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Authors: James Lowder

Cruzada (25 page)

BOOK: Cruzada
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Los clientes de las mesas más próximas soltaron la carcajada. El mercenario sembiano se levantó con una expresión de asombro. Mal, con el cerebro embotado por el alcohol, al ver lo que había hecho el hombre de Los Valles soltó una maldición y se puso de pie. Las ropas sucias y empapadas de sudor se le pegaban a los músculos como una segunda piel.

—No te ofendas —dijo el hombre de Los Valles al tiempo que le ofrecía la mano—. Vosotros tenéis vuestras tradiciones y nosotros las nuestras.

Jan vio que Mal tensaba el brazo, pero cuando comprendió que su amigo iba a atacar ya fue demasiado tarde para intervenir. El guerrero echó el brazo hacia atrás para coger impulso y después descargó un golpe tremendo. El hombre de Los Valles, con los reflejos adormecidos de tanto vino, no se apartó de la trayectoria de la jarra. Con un ruido sordo, la jarra de metal lo golpeó directamente en la cara y le destrozó la nariz y unos cuantos dientes.

El hombre de Los Valles se desplomó como un saco de patatas, y la sangre se mezcló con los restos del vino derramado. Se oyó el roce de una docena de espadas saliendo de las vainas, junto a un coro de imprecaciones e insultos. Mal, con la jarra sujeta en la mano izquierda, miró atontado a la víctima.

—Levántate —le ordenó con voz áspera mientras le daba un puntapié con la bota sucia de fango.

Jan el flechero se arrodilló junto al hombre de Los Valles y puso la oreja casi pegada a la boca ensangrentada.

—No respira —anunció, con lágrimas en los ojos—. ¡Estúpido! —gritó—. ¡Lo has matado por un trago de vino!

—El general te mandará a la horca por esto —afirmó el mercenario sembiano, que dio un paso atrás y enfundó la daga—. No dejará que este crimen quede impune.

La jarra abollada y manchada de sangre se estrelló contra el suelo con un sonido a hueco. Mal sacudió la cabeza y abrió la boca, pero, en lugar de decir algo, volvió a patear al hombre de Los Valles.

—¡Levántate, desgraciado! —gritó por fin—. No estás muerto.

Jan el flechero se puso de pie y se dio la vuelta al escuchar una conmoción cerca de la puerta del local. El dueño de la taberna, escoltado por dos soldados y un miembro de la guardia de la ciudad, se abría paso a empujones entre los parroquianos. El flechero reconoció a uno de los soldados. Era Farl Bloodaxe, comandante de la infantería de la Alianza.

—Sabía que esto acabaría por pasar —afirmó el tabernero. Señaló a Mal—. En cuanto lo vi entrar comprendí que era un mal sujeto.

—No vemos la hora de que vuestras tropas se marchen —comentó el guardia en voz alta. Como todos los demás guardias de Telflamm, éste vestía una sobreveste larga de color rojo vivo, ajustada a la cintura con un fajín de tela negra. El sombrero negro de copa cuadrada llevaba adornos de plata, e iba armado con un sable corvo de gran tamaño. El hombre apartó una silla con la punta de plata de la bota bien lustrada—. No habéis traído más que problemas a la ciudad.

—Ya es suficiente —lo cortó Farl. El general negro miró a su alrededor—. ¿Alguien quiere contarme qué pasó?

Durante quince minutos, Jan el flechero, Mal y unos cuantos más dieron su versión del incidente. Como era de esperar, Mal dijo que el hombre de Los Valles había desenvainado la espada. Nadie corroboró la historia, pero a Mal no pareció preocuparlo. Cuando Jan negó la veracidad de la excusa, el asesino entrecerró los párpados meneando la cabeza.

Mientras Farl conducía los interrogatorios, Jan se sintió dominado por la náusea. Nunca le había gustado Mal. De hecho, el flechero sólo había ido a buscarlo porque era un compatriota y conocido de Kiri. Aunque tampoco le desagradaba del todo. Sólo ahora entendía lo que era en realidad: un bruto borracho y pendenciero.

El destino de Mal quedó decidido en cuanto cometió el crimen. El soldado recuperó la serenidad en el acto, y permaneció callado, hasta un punto que resultaba desconocido para Jan. Le pusieron los grilletes, y Farl ordenó que recogieran y cremaran el cadáver del hombre de Los Valles. Antes de que el guardia de la sobreveste roja se llevara a Mal, el soldado cormyta se acercó al flechero.

—Creía que me apoyarías —le susurró Mal entre dientes—. Que respaldarías mi historia. Después de todo, tú y yo somos de la misma calaña.

—No —replicó el flechero tajante—. Te vine a buscar sólo porque los dos somos de Cormyr, pero…

—No me refiero a eso —lo interrumpió Mal. El guardia tiró de la cadena de los grilletes y apartó al soldado de Jan—. Me refiero a lo que hiciste a bordo del
Sarnath
. —El guardia dio otro tirón, y Mal le dijo colérico—: Para ya de tironear. ¿A qué viene tanta prisa por colgarme?

Jan el flechero observó atontado cómo los clientes se apartaban para dejar paso al guardia y a su prisionero. Lo invadió otra vez la náusea, y tuvo que sentarse. Los parroquianos volvieron a sus mesas y continuaron bebiendo, aunque no con tanto jolgorio como antes. Jan no podía dejar de pensar en las palabras de Mal. Después dirigió la mirada a la jarra abollada que seguía en el suelo, y la recogió. En sus recuerdos veía el arco largo y las flechas que había empleado para matar al marinero y al clérigo que habían subido a bordo de la nave apestada. Creía que su conciencia se había reconciliado con los hechos, pero ahora se preguntó hasta qué punto las órdenes de un oficial marcaban una diferencia entre aquello y el asesinato cometido por Mal.

Jan se guardó la jarra debajo de la capa y, sin demorarse ni un segundo más, salió de la taberna. Dirigió sus pasos hacia las afueras de la ciudad donde lo esperaba Kiri. Los recuerdos de los incidentes ocurridos en La lanza rota y el
Sarnath
no dejaron en paz al flechero a todo lo largo de la penosa marcha que lo separaba de la costa.

10
Pájaros de presa

El cadáver de Malmondes de Suzail permaneció colgado durante ocho días de la soga en el patíbulo improvisado al sur de Telflamm, como un terrible ejemplo de la justicia militar. En aquel mismo tiempo, Alusair y el ejército enano completaron la marcha hacia el sur a través de las verdes colinas del Gran Valle. Ahora, diez días más tarde y tras haber recorrido ciento doce kilómetros desde que se habían separado del rey Azoun, los soldados de Torg se encontraban en los lindes del bosque de Lethyr.

Torg, como había hecho cada noche desde el inicio de la marcha, iba de un clan a otro, marcados en el campamento con los estandartes de cada uno. Antes de que los soldados se fueran a ocupar los puestos de vigilancia o a dormir, el Señor de Hierro les explicaba los objetivos de la cruzada. Los orcos, le dijo al ejército, eran un mal necesario hasta el final de la guerra. Después, las bestias zhentarim, o lo que quedara de ellas, tendrían que vérselas con las tropas de Tierra Rápida para responder por sus insultos.

Mientras los soldados de Tierra Rápida montaban el campamento, Alusair contempló la masa oscura del bosque por el lado este. Hasta entonces, los enanos habían marchado a través de campiñas, donde los árboles eran escasos, así que los bosques les parecían un obstáculo insalvable. Aunque la ruta más directa para llegar al punto de reunión con el ejército de la Alianza era la que pasaba por el bosque, el Señor de Hierro no quiso ni oír hablar de llevar a las tropas por allí.

—Sólo los elfos y otras criaturas poco dignas de confianza residen en los bosques —le comentó el Señor de Hierro a la princesa—. No pondré a mis soldados en peligro llevándolos por un camino que puede ser el paraíso de las emboscadas. Continuaremos hacia el sur, rodearemos el bosque y luego torceremos en dirección este.

Alusair no tenía muy claro a quién se refería el Señor de Hierro cuando hablaba de la posibilidad de una emboscada, pero tampoco le importaba. La inflexibilidad de Torg en este asunto sólo servía para aumentar la vaga pero cada vez mayor inquietud que le provocaba el ejército enano. Nueve meses antes, a mediados de otoño, Alusair había ido a las Montañas Tierra Rápida en busca de un artefacto perdido. En cambio, se encontró con un pequeño y muy orgulloso grupo de enanos empeñados en la defensa de su ciudad subterránea casi en ruinas frente a una horda interminable de orcos y goblins malvados. Interesada siempre en la defensa de una causa noble, la princesa se unió a la batalla. Sus conocimientos de estrategia militar, aprendidos de su padre cuando era una niña, resultaron muy valiosos para los enanos de Tierra Rápida. Pusieron en fuga a los orcos y salvaron la ciudad en ruinas.

La mayor parte del tiempo que Alusair había pasado con los enanos lo había dedicado a combatir contra orcos y goblins. La princesa nunca había sentido por los soldados otra cosa que no fuera el respeto y la camaradería que se tiene por el aliado en la batalla. Hasta ahora.

A Torg le importaba muy poco el duro trance emocional que padecía la princesa. Ella había intentado hablar del tema con el Señor de Hierro durante el primer día de marcha, pero el enano no le había hecho ningún caso. Alusair sabía que eran pocos los enanos que tenían una familia; los orcos y los goblins habían matado a la mayoría de las mujeres y niños de Tierra Rápida hacía años. Incluso la reina de Torg había muerto en una batalla ocurrida hacía quince años.

«Pero eso no justifica que sean tan insensibles», se dijo Alusair con la mirada puesta en un halcón solitario que se elevaba a la luz del crepúsculo. El ave se alejó del bosque para volar en círculos por encima del campamento, pero de, vez en cuando se escuchaban sus graznidos, que daban una nota triste en la placidez de la noche veraniega.

La princesa suspiró y después se dirigió hacia su tienda, mientras pensaba que habían pasado cuatro meses desde que Torg había enviado a Azoun la carta en la que aceptaba aportar tropas a la cruzada a finales del invierno. El año se consumía tan rápido como el vuelo del halcón.

Uno de los centinelas le hizo un gesto de saludo cuando la princesa pasó a su lado. Aparte de algunas órdenes sueltas, y los ruidos inevitables que hacían los enanos al montar las tiendas y encender las hogueras, el campamento estaba en silencio. Antes, Alusair había disfrutado con el silencio y la paz de los campamentos enanos; ahora le dejaba demasiado tiempo para pensar, y esto era lo que menos deseaba.

Las acciones de Azoun la intrigaban y también la apenaban un poco. Desde luego había esperado una discusión tensa sobre su abandono del palacio. Sin embargo, no había considerado posible que el rey admitiría su derecho a controlar su propia vida. Había estado dispuesta a mostrarse como la parte ofendida, a dejar bien claro que sus acciones no diferían mucho de las de su padre durante la juventud. Miró el anillo que le había entregado Azoun y soltó un taco.

Unos meses atrás, la actitud menos dogmática de su padre respecto a su independencia habría significado una fácil reconciliación, pero no ahora después de lo que Alusair había visto en el campamento de los enanos. Su padre se había aliado con los orcos, las criaturas del mal. Consideraba la alianza como un acto imperdonable, una bajeza moral con fines políticos. La princesa ya no sabía si quería reconciliarse con Azoun; ya no lo veía como el hombre noble y bueno que recordaba de cuatro años atrás.

«¿Qué debo hacer?», se preguntó una y otra vez. Pero no se le ocurrió ninguna respuesta.

Por fin la princesa llegó a la tienda a oscuras. Por un momento pensó valerse del anillo para ponerse en contacto con Vangerdahast y Azoun, pero desistió de hacerlo. En cambio, se acostó con un oído atento a los graznidos del halcón en la oscuridad. Alusair dedujo por la lejanía del sonido que el pájaro regresaba al bosque, aunque todavía lo escuchaba cuando se quedó dormida.

La lluvia que cayó durante la noche no despertó a Alusair, si bien sus efectos se hicieron sentir en las articulaciones de la muchacha cuando se levantó a la mañana siguiente. El día amaneció gris, y una muy leve llovizna caía sobre el campamento. Con la indiferencia y la eficacia habitual, las tropas de Tierra Rápida desmontaron el campamento y reanudaron la marcha. Alusair se unió a ellas, silenciosa y cabizbaja.

Los tres días y noches siguientes transcurrieron de la misma manera. Los enanos marchaban entre dieciséis y veintitrés kilómetros cada día, toda una hazaña para un ejército de dos mil soldados y una caravana de abastecimiento. Alusair estaba segura de que las tropas de Azoun no avanzaban más de ocho kilómetros en una jornada. Los enanos estaban mucho mejor organizados y casi no hacían paradas para descansar o comer. También llevaban menos carretas que los humanos, cosa que facilitaba la movilidad, y los tiros de las carretas los integraban ponis de la montaña o mulas. La mayoría de los enanos cargaban con bultos muy grandes aparte de llevar las armaduras y las armas.

Después de una quincena de lo que entendía como un avance a marcha forzada, Alusair se preguntó si podría mantener el ritmo. Lo mantuvo, aunque a costa de los calambres musculares y las llagas en los pies.

Cada noche, antes de quedarse dormida, la princesa observaba cansada los bosques situados al este. Los halcones parecían seguir a los enanos, y Alusair descubrió que contemplar el vuelo de las magníficas aves de presa la relajaba. La hacían sentirse libre y, lo que era todavía más importante, le hacían olvidar los problemas, aunque no fuera más que por unos minutos.

Una noche muy calurosa, la princesa se sentó a una centena de metros del campamento, cerca de los árboles. Un halcón volaba en círculos por encima de su cabeza. Por un momento se preguntó si el pájaro era el mismo que había visto la primera noche. Era posible, decidió Alusair sin dejar de mirar el vuelo del pájaro. El paso de los enanos espantaba a ratones y conejos más que suficientes para alimentar a una docena de aves de rapiña.

De pronto, el anillo que llevaba Alusair mostró un fulgor intenso. La princesa puso una mano a modo de pantalla; en la oscuridad, la luz era como un faro de guía para cualquier criatura que rondara por los alrededores, y los campamentos eran una fuente de alimento para lobos, chacales y otros carroñeros. Alusair contaba con la experiencia suficiente para saber que era una imprudencia subestimar a esas criaturas.

¿Allie?

La princesa miró el anillo, intrigada. Había escuchado la voz de su padre en la cabeza. Alusair no tenía problemas con la magia, pero no conocía nada parecido a esto.

Princesa, ¿nos oyes?
Esta vez las palabras eran de Vangerdahast. Alusair notó un zumbido molesto en los oídos, pero no le dio mayor importancia, suponiendo que sería algún efecto secundario del hechizo.

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