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Authors: James Lowder

Cruzada (29 page)

BOOK: Cruzada
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Ésta era la cuarta carta que Vangerdahast le enviaba a la reina desde que las tropas habían salido de Telflamm un mes antes. Como todos los demás encantamientos, los hechizos de comunicación sólo estaban autorizados en casos de emergencia. Sin embargo, el hechicero le había prometido a la reina mantenerse en contacto e informarle de la marcha de la cruzada. Vangerdahast aborrecía llamarlos informes, y utilizaba cualquier otra palabra para describirlas: misivas, cartas, notas, incluso despachos. De hecho, las cartas eran informes, y Azoun se valía de ellos para reírse de su amigo.

El monarca sabía que su esposa le había pedido al consejero que la mantuviera informada; se lo había dicho la propia Filfaeril. No era porque temiera que su marido no le escribiera —él le enviaba una carta cada diez días—, o que fuera a ocultarle alguna cosa. La reina sabía que Azoun nunca le mentiría, pero al mismo tiempo comprendía que las cartas del marido distarían mucho de ser objetivas, sencillamente por el hecho de que a Azoun le sería imposible mostrarse objetivo. En cambio, Vangerdahast sería de una imparcialidad intachable a la hora de valorar la situación de los cruzados.

El hechicero se acostó para descansar un rato antes de la cena. Apenas si había cerrado los ojos, cuando una conmoción en el exterior lo despertó bruscamente.

—¡Reunid a los generales! —gritó alguien.

—¿El rey está en su tienda? —preguntó otro.

Los gritos se mezclaron con los ruidos de las carreras por el fango. Vangerdahast se sentó en el catre, e intentaba despertarse del todo cuando Thom Reaverson entró en la tienda. La túnica del bardo apenas si mostraba las salpicaduras de la lluvia, como una prueba de la velocidad con que había corrido desde el pabellón real hasta la tienda del hechicero.

—Ha vuelto uno de los emisarios —le informó Thom.

—¿Uno? —Vangerdahast se levantó mientras se frotaba los ojos—. ¿Dónde está el otro?

—Muerto —respondió el bardo, con una expresión adusta—. El Khahan lo mató esta mañana, apenas nuestros hombres llegaron al campamento tuigano.

Vangerdahast se llevó una mano a la frente. El brusco despertar y los ruidos le habían provocado un fuerte dolor de cabeza. Con un esfuerzo para sobreponerse al dolor, siguió a Thom hasta el pabellón de Azoun, donde se encontraban reunidos los generales para escuchar el informe.

El explorador superviviente —un capitán cormyta— estaba sentado en el centro del pabellón rodeado por Azoun, Farl Bloodaxe, Brunthar Elventree y lord Harcourt. Un clérigo se ocupaba de las heridas en la frente del capitán, pero el hombre continuó con el informe mientras le ponían ungüentos en las heridas y le vendaban la cabeza.

—Son monstruos, su alteza —le escucharon decir Thom y Vangerdahast al entrar en la tienda. El capitán miró a los presentes—. Cuando encontramos a los exploradores, Kyrok, el theskano que me acompañaba, les dijo que llevábamos un mensaje para su líder. Se rieron pero nos llevaron al campamento.

El clérigo le alcanzó una ampolla con un líquido ámbar claro que el soldado se bebió en el acto. Sin más interrupciones y dominado por una gran agitación, continuó con el informe. Describió a Yamun Khahan como un loco de atar, que había tratado a los emisarios con el mayor de los desprecios. El soldado de Thesk se había negado a beber un líquido lechoso, de olor agrio, convencido de que intentaban envenenarlo, y el Khahan y los generales se habían puesto furiosos. El soldado había sido ejecutado en el acto.

—Uno de los magos rojos de Thay estaba presente en la reunión, aparte del historiador del Khahan y los generales —añadió el capitán—. Son todos salvajes. —Inclinó la cabeza—. Lamento haberos fallado, su alteza. Pienso que sólo me dejaron vivir para traeros el mensaje.

—¿De cuántos soldados dispone? —preguntó Azoun con voz serena.

—Por lo menos de unos cien mil, tal vez más. —Encogió los hombros—. Los exploradores nos llevaron directamente a la presencia del Khahan y no tuvimos tiempo de ver el campamento.

El rey no formuló más preguntas, y al cabo de un momento despidió al soldado herido y al clérigo. Los generales se sentaron en las sillas dispersas por el pabellón, mientras Thom ocupaba la posición habitual junto a la puerta.

—Lamento la tardanza —se disculpó Vangerdahast en cuanto los demás acabaron de acomodarse—. ¿El Khahan envió algún mensaje con el emisario?

El hechicero advirtió que los líderes militares fruncían el entrecejo. Azoun lo miró a los ojos y mantuvo el contacto por un segundo, lo suficiente para que Vangerdahast adivinara qué quería Yamun Khahan y cuál sería la respuesta del monarca.

—El capitán me dio el mensaje antes de tu llegada, Vangy. Yamun Khahan quiere que vaya a su campamento. —Azoun entrelazó las manos y comenzó a pasear por el pabellón—. Me garantiza la seguridad y afirma que la única manera de evitar «la muerte de mi ejército y la destrucción de mis tierras» es reunirme con él en persona.

Vangerdahast también frunció el entrecejo, pero su expresión era más preocupada y dolida que la de los demás generales. Por un instante consideró la posibilidad de tachar todas las cosas buenas que había escrito sobre el monarca en la carta a Filfaeril; después decidió que no tenía importancia.

—Y tú irás.

Esto lo dijo no como una pregunta sino como una afirmación. Todos los presentes conocían a Azoun lo bastante como para saber que aceptaría la invitación de Yamun Khahan.

Dejó de llover en algún momento de la noche, y, a primera hora de la mañana, sin tomar en cuenta las objeciones de todos los consejeros, el rey Azoun partió hacia el campamento enemigo. Era consciente del peligro, pero no lo preocupaba. No habría propuesto la cruzada de haber tenido miedo a la muerte. No, Azoun tenía muy claro que ésta era la última oportunidad de encontrar una salida pacífica.

No obstante, el rey tampoco se engañaba sobre los resultados del encuentro. No creía que pudiera conseguir la paz. Lo único que esperaba en realidad era que la magia de Vangerdahast lo mantuviera seguro lo suficiente para retrasar el ataque de la horda bárbara durante un día más. Esto le daría tiempo a Torg para reunirse con el resto de la Alianza. Azoun necesitaba todas las tropas posibles si aspiraba a la victoria en la próxima batalla.

Vangerdahast, Thom Reaverson y una guardia de cincuenta soldados escogidos, que vestían corazas metálicas y sobrevestes de seda con el escudo del dragón púrpura, cabalgaban con el rey, la mayoría en caballos prestados por la caballería de lord Harcourt. Pasaron en silencio entre el montón de tiendas, hogueras y corrales que formaban el campamento de la Alianza, y los soldados cormytas saludaron el paso de su monarca con grandes reverencias. Los mercenarios y los hombres de Los Valles se limitaron a saludarlo, porque consideraban ridículas las reverencias.

Cuando el grupo llegaba a las afueras del campamento, Vrakk se interpuso en el camino. El líder de los orcos iba acompañado por una docena de soldados de su raza.

—Ir contigo, Ak-soon —anunció Vrakk, y para rubricar sus palabras descargó un puñetazo sobre el pecho de la coraza.

Vangerdahast abrió la boca dispuesto a responder al orco, pero Azoun se le adelantó.

—Muchas gracias por vuestra oferta, comandante Vrakk —respondió el monarca, en voz bien alta para que lo escucharan los humanos que se acercaban a contemplar la escena. Azoun hizo una pausa para buscar una excusa que le permitiera rechazar la oferta sin ofender a los orcos—. Pero necesito que montéis la guardia en este lugar en previsión de un ataque sorpresa de los bárbaros durante mi ausencia.

—De acuerdo, Ak-soon. Nosotros esperar aquí —dijo Vrakk, que observó al monarca con un ojo cerrado. Se apartó y la comitiva siguió su camino. El rey saludó al jefe orco con una inclinación de cabeza cuando pasó a su lado.

Azoun admiró la valentía de los orcos, porque muy pocos hombres se habían mostrado dispuestos a acompañarlo en este viaje tan peligroso. Sin embargo, el rey comprendía que los orcos podían provocar un conflicto en el campamento tuigano por el mero hecho de estar presentes. Si Yamun y sus hombres se parecían en algo a los enanos —o incluso a las tropas de la Alianza— ver a un orco bastaría para comenzar una batalla.

La comitiva dejó atrás la zona principal del campamento, que acababa en las tiendas de los orcos, y entró en los terrenos ocupados por los refugiados y malhechores que acompañaban al ejército. La presencia de los regimientos atraía la presencia de prostitutas, traficantes del mercado negro, y ladrones. También había un pequeño grupo de desocupados que intentaban ganar unas monedas al servicio de los caballeros, y de muchachos ansiosos de aventuras. Pero la mayoría de las personas reunidas en este lugar eran campesinos y comerciantes que huían de los bárbaros.

La visión de los hombres, mujeres y niños acurrucados en los cobijos improvisados o viviendo al aire libre, expuestos a los elementos, entristeció al monarca. Había ordenado a los oficiales que realizaran una colecta para los desamparados, pero la multitud era cada vez mayor y los escasos aportes de los soldados no servían para nada. Ni siquiera la derrota del enemigo devolvería a estas personas sus hogares ni los seres queridos.

—Es una visión muy triste —le dijo alguien a Azoun. El monarca se volvió de inmediato y vio a Thom Reaverson a su lado. La tristeza en el rostro del bardo reflejaba la congoja que sentía Azoun—. Vine aquí hace dos noches para contarles algunas historias a los refugiados, sólo para hacerles olvidar por unas horas las penurias que sufren. Están contentos de vuestra presencia, mi señor. Sois un héroe para todos ellos.

El comentario no consoló al rey. Veía el dolor y el sufrimiento a su alrededor, y le dolía saber que no podía hacer nada por los refugiados.

—La guerra no ayudará a estas gentes —respondió en voz baja sin apartar la mirada de los rostros hambrientos.

—No, quizá no —señaló Thom—. Pero sólo vos con las tropas de la Alianza podéis evitar que el número de refugiados aumente impidiendo que los tuiganos arrasen el resto de Thesk.

Al ver que Azoun no contestaba, Thom tiró de las riendas y dejó que el rey lo adelantara, pues era obvio que deseaba estar solo. Azoun reflexionó sobre lo que acababa de ver en el campamento de refugiados. Le daba lo mismo que toda esa pobre gente no fueran súbditos suyos. Se imaginó las mismas escenas en Cormyr, en la propia Suzail, con el resto del ejército atrincherado en el castillo mientras los habitantes de la ciudad se apiñaban junto a las murallas implorando protección.

Lo dominó la cólera, y de pronto no deseó otra cosa que encontrarse cara a cara con el Khahan, dispuesto a batirse en un combate a muerte. «No, no puedo ayudar a todos aquellos que ya han sido víctimas de los tuiganos —pensó—. Pero Thom tiene razón: puedo evitar que los bárbaros hagan daño a nadie más.»

Este pensamiento alimentó el fuego en el corazón de Azoun mientras clavaba las espuelas al caballo para avanzar al galope. La comitiva no tardó en dejar atrás el campamento de refugiados y avanzó a buen paso por el Camino Dorado. Esta ruta comercial, por la que circulaban la mayor parte de las riquezas de Thesk, era una carretera de tierra apisonada por el uso. Azoun y su escolta eran los únicos que cabalgaban hacia el este en medio de una riada de refugiados que iba en dirección contraria. También eran muchos los que escapaban a través de los campos donde ya habían cosechado el trigo.

Azoun había calculado por las estimaciones del capitán cormyta que tardarían casi todo el día en llegar al campamento enemigo. Sin embargo, después de sólo una hora de marcha por el camino, el rey observó que el número de refugiados era cada vez menor. Al mediodía, un grupo de once tuiganos apareció en la carretera.

Sin perder ni un segundo, Vangerdahast, agotado y dolorido por la marcha, utilizó el hechizo que le permitiría conversar y entender la lengua tuigana. Por su parte, Azoun y Thom repasaron las palabras del saludo tuigano. Todos los soldados desenvainaron las armas.

Cuando estuvo más cerca, Azoun vio que el grupo de bárbaros estaba formado por diez soldados, todos con armaduras negras, botas enfangadas y gorros cónicos forrados de piel y rematados en una borla roja. No parecía molestarlos el calor del sol. El undécimo hombre era muy delgado y calvo, con unas facciones mucho más delicadas que las de los nómadas amarillos que lo rodeaban. El hombre calvo sonrió amablemente y se apeó del caballo cuando el rey estuvo a unos diez metros de distancia.

—Salud, Azoun, rey de Cormyr —dijo en lengua común—. Estoy aquí como portavoz de Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Escuchad mis palabras como las suyas. —Saludó al monarca con una reverencia que provocó el disgusto de sus acompañantes.

El rey cormyta, mientras daba gracias a los dioses por no tener que utilizar los muy escasos conocimientos de la lengua bárbara, asintió en respuesta a la reverencia del emisario. Después miró a los soldados tuiganos dominado otra vez por la cólera.

—¿Dónde está vuestro señor? —preguntó con un tono desabrido.

—Yamun Khahan nos espera —contestó el hombre calvo, tras volver a montar—. Os invita al campamento bajo su protección.

—¿Y mis guardias?

—También son bienvenidos —replicó el emisario, con un gesto que abarcaba hasta el horizonte—. El Khahan supuso que traeríais una escolta. No olvida que sois un gran jefe militar. —Hizo girar al caballo y apuntó hacia el este—. Nuestro campamento no está lejos. Por favor, seguidme, alteza.

Azoun vaciló sólo un momento antes de seguirlo. Vangerdahast y el bardo se situaron detrás del rey, y los guardias cormytas formaron un círculo alrededor de los tres hombres. Los diez soldados tuiganos se dividieron en dos grupos cuando los occidentales acabaron los preparativos. Cinco ocuparon la retaguardia y los cinco restantes cabalgaron por delante del portavoz calvo.

Al cabo de una media hora de marcha por el camino cada vez más empinado y lleno de baches, Azoun vio otros grupos de jinetes, que se movían al sur y al norte de la carretera, a través de los campos y las arboledas. El monarca sólo veía las siluetas oscuras, pero supuso que sólo podían ser tuiganos porque los últimos refugiados se encontraban muy atrás.

Azoun miró a Vangerdahast por encima del hombro para formularle una pregunta, y vio que el anciano barrigón dormitaba en la montura. Thom lo tocó en el hombro para despertarlo, y el hechicero miró al rey con los ojos velados y llorosos.

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