Authors: James Lowder
El tono de Azoun hizo que sus palabras sonaran como una acusación. Para Torg fue como si el rey afirmara que sólo su tozudez —o cobardía— era la que evitaba la participación de los enanos en la cruzada.
Esta era precisamente la impresión que Azoun quería transmitir. Se le había ocurrido la idea al ver a los centinelas; había comprendido que para los enanos de Tierra Rápida sólo contaban dos cosas: el orden y el honor. Con un poco de esfuerzo, quizá convencería a Torg de que abandonar la cruzada iba en contra de esos dos principios, que la excusa de tener que luchar como aliados de los orcos no valía.
—Nosotros sólo luchamos por una buena causa —declaró Torg, que se encaró a Azoun echando fuego por los ojos ante el mal disimulado insulto a su valentía—. Tengo mis dudas sobre cualquier causa que pueda atraer a semejante ralea.
—Es verdad, padre —intervino Alusair desde las sombras—. Y todavía hay más. Me pregunto qué le habrás dado a Zhentil Keep para conseguir su apoyo. Espero que haya valido la pena.
—No hablamos de Zhentil Keep ni de mi política —replicó el rey, irritado. Dio un paso hacia Torg—. Me habéis dado vuestra palabra de honor que dos mil enanos de Tierra Rápida lucharían contra los tuiganos. ¿Vais a faltar a vuestra promesa?
Las acciones de los enanos indicaban que era eso precisamente lo que pensaban hacer, pero Torg esquivó el tema al verse interrogado por el monarca cormyta. Murmuró algo antes de responder a la pregunta.
—Habéis roto vuestra parte del compromiso, Azoun —manifestó como una excusa a su comportamiento.
—No es verdad —se apresuró a intervenir Vangerda-hast, que apuntó con un dedo al Señor de Hierro—. El rey Azoun ha respetado fielmente el acuerdo; no os prometió nada a cambio de vuestras tropas excepto el honor de defender a Faerun.
—Todo esto no es nada más que palabrería política —afirmó Alusair. La muchacha se colocó junto al rey enano y envainó la espada. Miró a su padre, furiosa—. No es ninguna deshonra negarse a combatir junto a unas… bestias asesinas.
—Según esa misma lógica —le replicó Azoun con un esfuerzo tremendo por contener la furia que lo embargaba—, tú lucharías a favor de los tuiganos sólo porque ellos combaten contra los orcos. Es ridículo.
—Te equivocas de… —contestó Alusair con los brazos en jarras.
—No, princesa —gruñó Torg, con una mano apoyada sobre el brazo de Alusair—. Vuestro padre tiene razón. —El Señor de Hierro entrecerró los párpados y observó al rey cormyta por un instante—. Quiero una retribución por los soldados que mataron.
—Me parece razonable —aceptó el rey. Miró a Alusair, pero la muchacha rehuyó la mirada.
—Tampoco permitiré que los orcos viajen con mi ejército —añadió Torg—. Vosotros os encargaréis de llevarlos en las naves. Nosotros iremos a pie el resto del camino y nos encontraremos todos en Thesk.
Azoun sabía desde el principio que las tropas de Tierra Rápida no tenían la intención de embarcarse. Algunos clanes enanos preferían mantener el contacto con la tierra, que era el sustento de sus ciudades mineras y la fuente de su prosperidad. De pronto el rey comprendió que la exigencia de Torg de que los orcos debían ir a Telflamm en las naves era, de hecho, algo que el Señor de Hierro podía presentar a sus generales como impuesto a los humanos. Aunque no había discutido el tema con Torg, Azoun tenía decidido transportar a las tropas zhentarim en la flota.
—Vuestras demandas son justas, Señor de Hierro —repuso el monarca—. Nosotros transportaremos a los orcos.
—Todo esto es un poco absurdo —señaló Vangerdahast—. ¿Qué motivo hay para que el ejército enano marche a pie cuando hay espacio de sobra en las naves para transportarlo?
—Quizá sepáis mucho de magia, hechicero —replicó Torg, de espaldas a Vangerdahast—. Pero no comprendéis a los enanos. Di mi palabra y lucharemos. —Sacudió la jaula con los pájaros—. Pedirles a mis soldados que viajen por mar es como pedirle que no sean enanos. —En ese instante entró un oficial enano.
—Las tropas estarán listas para partir hacia el mediodía —anunció.
—Comunicad a las tropas que marchamos hacia el sur —indicó Torg.
El oficial abrió la boca como si fuera a protestar, pero lo pensó mejor.
—A vuestras órdenes, Señor de Hierro —respondió.
—Ya nos ocuparemos de los detalles logísticos más tarde —comentó Torg. Se volvió hacia Azoun—. Ahora quiero que Vrakk me entregue a los orcos responsables de la muerte de mis soldados.
Al cabo de unos minutos, Azoun, Vangerdahast, Torg y Alusair estaban otra vez en el campo del este. Faltaba muy poco para el mediodía. Unos quinientos enanos permanecían en las posiciones de combate, vestidos con armaduras, aguantando a pie firme los rayos del sol. Los orcos estaban tendidos en la hierba sin orden ni concierto. Se protegían del sol con capas agujereadas por las ratas, mochilas, restos de lonas, o con lo primero que habían encontrado. En el centro de este grupo desastrado, Vrakk y los oficiales reunidos junto al estandarte del cráneo de gigante discutían a gritos. Si alguien se fijó en la presencia de Azoun no dijo nada.
—Comandante Vrakk —dijo el rey con tono de mando en cuanto llegó al estandarte—, quiero discutir un incidente en el que están involucrados algunos de vuestros hombres.
Alusair y Torg miraron nerviosos a los orcos, sin apartar las manos de las armas. Vangerdahast se mantuvo detrás de Azoun, repasando las palabras de un hechizo. Los golpes que daba con la punta del pie contra el suelo revelaban su irritación. Los orcos no demostraban ningún cuidado con el entorno, y en las pocas horas que llevaban allí habían acumulado una considerable cantidad de basura que se mezclaba con los charcos de aguas servidas; el hedor lo ponía malo.
Un orco no muy alto y con una jeta casi porcina se dispuso a intervenir, pero Vrakk lo apartó de un puntapié en el trasero.
—¿Cuál ser el problema, Ak-soon? —preguntó el comandante, con un tono de queja—. Nosotros querer pelear, no estar sentados al sol todo el día.
—Ayer fueron asesinados tres enanos integrantes de una patrulla que iba camino de la costa —respondió Azoun, como una clara acusación.
—Ellos atacar a exploradores orcos —señaló Vrakk, sin preocuparse. Le arrebató un trozo de carne cruda a un soldado y se lo metió en la boca.
—Exijo el castigo de los responsables —gruñó Torg, que dio un paso adelante. Un teniente orco intentó situarse entre el Señor de Hierro y Vrakk, pero Alusair desenvainó la espada; antes de que el orco pudiese reaccionar se encontró con la punta de la espada de la princesa apoyada en la garganta. Una veintena de soldados orcos se levantaron de un salto mientras echaban mano a las armas. Las tropas enanas avanzaron a paso rápido para proteger al Señor de Hierro, y Vangerdahast se dispuso a ejecutar el encantamiento.
Antes de que la sangre llegara al río, el comandante orco gritó una orden que repitió varias veces. Vangerdahast, gracias al hechizo de lenguas, entendió la orden de Vrakk, aunque no estaba muy seguro de que las tropas acatarían la orden de: «Nadie se mueva».
—Aparta el arma, Allie —dijo Azoun, que dio un paso hacia la joven con mucho cuidado para no provocar a nadie—. Si no lo haces, nos matarán a todos.
La princesa apretó la hoja contra la garganta del orco justo lo suficiente para que brotara una gota de sangre, y después la apartó. Los orcos que rodeaban al grupo de Azoun se relajaron un poco, pero mantuvieron las armas preparadas.
Vrakk apartó de un empujón al teniente para encararse con Torg.
—¿Y los orcos que vosotros matar anoche?
—Eran espías —replicó Alusair—. Tú mataste a los soldados asignados para escoltar al rey Azoun desde la costa.
—Está bien. Yo aceptar petición —contestó el comandante orco después de una pausa que se hizo interminable—. Después Ak-soon llevarnos a batalla.
—Quiero la sangre de un orco por cada enano asesinado —reclamó Torg un tanto sorprendido al ver que Vrakk no ponía más pegas. El Señor de Hierro levantó una mano y le mostró tres dedos al orco.
En aquel momento las tropas enanas llegaron a las posiciones de los orcos, que los recibieron con gritos de burla. Los enanos permanecieron en silencio, preparados para atacar en cuanto recibieran la orden.
—Prepárate para coger a Alusair del brazo y dame la mano si las cosas se ponen feas —susurró Vangerdahast al oído de Azoun—. Esto me gusta cada vez menos.
Vrakk gritó tres nombres. Un trío de soldados orcos se acercó a paso lento en respuesta a la llamada. Con muchos aspavientos, el comandante orco indicó a las tropas que formaran un semicírculo y después dio una orden. Uno de los tenientes les quitó las armas a los tres soldados; luego los obligó a tenderse boca abajo sobre la hierba. Los orcos protestaron, pero no opusieron resistencia; sabían que era inútil. Vrakk señaló al Señor de Hierro con un gesto grandilocuente y después a los tres soldados prisioneros.
—Estos tres ser los culpables —dijo a voz en cuello—. Yo ejecutar castigo. —Sin añadir nada más, desenvainó su espada y le hizo una seña al teniente.
El oficial se dejó caer de rodillas sobre la espalda de uno de los asesinos. Otro soldado se apresuró a sujetar la muñeca del brazo izquierdo del prisionero y lo mantuvo tirante. Con un grito salvaje, Vrakk empuñó la espada con las dos manos, la alzó por encima de la cabeza, y descargó el mandoble contra el brazo del prisionero entre el hombro y el codo, directamente en el brazalete rojo con el símbolo de su dios.
Mientras uno de los tenientes mostraba a todos el brazo amputado, otros dos se encargaron de aplicar el castigo al siguiente asesino. Los soldados orcos aplaudieron al tiempo que apostaban a ver cuál de los condenados gritaba antes o intentaba resistirse. Azoun permanecía muy serio, pero advirtió que Torg disfrutaba con aquel espectáculo sanguinario. Alusair y Vangerdahast no miraban.
El último prisionero intentó levantarse cuando le llegó el turno, pero Vrakk le dio un puntapié en la cara que lo dejó sin sentido. Unos cuantos trozos de carne y monedas de cobre cambiaron de mano entre los orcos; era el pago de las apuestas cruzadas. Con un grito feroz, Vrakk levantó la espada y acabó la tarea.
Con un gesto de aprobación, Torg señaló a sus tropas que regresaran al campamento. Estudió la posición del sol antes de mirar al monarca cormyta.
—Emprenderemos la marcha en menos de una hora. Pasad por mi tienda; queda por discutir la descarga de los suministros de los barcos. —Dicho esto, el Señor de Hierro dio media vuelta y siguió a los soldados.
En cuanto vio que Torg se alejaba, Vrakk comenzó a dar órdenes. Cinco soldados zhentarim, vestidos con túnicas largas y mugrientas en vez de armadura de cuero, aparecieron corriendo. El comandante señaló a los tres asesinos moribundos.
—Chamanes —señaló Vangerdahast al ver que los cinco orcos comenzaban a cantar una letanía, a la vez que movían unas varitas rematadas en cráneos sobre los cuerpos de los prisioneros heridos. Alusair frunció la nariz en un gesto de asco al ver que los chamanes apretaban las calaveras de las varitas contra los muñones. Vrakk se adelantó orgulloso para situarse junto a Azoun.
—Vivir seguro —comentó en lengua común—. Cortar brazos única manera de callar a
dglinkarz
. Además, nuestro dios cura orcos para luchar y conseguir más muertos.
—Pero no podrán volver a luchar después de esto —exclamó Azoun. Señaló los brazos amputados que estaban en el suelo—. Las heridas…
—Por eso nosotros cortar brazo izquierdo. —Vrakk soltó una carcajada—. Así luchar. —Miró a la princesa con desconfianza—. Ella no decir a enanos. Otra vez reclamar su muerte.
—Que no se preocupe —dijo Alusair, que dirigió la respuesta a su padre—. Si vas a permitir que los orcos no cumplan con la reparación, no me interpondré en tu camino. —Dicho esto, se alejó furiosa detrás de Torg.
Los chamanes acabaron con la salvaje letanía al dios Cyric. Los tres soldados heridos no tenían mucho mejor aspecto, pero los muñones no sangraban tanto. Azoun contuvo con un esfuerzo la náusea.
—Llevad vuestras tropas a la costa, Vrakk. Buscad las naves y esperad allí. Tendréis que ayudar en la descarga de los suministros antes de embarcar.
El monarca cormyta le hizo una seña a Vangerdahast, y se marcharon en dirección a la tienda del Señor de Hierro. El hechicero caminaba con las manos cruzadas detrás de la espalda. Cada tanto miraba a Azoun, que iba tan callado como los enanos que desmontaban el campamento.
—Creo que has actuado correctamente —opinó Vangerdahast al cabo de un rato.
—¿Correctamente? —replicó el rey, que se detuvo en el acto—. Alusair tiene razón. Acabo de ofender a unos buenos aliados para complacer a unos monstruos.
—Quizá —repuso Vangerdahast con aire pensativo. Palmeó al rey en el hombro y reanudó la marcha—. Sabes tan bien como yo que Zhentil Keep utilizaría cualquier provocación a sus tropas como un motivo para denunciar el tratado.
Azoun no tuvo más remedio que asentir. La felicidad de los enanos no valía una guerra con Zhentil Keep.
Torg estaba furioso cuando el rey y el hechicero llegaron al pabellón. Le gritó tres veces al escudero mientras Azoun intentaba fijar el punto de encuentro en Thesk. Después de discutir durante una hora y media consiguieron ponerse de acuerdo. Los enanos se encontrarían con el ejército de la Alianza en un tramo de la carretera conocida como el Camino Dorado, entre las ciudades de Tel-flamm y Tammar.
—Mientras esperáis, podéis aprovechar para que las tropas hagan maniobras —le dijo Torg a Azoun al final de la reunión—. No tendréis que esperar mucho. Mis soldados marcharán a paso ligero para llegar cuanto antes. —De pronto, el Señor de Hierro cambió de humor. Sonrió complacido al tiempo que daba una palmada en el brazo del rey cormyta—. ¡Ja! —exclamó—. ¡Veréis como todo esto acabará por funcionar! —Se puso de pie y movió las manos en un gesto ampuloso—. Mis tropas estarán preparadas para el combate cuando lleguemos a Thesk. ¡Sólo tendréis que traer a los tuiganos!
Azoun respondió con una sonrisa desmayada. Comenzaba a notar los efectos de las muchas horas sin dormir; se sentía agotado y un tanto mareado.
—Vamos, Vangy —dijo el rey—. Es hora de regresar al
Welleran
. Tú también, Allie.
—No. Voy con los enanos —repuso la muchacha, desafiante—. No pienso viajar con los orcos.
—¿Quién ha dicho que vendrás con nosotros a Thesk? —exclamó Vangerdahast, indignado—. Pienso que debes regresar de inmediato al palacio en Suzail—. Sacó de la bolsa los ingredientes para el hechizo, y miró a Azoun—. Puedo enviarla de regreso ahora mismo. No tienes más que decirlo.