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Authors: James Lowder

Cruzada (24 page)

BOOK: Cruzada
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Pero, antes de que el monarca pudiera contestar, Torg golpeó la mano de Vangerdahast con el plano de la espada.

—No realizarás hechizos en mi tienda —gruñó—. Además, Alusair está en todo su derecho a decidir cuál será su destino.

—Ya he aguantado más que suficiente —protestó el hechicero frotándose el dorso de la mano. Miró el lugar donde lo había golpeado la espada de Torg; un verdugón rojo le cruzaba los dedos y el dorso hasta la muñeca—. A ti tendría que darte vergüenza desobedecer a tu padre de esta manera.

—Soy su padre, no su amo —observó Azoun en voz baja desde la entrada del pabellón—. Ella… —Miró el rostro de Alusair por un momento, y tomó buena cuenta de la firme determinación que se reflejaba en la mirada—. Ella puede tomar sus propias decisiones.

—Yo tenía razón desde el principio, y ahora tu rey se da cuenta —le dijo Torg a Vangerdahast con una mirada de rencor.

El hechicero no hizo caso al Señor de Hierro. Sólo tenía ojos para Azoun y la hija, que estaban separados por unos pocos pasos pero para el caso la distancia podría haber sido de kilómetros. Alusair parecía sorprendida por las palabras del padre. El rey, en cambio, mostraba una expresión dolida, como si aceptar la libertad de la princesa le produjera un dolor físico.

—Vamos, Vangy —dijo el rey, por fin—. Hay que llevar a las tropas a Telflamm. —Se detuvo por un momento para mirar a Alusair—. Tendremos que estar en contacto contigo —añadió. Se quitó el anillo del dedo y se lo ofreció a su hija—. Cógelo.

La princesa se acercó vacilante. De pronto sonrió con timidez.

—El anillo está encantado, ¿verdad? —preguntó.

—¿Qué esperabas? —replicó el monarca, un poco más animado al ver la sonrisa de Alusair—. Y, como ocurrió con el anillo anterior, si lo arrojas al fondo del mar el hechizo no servirá de nada. Así que ten cuidado.

Alusair se quitó el anillo de oro que evitaba el rastreo mágico y se colocó el anillo con el sello del monarca.

—Te veré en Thesk.

—Cuídate mucho —le pidió el rey antes de volverle la espalda.

En aquel instante, la princesa estuvo a punto de dar un paso para alcanzar al padre y darle un abrazo de despedida antes de que saliera del pabellón de Torg. Pero no lo hizo. Mientras regresaba a su tienda, Alusair se preguntó por qué no había podido abrazar a su padre.

Los enanos llevaban dieciocho horas de marcha cuando Azoun por fin llegó al puerto de Telflamm. El sol asomaba por el horizonte; los primeros rayos iluminaban con una luz débil el contorno de las cúpulas aplastadas que eran una característica de la ciudad. En los muelles todavía estaban encendidas las antorchas, y en la numerosa flota fondeada en la rada se veían los destellos de las lámparas de los marineros que hacían la guardia.

Los bajeles cormytas estaban otra vez vacíos después de descargar a las tropas orcas en las playas al sur de la ciudad. Azoun y Vangerdahast sabían que no les quedaba otra elección; los soldados zhentarim eran capaces de provocar graves disturbios en la ciudad. Ahora, lo único que debía hacer el rey era reunir a su propio ejército y llevarlo hacia el este, sin embargo esto resultó mucho más difícil de lo que había pensado.

Telflamm ofrecía muchísimas distracciones a los soldados y marineros de la Alianza, la mayoría de los cuales nunca habían viajado a lugares lejanos. Los refugiados que escapaban del avance de los bárbaros —que ahora se encontraban a menos de ochocientos kilómetros al este— abarrotaban las calles. Junto con los refugiados llegaron el vicio y la corrupción. Florecían los ladrones y el mercado negro de ropa, comida e incluso seres humanos. Los prostíbulos aparecían como setas por toda la ciudad, a menudo al lado mismo de los ruedos donde los locos y los bravucones luchaban a muerte por un puñado de oro. La guardia de la ciudad, incapaz de poner orden entre tantos soldados y refugiados, optó por dejarse sobornar y hacer la vista gorda.

—No me importa si la guardia local no sirve para nada —protestó Azoun. Miró enfadado a lord Harcourt, comandante de la caballería aliada—. ¿Por qué los nobles no han tomado medidas? Tendríamos que tener una policía militar. —El rey se paseó enfadado por el puesto de mando instalado en las oficinas del gobierno de Telflamm.

—Veréis, majestad. Se trata… ah, esteee… —comenzó Harcourt sin saber muy bien qué excusa dar. Para su suerte, Brunthar Elventree acudió en su ayuda.

—Lo que lord Harcourt quiere decir es que sus hombres están con los míos; borrachos perdidos en algún callejón, o disfrutando del día en los prostíbulos. —El general pelirrojo sonrió—. No acabo de entender cuál es el problema. Si nos hacéis pelear al lado de los orcos, no veo qué mal puede haber en un poco de jolgorio.

—Ya es suficiente, general Elventree —le reprochó Azoun tajante—. Otro comentario como ése y os relevaré del mando por insubordinación. —Se acercó al hombre de Los Valles con cara de pocos amigos—. Necesito vuestra cooperación ahora más que nunca. Acepté que los orcos luchen a nuestro lado contra los tuiganos, y vos haréis lo mismo. ¿Está claro?

Brunthar dejó de columpiarse en la silla. La poca luz que suministraba el candil resaltaba las sombras del rostro; enmascaraba la expresión, pero le daba un aspecto de demonio.

—Sí, su alteza —respondió.

—Muy bien, entonces no hay nada más que discutir —afirmó el monarca—. La cruzada hace aguas. Si queremos enfrentarnos a los tuiganos, lo más urgente es llevarnos a los hombres de aquí. —Azoun hizo una pausa, y después volvió a mirar al hombre de Los Valles—. General Elventree, dado que vuestros hombres están tumbados en los callejones junto a los de lord Harcourt, os encargaréis entre los dos de reunir a las tropas. ¿Alguna pregunta?

—No, majestad —contestó el general con una sonrisa al escuchar la crítica al noble.

Lord Harcourt llevaba toda su vida dedicado a la milicia y comprendía perfectamente cuáles eran las intenciones del rey. Aunque le disgustaba la gente de Los Valles, sabía que Azoun debía transformar el ejército en una unidad.

—A vuestras órdenes, su alteza —dijo con su mejor tono. Se acomodó la cota de malla y saludó al rey con una reverencia.

—Bien —manifestó Azoun—. Buscaré a Vangerdahast y a Farl, y entre todos haremos lo que esté a nuestro alcance desde aquí. —En el momento en que los generales se disponían a salir, añadió—: Quiero que el ejército esté en camino mañana al mediodía, a más tardar.

Brunthar Elventree y lord Harcourt juzgaron que no era posible, pero se callaron la opinión. En cambio, salieron a la calle y comenzaron a buscar soldados lo bastante sobrios como para utilizarlos de policía. Por suerte tuvieron más éxito de lo esperado. La ciudad ofrecía diversiones de todo tipo, pero las tropas mercenarias pagadas por los sembianos eran veteranas y por lo tanto no se dejaban engatusar fácilmente por los vicios de un puerto de llamada. En menos de veinticuatro horas, el grueso del ejército de la Alianza estaba reunido en la zona sur, fuera de las murallas de la ciudad.

Jan el flechero no ocultó la satisfacción que le produjo la medida. Aunque él, como muchos de los compañeros, nunca había salido de Cormyr, era poco dado a beber en exceso y nunca participaba en otros vicios, ni aun cuando estaba en casa. ¿Qué necesidad tenía de comenzar ahora? Después de todo, Telflamm no le ofrecía nada que no pudiera conseguir en Suzail. El precio era más alto en Cormyr, y los vicios no se anunciaban con tanta libertad, pero esto significaba poca cosa para el flechero.

En cambio, para muchos de los compatriotas de Jan la invitación al libertinaje fue irresistible. Mal era uno de los que no hacía otra cosa que beber y pelear. Incluso se había inscrito como participante en un duelo a muerte en uno de los circos. Jan y Kiri lo habían convencido para que no luchara aunque ambos habían tenido la tentación de dejarlo pelear y verse libres de él para siempre. El flechero lo había visto por última vez en una tabernucha llamada La lanza rota.

Ése era el local que buscaba Jan mientras recorría los callejones llenos de basura de la zona portuaria. Por todas partes no había más que refugiados y pordioseros. Algunos ofrecían productos del mercado negro o servicios a cambio de dinero, otros sólo mendigaban las monedas que les permitirían subsistir un día más. Las súplicas desgarraban el corazón del flechero, pero ya no metía la mano en la bolsa para dar una limosna a los niños hambrientos o los viejos enfermos, pues no tenía más dinero. Había repartido casi toda su fortuna el primer día en tierra, y el resto se lo habían robado.

Jan recordó con añoranza el mercado de Cormyr. ¡Qué diferencia con la miseria de Telflamm! Miró el trocito de cielo que se divisaba entre los edificios casi en ruinas a ambos lados del callejón, y pensó con amargura que era mejor así. Los rayos del sol sólo hubiesen servido para que la basura se pudriera más aprisa.

Aceleró el paso y no tardó en llegar a La lanza rota. Un ladrón rebuscaba en los bolsillos de un miliciano borracho caído delante de la puerta. Al advertir la presencia del flechero, el ladrón abandonó a la víctima y se dio a la fuga. Jan se alegró al verlo escapar porque no sabía qué habría hecho si el ladrón le hubiera plantado cara. Comprobó que el soldado estaba vivo antes de entrar en el bar.

La lanza rota era un lugar pequeño y oscuro. Por las ventanas sucias de hollín entraba un poco de luz y el resto lo suministraban unas cuantas velas de sebo colocadas en las mesas. En la pared opuesta a la puerta ardía un fuego que desprendía un humo aceitoso y maloliente. La nube de humo se mantenía junto al techo y poco a poco se escapaba por los huecos del tejado. Las risotadas, las canciones obscenas y las maldiciones formaban el ruido de fondo. Las ratas iban y venían por el suelo sin que los clientes se molestaran en echarlas.

Jan vio a Mal de inmediato. El gigantón estaba echando un pulso en una de las mesas. Unos cuantos espectadores aplaudían o maldecían según la suerte de su favorito, pero la mayoría de los parroquianos bebía cerveza aguada sin meterse en los asuntos de los demás. Mal derrotó al oponente cuando Jan llegaba a la mesa: el soldado estrelló la mano del hombre contra la mesa, y el golpe hizo derramar el vino del odre que había allí. Los perdedores pagaron las apuestas, y los espectadores volvieron a sus mesas. Mal se limitó a saludar a Jan con una inclinación de cabeza mientras se frotaba la mano.

—Nos vamos mañana antes del mediodía —le informó el flechero en voz baja. Se quitó el sombrero de fieltro y comenzó a retorcerlo entre las manos en un gesto nervioso.

—¿Para eso has venido? —le preguntó Mal, incrédulo. Con un gesto de burla añadió—: Pensaba que tú y esa damita que te trae loco estaríais por allí. Oí decir que Kiri…

—¡Cállate! —exclamó Jan, muy serio. Sus sentimientos por Kiri Matatrolls eran sinceros. Se había enamorado de ella en el viaje hasta Telflamm, y no estaba dispuesto a permitir que un soldado borracho, sobre todo uno que decía ser amigo de la joven, hablara mal de ella.

Mal miró a cada uno de los hombres que compartían la mesa. Uno de ellos, un hombre de Los Valles a juzgar por la chaqueta marrón de paño burdo y los calzones, mostraba una sonrisa de oreja a oreja. El otro era un mercenario de ojos oscuros y bien armado, con una cicatriz bastante grande que le deformaba la mejilla. Soltó un bufido y bebió un buen trago de la jarra que tenía delante. Jan se sorprendió al ver a Mal, que proclamaba su odio a los hombres de Los Valles y a los sembianos, bebiendo con estos dos soldados. Pero el flechero ya sabía que Mal era capaz de beber con cualquiera.

—El rey ha regresado del norte con las tropas zhentarim —le informó Jan, preocupado—. Es hora de irnos.

—¡Tropas zhentarim! —El hombre de Los Valles lanzó un escupitajo—. Me han dicho que son orcos, todos ellos. No nos servirán de nada en las batallas. —Se sirvió un poco más de vino en la jarra—. ¡Intentarán degollarnos mientras dormimos!

—Quizá los han traído para calentarnos —sugirió Mal, sin que nadie entendiera qué quería decir. Levantó el pellejo para servirse más vino, pero se detuvo. Movió el pellejo y, al escuchar el chapoteo del líquido, anunció—: El último trago. —Él y Jan echaron una ojeada a su alrededor.

—¿Qué hacéis? —preguntó el mercenario sembiano, extrañado por el comportamiento de los cormytas.

—Buscamos a alguien de la nobleza —respondió Jan—. Es una tradición cormyta. El noble de mayor linaje o el oficial de mayor rango presente en el bar recibe el último trago del barril o el pellejo.

—Pues si hay algún oficial presente no se beberá nuestro vino —replicó el hombre de Los Valles, que intentó arrebatar el pellejo. Mal le dio una bofetada y lo apartó de un empujón.

Mientras Mal se enfrentaba al soldado de Los Valles, el mercenario aprovechó para hacerse con el pellejo.

—La persona que lo compró es la que decide qué hacer con el último trago —afirmó en voz alta. Unos cuantos parroquianos miraron hacia la mesa al escuchar el altercado.

Mal soltó una maldición al tiempo que se levantaba. En el momento en que intentaba arrebatar el pellejo de la mano del sembiano, el mercenario sacó una daga y la sostuvo contra la garganta del cormyta.

—¡Nada de armas! —gritó el tabernero, que se apresuró a ocultarse en la cocina. Unos cuantos hombres y mujeres desenvainaron las espadas. Otros se dirigieron a la puerta.

Mal volvió a sentarse muy despacio y sujetó con fuerza el asa de la jarra. La sonrisa malvada del sembiano resaltaba la fealdad de la cicatriz, que se veía muy roja. El mercenario le pasó el odre al hombre de Los Valles.

—Tú lo pagaste, arquero. Es tuyo.

Mientras el hombre de Los Valles cogía el pellejo con una sonrisa y quitaba el tapón, Jan el flechero empuñó su daga. No pensaba meterse en una pelea por algo tan ridículo como un trago de vino barato, pero tampoco estaba dispuesto a no defenderse si lo atacaban.

—Vamos, Mal —gruñó, apartándose de la mesa—. No vale la pena pelear por tan poca cosa. —Al ver que su compatriota no se movía, lo miró asombrado.

Mal permanecía encorvado sobre la jarra, que mantenía bien sujeta en la mano izquierda. Entre los rizos rubios que le caían sobre el ancho rostro, se veía su expresión entre sorprendida y furiosa.

—Malditos sembianos —murmuró colérico—. Malditos hombres de Los Valles. ¡Quién me manda beber con mercaderes y campesinos!

—Al menos este vino irá a parar a donde corresponde —dijo el hombre de Los Valles con un tono alegre. Quitó el tapón del pellejo y lo puso boca abajo. Lo que quedaba de vino se derramó sobre el suelo mugriento, lo que espantó a unos cuantos insectos. Antes de que el líquido rojo desapareciera entre los tablones, el soldado vestido de marrón repitió una oración al dios de la agricultura.

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