárbaros consigan armas o intenten atacar a alguien, se los dejará en paz. ¿Está claro?
Brunthar dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra ni saludar al rey.
—Esto puede costarte todo lo que has conseguido —opinó Vangerdahast, enojado—. A los hombres no les hará ninguna gracia. Incluso podrían amotinarse.
—No, Vangy, no lo harán —afirmó Azoun, muy tranquilo—. La mayoría de los soldados están aquí para proteger a Faerun, para luchar en pro de la causa que les expliqué hace cuatro meses en el jardín real. —Señaló a las tropas, que mantenían la disposición de combate—. Aceptan que los lidere. Quizá no entiendan las razones por las que perdono la vida a los prisioneros, pero confían en mí. Cumplirán las órdenes. —El rey apoyó una mano sobre el hombro del anciano—. He pagado mucho por esta cruzada. Si hubiera acallado los rumores sobre mi «milagrosa fuga del campamento tuigano», los nobles no habrían realizado aquella carga fatídica. La muerte de Harcourt pesará sobre mi conciencia mientras viva, y sólo los dioses saben qué hará Zhentil Keep gracias a mi promesa de dejar en paz a la Ciudadela Oscura. —Hizo un gesto como si descargara las culpas que pesaban sobre sus hombros—. Hasta ahora mi único pecado es haber permitido que se cometan maldades. No mataré a los prisioneros, no porque los códigos de guerra digan que está mal, sino porque mi corazón dice que está mal, y mi corazón es el que defiende el código más importante.
Vangerdahast observó el rostro del rey por un instante. El soberano que se erguía desafiante ante él era el mismo que había comenzado la cruzada. Pero, aunque la barba canosa y las arrugas de la frente no mostraban diferencias, en los ojos oscuros brillaba una chispa que había estado ausente durante muchos años. Era el mismo fuego que había alumbrado los ojos de Azoun cuando era un joven caballero andante.
La luz del sol entraba por la única ventana de la cabaña en ruinas y los agujeros en el techo de paja. Los rayos iluminaban el desorden y la suciedad en el interior de la vivienda, pero Thom Reaverson no se daba cuenta. El bardo, iluminado por el sol, estaba sentado delante de una mesa improvisada, con toda la atención puesta en la redacción de las crónicas de la Alianza. Repasó lo que acababa de escribir.
Algunas de las tropas se mostraron disconformes con la decisión del rey sobre los prisioneros, pero las cosas no pasaron más allá de las protestas alrededor de las hogueras. La mayoría del ejército aceptó, como dijo el rey, que no matar a los tuiganos prisioneros era lo correcto. Por fortuna, los prisioneros no causaron problemas, y Azoun dejó en libertad a la mayoría de ellos cuando había transcurrido poco más de una semana.
Reaverson se golpeó suavemente la barbilla con el extremo de la pluma mientras pensaba en los párrafos siguientes. Al cabo de un instante mojó la pluma en el tintero y continuó con el trabajo.
Los enanos de Tierra Rápida enterraron a Torg, rey de su pueblo, en un montículo de piedra el mismo día de la Segunda Batalla del Camino Dorado. El lugar de descanso del Señor de Hierro se levanta a sólo unos metros de los árboles que tan buen servicio prestaron a la Alianza. Las piras en las que los clérigos incineraron los cadáveres de la batalla no dejarán marcas permanentes en el campo, pero también ellas ardieron cerca del lugar del conflicto.
Los enanos se marcharon al día siguiente. La princesa Alusair intentó convencerlos de que se quedaran, al menos hasta que el rey tuviera la seguridad de que los tuiganos no se agruparían para un nuevo ataque. «La batalla ha terminado», le respondieron. «Aquí no tenemos nada más que hacer.» Muchos soldados de la Alianza no lamentaron verlos marchar. Durante toda la campaña, se habían mantenido distantes y aislados.
«No entiendo cómo la princesa pudo luchar al costado de los enanos durante tres meses antes de la cruzada», pensó Thom. Por las descripciones de Alusair, el bardo se imaginaba a Tierra Rápida como un lugar triste y solitario, carente de toda esperanza. Resultaba difícil creer que alguien tan vital como la hija de Azoun pudiera vivir allí.
«Esto ocurrió antes de que la conociera —se dijo el bardo—, antes de la reconciliación con el rey.»
Sacudió la cabeza para librarse de las distracciones. Era la primera vez desde la Segunda Batalla del Camino Dorado, ocurrida hacía ya un mes, que disponía de tiempo para dedicarlo a la escritura. Tenía la intención de acabar con las notas sobre la cruzada antes de que el ejército emprendiera el camino de regreso a Cormyr. Se acomodó mejor en la silla y continuó con su trabajo de cronista.