Authors: James Lowder
El silencio que siguió a la revelación de la muerte de Gharri resultó más largo e insoportable que el anterior. Alusair permaneció sentada con la cabeza gacha, recordando a su amor perdido. Azoun no se movió de su lado, con una mano apoyada en el hombro de su hija. Deseaba decir alguna cosa, pero no se le ocurrió nada que no sonara a tontería o a tópico.
El toque agudo de una trompeta en el campamento enano rompió el silencio en el pabellón. El rey oyó las voces roncas que hablaban el idioma de los enanos, mezclados con el tintineo de los metales. Azoun advirtió sorprendido que éstos eran los primeros sonidos que había oído en el campamento desde la llegada. En cuanto las tropas habían acabado con los ejercicios, el silencio había sido absoluto, algo muy poco habitual en un ejército tan numeroso. Alusair cogió la coraza y se levantó. La trompeta repitió la llamada.
—Orcos —siseó la princesa—. Los centinelas han visto orcos.
Alusair recogió los guardabrazos, mientras Azoun se acercaba a la puerta del pabellón. Las tropas se reunían en la oscuridad, abandonaban las tiendas a toda prisa para dirigirse a los puntos de encuentro. Todos mostraban una expresión seria.
—Debemos irnos, padre —indicó Alusair. Al darse la vuelta, el rey vio que su hija ya estaba preparada para salir—. Éste no es un lugar seguro. Te acompañaré hasta el pabellón de Torg, y después tú y Vangy podréis regresar a la nave.
—Veré a Torg, aunque no estoy muy seguro de marcharme.
—No vas armado, ¿verdad? —dijo la princesa, que desenvainó la espada.
Con una sonrisa, Azoun metió una mano en la caña de la bota y sacó una larga y afilada daga de plata. La luz de los candiles arrancó destellos de la hoja.
—Han atentado tantas veces contra mi vida que nunca voy a ninguna parte desarmado.
El rey y la princesa cruzaron la plaza central del campamento enano, entre los soldados que marchaban hacia los puntos asignados a las compañías. Las tropas vestían armaduras y llevaban ballestas y espadas. Aparte de algún toque de corneta o el grito de una orden, no se escuchaba nada más.
—El silencio es una virtud de los soldados de Tierra Rápida —explicó Alusair mientras caminaban hacia el pabellón de Torg—. Están acostumbrados a luchar bajo tierra. El eco de cualquier sonido en las cavernas y túneles delataría sus posiciones.
—¿No te resulta desconcertante? —comentó Azoun, que contemplaba curioso cómo acababa de colocarse el casco un enano armado hasta los dientes—. No creo que las tropas humanas lleguen nunca a ser tan silenciosas.
—Pues ya sabes a quién apostar en una batalla —repuso Alusair. Se detuvo junto a los rescoldos de una hoguera y con los pies arrojó tierra sobre las brasas para apagarlas del todo. Antes de que el padre pudiera preguntar por qué lo hacía, ella se lo explicó—: Están acostumbrados a luchar en las tinieblas. La más mínima luz —la princesa señaló las cenizas humeantes— les quitaría la ventaja de un combate nocturno.
La pareja llegó al pabellón del Señor de Hierro, que se encontraba al otro lado de la plaza de armas. Los mensajeros sudorosos entraban y salían de la tienda oscura, vestidos con armaduras de cuero tachonadas. A pesar del peso de éstas, los enanos se movían con toda la velocidad que les permitían sus cortas piernas para transmitir los órdenes de los comandantes. Dos centinelas armados con picas montaban guardia en la entrada de la tienda en posición de firmes.
—Avisad al Señor de Hierro que traigo al rey Azoun de Cormyr a la seguridad de su presencia —le ordenó la princesa a uno de los centinelas con un acento enano perfecto. El centinela asintió; dio media vuelta, levantó la pesada tela que cubría la entrada, y entró en la tienda. Azoun oyó que Torg decía algo que debían de ser órdenes. La voz sonora del Señor de Hierro contrastaba con el silencio del campamento. En cuanto la tela volvió a su posición, reinó otra vez el silencio.
—El pabellón está hecho de fieltro trenzado con hilos metálicos —le susurró Alusair al ver la expresión de asombro del rey—. La diseñaron especialmente para utilizarla en esta campaña.
El centinela salió de la tienda y mantuvo la solapa abierta para permitir el paso del rey y la princesa. Azoun se sorprendió al ver el contraste entre el silencio y la oscuridad del campamento y la luz y el bullicio del cuartel de Torg. El Señor de Hierro estaba sentado en una tarima de piedra. Tenía puesta la armadura, y un escudero le abrochaba las hebillas de las canilleras. A la izquierda de Torg había una jaula dorada de gran tamaño; tres pájaros de colores muy brillantes revoloteaban en su interior, trinando alegremente.
—Tenemos problemas, princesa —gritó Torg en la lengua común al ver a Alusair—. Pryderi mac Dylan encontró a la escolta que enviamos. Todos muertos, desde luego. —El rey enano descargó un puñetazo contra la tarima—. Dijo que fueron los orcos. Había rastros de ellos por todo el campamento.
—¿La Calavera Sangrienta? —preguntó la princesa.
—No. —Torg apartó al escudero y acabó él mismo de abrochar las hebillas—. Por lo que dijo Pryderi, se trata de una banda nueva.
—¿Cuántos eran? —intervino Azoun.
—No lo sabemos, majestad. ¿Vuestra hija os informó de nuestros problemas con los orcos?
—¿Hija? —exclamó Azoun. Miró asombrado a la princesa y al rey enano—. ¿Lo sabíais?
—¿Quién creéis que me habló de vuestro tratado sobre las alabardas? —El rey enano sonrió—. Otra vez la familia unida, ¿no? —le dijo a Alusair.
—Se lo dije hace unos días, cuando ya no tenía tiempo para comunicarse contigo, padre. —Alusair frunció el entrecejo y cambió de tema inmediatamente—. ¿Dónde está el mago que acompañaba a mi padre?
Torg se volvió hacia la jaula y se inclinó hasta apoyar el rostro contra los barrotes. Los pájaros volaron de un lado a otro como relámpagos multicolores.
—¿Tenéis pájaros en vuestro palacio, Azoun? Son unas criaturas fantásticas. La cosa más bonita que los dioses han dado a Toril. —Miró de soslayo al rey cormyta—. Los utilizamos en las minas. Si el aire es malo, los pájaros mueren primero.
—El hechicero, Señor de Hierro —insistió Alusair—. ¿Dónde está?
—Lo sorprendí merodeando por el campamento, así que lo envié con una de las patrullas. Quizá consiga averiguar cuántos orcos vagan por allí. —El rey enano tapó la jaula con un paño; después cogió la sobreveste—. No quiero hechiceros en el campamento, al menos si puedo evitarlo. No lo toméis como un insulto, Azoun, pero no confío en la magia.
—No es ningún insulto —replicó Azoun—. Vangerdahast sabe defenderse si hace falta, y desde luego conocía la aversión de los enanos a la magia antes de venir aquí.
En aquel momento entró una vez más en el pabellón el centinela que había anunciado la llegada de Azoun y la princesa.
—La patrulla de Pryderi mac Dylan ha regresado —informó el soldado con la voz ahogada por el casco.
Torg se puso la sobreveste negra por encima de la coraza. Se entretuvo con la prenda hasta que el ave fénix bordada en rojo quedó exactamente en el centro del pecho.
—Que pase Pryderi —ordenó. Mientras el centinela levantaba la solapa de la entrada, Torg invitó a Azoun y a la princesa a sentarse en los bancos de piedra colocados a cada lado del pabellón.
El enano que entró era el pelirrojo que había amenazado a Azoun en la cumbre de la colina. Esta vez tenía la barba enredada y la sobreveste rota y sucia de barro.
—Señor de Hierro, tengo mucho que informar. —Hincó una rodilla en tierra con la cabeza gacha—. El mago utilizó un encantamiento para averiguar cosas de los orcos.
Azoun sólo comprendía algunos fragmentos de lo que se decía. Alusair, en cambio, hablaba el lenguaje de los enanos con soltura y, al escuchar que mencionaban al hechicero, intervino en la conversación.
—Señor de Hierro, permitid la entrada de Vangerdahast.
—Desde luego —accedió Torg de inmediato—. Escudero, que los centinelas lo hagan pasar.
Vangerdahast entró en el pabellón. El borde de la túnica estaba sucio de fango, y en las mangas tenía restos de zarzas. La barba del hechicero se veía tan sucia y desarreglada como la de Pryderi. Tras saludar al rey enano con una inclinación, se reunió con Azoun y Alusair y se concentró en quitarse las espinas amarillas de la ropa. Por su parte, Pryderi se aclaró la garganta antes de continuar con el informe.
—El mago humano se reunió con nuestro grupo de exploradores después de que encontráramos a los miembros de la escolta. Vimos a unos orcos que merodeaban…
Torg levantó una mano, y el soldado se interrumpió en mitad de la frase.
—Princesa, ¿puedes traducir para tu padre y el mago? Necesitan saber lo que se dice, y Pryderi no domina el Común. —Alusair asintió y se inclinó hacia el rey para traducirle el informe del soldado.
—No te preocupes por mí —respondió Vangerdahast a la invitación del rey para que se acercara—. Hice un encantamiento que me permite entender el idioma. —Se quitó un escarabajo del borde de la túnica y lo arrojó a una esquina de la tienda.
Pryderi, que continuaba arrodillado delante del trono de Torg, esperó la señal de su rey para continuar.
—Vimos a los orcos que se acercaban por la parte norte de nuestro campamento. Estaba bien claro que eran espías de un grupo más numeroso, ya que vestían algo parecido a un uniforme.
—¿Uniforme? —se extrañó Torg.
—Sí, Señor de Hierro —afirmó Pryderi—. Los orcos vestían armaduras de cuero negro y brazaletes con el dibujo de una calavera sobre un sol negro.
—Adoradores de Cyric —le comentó Vangerdahast a Torg—. Ese símbolo pertenece al dios de la muerte.
—Sí, mago, lo conozco muy bien —dijo el rey, impaciente—. Muchos de los orcos de esta región adoran a lord Cyric. Son tantos como los adoradores de los viejos dioses orcos.
Vangerdahast se dejó caer en el banco con los brazos cruzados. Azoun se preguntó por qué estaba de tan mal humor. Era obvio que tenía relación con el resultado de la patrulla. Por su parte, Pryderi miró enfadado a Vangerdahast.
—Nos escondimos entre unos arbustos cerca del arroyo para evitarlos. —El enano señaló la armadura embarrada—. Resultó incómodo pero los orcos no nos vieron. Me disponía a seguirlos hasta el campamento cuando el mago empleó un hechizo que inmovilizó a las criaturas.
Torg miró incómodo a Vangerdahast antes de indicarle a Pryderi que acabara el informe.
—Matamos a uno —comunicó el soldado, orgulloso—. El otro se lo dejamos al mago. —Lo dijo con un tono como si hubiese sido mucho peor que morir atravesado por un dardo.
—¿Y bien, mago? —preguntó Torg en la lengua común. Apoyó la barbilla en el puño—. ¿Qué averiguaste?
—Hipnoticé al otro orco, Señor de Hierro —repuso Vangerdahast. Al ver que Torg fruncía el entrecejo porque no sabía lo que era la hipnosis se apresuró a buscar una explicación más sencilla—. Sometí su voluntad a la mía. Le hice responder a mis preguntas.
Torg y Pryderi intercambiaron una mirada. Lo que decía Vangerdahast confirmaba sus sospechas sobre los procedimientos de los magos.
—Continúa —le pidió el Señor de Hierro—. ¿Qué averiguaste?
—Que al menos hay un millar de orcos muy cerca de aquí —contestó Vangerdahast—. Quizá más. Por el aspecto de los dos exploradores, probablemente también van muy bien armados.
—Las tropas de Zhentil Keep —señaló Azoun. Se masajeó las sienes para aliviar el incipiente dolor de cabeza—. Se encontraron con los orcos en el camino. Por eso nadie sabe nada de ellas.
—Eso lo explica todo —dijo Vangerdahast—. Cuando se lo pregunté al explorador orco, me contestó que venían del oeste. —El hechicero señaló a Pryderi—. Podría haber averiguado más cosas, pero este imbécil mató al prisionero.
Torg se puso rojo como un tomate. Se levantó de un salto para increpar a Pryderi, que agachó la cabeza y respondió en voz baja.
—Dice que el orco intentó escapar —manifestó el Señor de Hierro con los brazos en jarra—. ¿Es verdad, mago?
—Un soldado golpeó al orco cuando tardó en responder a una pregunta. Eso rompió el hechizo, y el explorador orco echó mano a la espada —explicó Vangerdahast lívido de rabia—. Aquel payaso mató al orco sin darme tiempo a intervenir.
—Pryderi actuó correctamente, Señor de Hierro —dijo Alusair—. El orco habría podido escapar. —Torg asintió y volvió a sentarse.
Vangerdahast se quedó de piedra al escuchar la declaración de Alusair. Miró a la princesa, atónito. El rey, por su parte, se volvió hacia su hija.
—¡Eso es absurdo! —exclamó.
—Tú nunca te has enfrentado a los orcos como los enanos, padre —contestó Alusair sin hacer caso del reproche—. No se los puede tratar como a los humanos, los enanos o los elfos. Aunque hubiese sido un suicidio, el explorador habría atacado a Vangerdahast sólo por llevarse a alguien con él a la tumba. Los soldados de Tierra Rápida llevan siglos luchando contra los orcos. La mayoría de sus esposas e hijos han sido asesinados por las bestias. Conocen muy bien la traición de los orcos.
—Además —señaló Torg, repantigado en el trono—, ya tenemos toda la información necesaria. Si las tropas que esperábamos de Zhentil Keep se encontraron con los orcos, podemos darlas por perdidas. —Recogió la espada que tenía junto al trono—. Estoy seguro de que no tardarán en atacar. No tenemos más que esperar.
Pryderi y Alusair asintieron. Vangerdahast volvió a sentarse junto a Azoun. Después de una breve discusión, se decidió que el monarca cormyta y el hechicero permanecerían en el campamento hasta el alba. Luego, el Señor de Hierro envió a Pryderi a reunirse con las tropas que custodiaban el perímetro defensivo y llamó al escriba para que redactara unos mensajes para Tierra Rápida.
Durante el resto de la noche, el escriba de barba blanca permaneció inclinado sobre una hoja de pergamino. Escribía con los gruesos y angulosos símbolos del alfabeto enano. Las lámparas de hierro iluminaban sólo la parte central del pabellón y las esquinas quedaban en sombras. Vangerdahast dormía acostado en uno de los bancos de piedra. Azoun y Alusair se sentaron muy juntos, y la princesa le relató al padre algunas de las terribles y sangrientas batallas en las que había intervenido en defensa de la ciudad enana. Cuando acabó la última historia señaló la armadura que llevaba puesta.
—Los enanos la hicieron para mí después de una batalla con los goblins. Está hecha del mejor acero de mithril. —Se rió suavemente y añadió—: Por eso Torg me llama a veces la Princesa de Mithril.