Bush estaba fuera de sí. Tan fuerte era su repentina certeza de que Ann vivía todavía que olvidó todo lo que le habían enseñado y empezó a inventar nuevas reglas.
Tras unos momentos de furiosa locura en que corrió gritando por los corredores, comprendió la inutilidad de intentar hallar así las huellas de Ann. Seguro de que la encontraría viva, se dio cuenta de que ella quizá tenía sus propias oscuras razones para mantenerse lejos del palacio. No tenía más que unos instantes para actuar, antes que Grazley y los suyos recobraran el sentido. Para descubrir si Ann seguía aún con vida, viajó mentalmente.
Lo hizo poniendo en actividad unos músculos desconocidos para él dentro del oscuro territorio de su submente. El CSD corría aún por sus venas de su reciente aparición en 1851…, de otro modo no habría podido lograr lo que hizo.
Se lanzó al pasado de una zambullida en la sala de recepciones; el espaciotiempo se balanceó, y salió de nuevo a la superficie en el palacio…, ¿cuánto tiempo antes? No lo sabía. Había otras personas en la estancia, victorianos genuinos… Ni Silverstone, ni Howes, ni Ann.
Y volvió a zambullirse; pataleó, se sumergió y emergió del viaje mental una y otra vez. Gente. Tiempos. ¿1847? ¿… 49? ¿… 50? Salía a la superficie y se zambullía nuevamente impulsado por la emoción, como un delfín hendiendo el agua, mirando, tratando de adivinar por la ventana el medio que estaba atravesando, viendo cómo la luz del sol en el patio exterior era reemplazada por la nieve, las hojas en el suelo barridas por el viento, la noche, el día, la luz gris o la luz diáfana. Luchaba yendo contra la corriente.
Mientras lo hacía, permanecía oculto tras una de las cristaleras. Las gruesas cortinas le ayudaban. Necesitaba encontrar el punto exacto del espaciotiempo inmediatamente anterior al que Ann y Howes habían acudido a él, cuando su doble más viejo estaba aguardando en el quicio de la puerta al final del corredor. A medida que su primitivo frenesí se enfriaba, la tarea del viaje mental se hacía más difícil. El delfín estaba embarrancado. Se detuvo. Algún maldito y anónimo día de 1851, que la historia no había registrado… Aunque la reina haría alguna anotación en su diario, cuidada y prosaica, libre de toda duda acerca del universo, del cual gobernaba una buena porción.
Impaciente, se inyectó una ampolla de CSD en la arteria y se zambulló otra vez en el viaje mental.
¡Ahí estaba Silverstone! Iba y venía interminablemente por la habitación. Bush recordó con claridad ese notable rostro, con el rictus de la boca y la nariz ganchuda; le brotó una frase para describirlo… El pájaro que se burla de sí mismo. Cuatro genuinos victorianos fumaban al otro lado de la estancia. Era ése el momento que necesitaba encontrar; aquel misterioso sentido instintivo que lo guiaba a través del viaje mental había vuelto a manifestarse. Debía ir con cuidado. Estaba a sólo cuestión de minutos, escasamente a una hora en el tiempo, de Silverstone. El hombre podía verlo muy fácilmente, oírlo, hablarle, dispararle. Se ocultó tras las espesas cortinas.
Silverstone se dio la vuelta… Giró la cabeza en un gesto rápido, vio a Bush, quizá lo vio materializarse con el rabillo del ojo. Su rostro se ensombreció, apuntó un dedo acusador hacia el intruso. Atónito por su propia estupidez, Bush volvió a zambullirse en viaje mental. Había olvidado que Silverstone llevaba ya algún tiempo en 1851 antes de que llegara Howes, había olvidado tomar precauciones de que no lo vieran hombres de su propio tiempo.
Emergió de nuevo. La habitación estaba vacía, bañada por el crepúsculo; parecía una réplica de sí misma en un museo. Fue hacia un amplio sofá cuyo respaldo tapizado se curvaba como una ola de caoba espumante de rosas y capullos. Bien protegido, se zambulló una vez más en el tiempo, ignorante de su fatiga.
¡Y finalmente lo consiguió! El instinto lo había servido bien, y apareció en el preciso momento en que hablaban de él.
Silverstone estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Howes estaba de pie junto a él, pero se dio la vuelta cuando Ann entró en la habitación; parecía alterada, lo llamaba mientras corría desde el lado opuesto de la habitación hacia donde estaban ellos. Todas sus palabras se referían a Bush, débiles pero muy claras en el silencio que los rodeaba.
—¡Eddie Bush está en el palacio, David! Acabo de encontrármelo en este mismo piso —se detuvo frente a Howes mientras recorría arriba y abajo con sus inquietas manos las costuras de su uniforme de doncella. Howes se puso en tensión y, sin sonreír, se alisó las falsas patillas.
Silverstone murmuró:
—Les advertí que volvería. Estaba en esta misma habitación hace dos meses, lo vi junto a esa ventana… ¡El joven rufián habría podido matarme entonces!
Ignorándolo, Howes espetó a la chica:
—¡No has obedecido las órdenes!
—¡No pude, David! Escucha…, ya no hay necesidad de matarlo. Ha cambiado de opinión.
Nos ayudará
, y Dios sabe que necesitamos ayuda.
Howes la apartó, buscando al mismo tiempo su pistola.
—Has desobedecido las órdenes, Ann. Ya tenemos bastantes problemas sin el factor de incertidumbre de Bush complicándonos la vida. ¡Llévame hasta él!
Ella lo sujetó del brazo.
—No hagas nada que vayas a lamentar luego, David. Puede ayudarnos. Sé razonable con él… Siempre has dicho que era un artista típico. Además, tiene una pistola de rayos.
—¡Ja! ¡No tienes por qué preocuparte de ella! Nosotros ya hemos arreglado eso.
—¡Eres tan bueno arreglando cosas…! Sólo te estoy pidiendo que no le hagas daño. ¡Por favor!
La expresión de Howes se dulcificó cuando miró a Ann.
—Sigues encariñada con él, ¿eh? De acuerdo, hablaré con él, si es necesario. Pero no olvides cuántas cosas dependen del éxito de esta operación. Profesor Silverstone, quédese aquí, por favor; estaremos de vuelta en un par de minutos, y luego podremos viajar de nuevo antes de que las cosas se pongan demasiado calientes para nosotros.
—Pero mi paquete…, no puedo irme sin él —dijo Silverstone—. Ann, usted tenía que ir a buscármelo.
Ann hizo chasquear los dedos.
—Era lo que estaba haciendo… Lo olvidé cuando vi a Eddie. Esta vez no habrá trabas, profesor… Le traeré inmediatamente su paquete.
Bush no se quedó a oír la última parte de la conversación. Aprovechando que ellos estaban atentos en sus cosas, echó a correr hacia la puerta, doblado en dos. Se metió de cabeza en el corredor, hubiera o no hubiera agentes enemigos. ¡Magnífico!
Había visto la expresión de Ann cuando Howes le preguntó si aún seguía encariñada con él. Hasta ese momento, había olvidado que poseyera algún talento para amar. La espontánea expresión del rostro de Ann le indicó que sí lo poseía…, cogida de improviso, como la pequeña Joan Bush cuando la observaba desprevenida; era la primera vez que veía a Ann con la guardia baja.
¡Y había pillado
también
a Howes con la guardia baja…! ¡Howes, el que arreglaba las cosas…! Un hombre bravo, frío, previsor; todas, cualidades que a Bush le era imposible ver en sí mismo. El extraño sabotaje de Howes a los planes del régimen había sido tan completo como había podido; incluso se había asegurado de que las armas de los asesinos que él había elegido no funcionaran correctamente. Sin ninguna duda, la pistola de gas de Bush disparaba inofensivo anhídrido carbónico, al igual que su pistola de rayos había disparado un resplandor inofensivo que sería de todo menos láser, en lugar del coherente rayo de luz que supuestamente debía producir. Estaba bien claro. No había matado a Ann.
Lo que Howes había dicho confirmaba las sospechas de Bush. El hecho de que la pistola de Bush hubiera sido trucada era la única prueba palpable de que la actividad subversiva de Howes, según su propia versión, era cierta.
Sabía que podía regresar despreocupadamente al punto donde había dejado a Silverstone y Howes tendidos en el pasillo bajo los efectos del gas. El tiempo era lo esencial…, ¡un pensamiento fecundo! ¡Ya no era un asesino, lo habían amnistiado! No era más que una inofensiva criatura que no pretendía hacer daño a nadie. ¡Y Ann seguía viviendo su escurridiza vida!
Y se le ocurrió una extravagancia. Riendo, recorrió el corredor siguiendo la misma dirección por la que Ann había venido. Descubrió así a su doble anterior, acechante tras la oscura puerta donde las mujeres seguían planchando. Impulsivamente, extendió la mano y sintió cómo él mismo la tomaba. Sonrió. Qué bien se sentía, mejor de lo que había anticipado, hábil en los movimientos.
—¡Tú!
—¡Yo!
Era una especie de intercambio amoroso. Qué bien le caía ese hombre, ese extraño cuyos más íntimos pensamientos, cuyo cuerpo, centímetro por centímetro, tan bien conocía… ¡La única persona que podía decirlo! ¡Qué loco, oscuro, desconocido incesto…, sentirse enamorado de sí mismo! No podía decir más, desbordado por la emoción, que pudiera tener una carga mayor que lo que había transmitido. Viajó mentalmente.
Llegó de regreso… O tal vez hubiera permanecido siempre allí, y todo el resto del universo había sido el que se había ausentado. El esfuerzo de romper la barrera de la entropía le hizo saber lo agotado que estaba, devolviéndolo a la conciencia de los peligros inmediatos.
Silverstone y Howes estaban recuperando el sentido, tendidos sobre la moqueta del corredor. Aunque habían respirado relativamente menos gas que los hombres de Grazley, no iba a pasar demasiado tiempo sin que también el enemigo se recuperara e irrumpiera en el corredor.
Inclinado, Bush abofeteó el rostro del profesor —el rostro del pájaro que se burla de sí mismo— y lo sacudió bruscamente. Lo llamó:
—¡Stein! ¡Stein! —pero pronto cambió de pensamiento—. ¡Silverstone!
El profesor abrió los ojos.
—Era la prueba —murmuró—. Esa arma… ¡La prueba positiva! —las palabras añadieron confusión a la cabeza de Bush.
¿Podía Silverstone saber que su pistola de rayos había sido trucada? No podía comprender cómo el hombre pudiera saber lo sucedido. Se limitó a mirar fijamente a Silverstone mientras el profesor se esforzaba en colocarse en posición de sentado. Decía, de un modo mucho más coherente:
—Esa arma que utilizaron las cuatro personas del otro tiempo…, ¡es una prueba de que mi teoría es absolutamente correcta! Pero tendremos otras, ¡ya lo verá! Es la primera vez que intervienen a través de la entropía temporal.
—Lo voy a sacar de aquí, Silverstone. De todos modos, no veo cómo han podido utilizar un arma a través de la barrera de la entropía.
—Sencillo, ¿no? Indudablemente nosotros también la habríamos desarrollado en unos pocos años. Ya hemos aprendido a filtrar el aire a través de la barrera; el propio concepto del viaje mental lo requiere. Simplemente han filtrado un analgésico a través de ellos mismos. Ayúdeme ahora a ponerme de pie, ¿quiere? Usted es Edward Bush, lo sé. Nos hemos encontrado aquí y allá por el espectro del tiempo, y no siempre en circunstancias amistosas. Espero no haberle hecho demasiado daño aquella vez en
El huevo amniótico
. Creí que usted sería uno de esos agentes del canalla de Bolt.
Bush echó a reír.
—En aquella ocasión ni siquiera había reparado en usted. Estaba demasiado fascinado con la chica que lo acompañaba.
La expresión más bien tensa de Silverstone se aflojó.
—Bueno, yo también estaba fascinado con ella. Las mujeres son mi debilidad, afortunadamente. Gracias por haberme sacado de esa habitación. Desate a Howes y vayámonos.
—He atado a Howes a propósito. Fue cruel conmigo, sólo para asegurarse de que yo estaba tan abrumado como para obedecerle sin hacer preguntas. No me gusta ser instrumento de nadie.
—Todos somos el instrumento de alguien. Eso es lo que significa sociedad. Usted es un hombre muy emocional, Bush, pero ahora no tenemos tiempo para emociones. David Howes es un hombre de una importancia vital, y debemos llevárnoslo con nosotros.
Todos somos el instrumento de alguien… No era un pensamiento particularmente elevado, en estimación de Bush. Pero era una forma de poner sentido a los asuntos humanos. Uno utilizaba y era utilizado; él había utilizado a Ann, Howes lo había utilizado a él, él utilizaría a Howes, él utilizaría a Silverstone.
Howes y Silverstone poseían poder; y podían incluso acrecentarlo. De vuelta al presente —en 2093—, podrían ayudar a Bush si él les ayudaba ahora. Podía hallar a través de ellos la libertad de pintar, de realizar nuevamente composiciones… Necesitaba crear como un hombre que duerme necesita soñar. Si su arte debía perdurar, él iba a tener que renunciar a algunas de las mezquindades de ser uno mismo.
Se inclinó y empezó a desatar a Howes, que ya estaba abriendo los ojos. Mientras se peleaba con los nudos, Silverstone dijo:
—Quizá sepa usted que hay una camarilla de intelectuales exiliados procedentes de nuestro tiempo aquí, en el palacio. Les he explicado mi mensaje, y han ido a propagarlo.
—¿Mensaje? ¿Se ha vuelto usted religioso?
—Mi enseñanza. Me gustaría que Wenlock estuviera aquí, ahora que nuestra disputa ya no tiene sentido. Incluso a mí me cuesta captar lo que he descubierto. Es algo que pone el mundo patas arriba, completamente patas arriba. Debemos irnos lo antes posible.
—No puedo irme sin Ann.
—Lo sé. Necesitamos a Ann. Vendrá de un momento a otro con mi paquete, que se había quedado abajo. ¿Cómo se encuentra, capitán?
Howes gruñó. Se sentó mientras Bush terminaba de desatarlo, sacudió la cabeza para esclarecerla, miró a su frustrado captor.
—¿Sabe lo de Ann? ¿…que está viva?
Bush asintió.
—Lo siento, Bush. Hay que culpar a su temperamento inestable. Cuando usted disparó la pistola de rayos trucada contra ella, Ann se tiró al suelo, y cuando yo lo gaseé a usted hice que Ann simulara estar muerta. Ya era tiempo de que tuviera usted un buen shock. ¡Podía ser bueno para su sadismo!
—¡Está usted enfermo! —exclamó Bush; se volvió, disgustado. Ann venía a toda prisa por el corredor, con una enorme caja de plástico bajo el brazo. Silverstone agarró el paquete y Bush agarró a Ann. Ella le sonrió, con una ceja levantada y un eco de su antigua desconfianza.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Bush.
—¿Y te atreves a preguntármelo? ¿Por qué me disparaste? ¡No respondas! Sé la respuesta… No confías en mí, no te atreves a confiar en mí, ¡porque no te atreves a confiar en ti mismo!
Bush mintió: