Estamos en la última década del siglo XXI. La humanidad ha llegado a la conclusión de que el Tiempo es más una construcción mental que física y, por tanto, el viaje temporal puede equipararse al viaje mental. En un contexto económico de crisis en el mundo occidental, el desplazamiento mental ayudado por drogas psicotrópicas se convierte en una moda que hace furor.
El principal protagonista de la novela, Ted Bush, es un experto en la materia, realizando sus traslaciones temporales por cuenta de una institución oficial y profundizando en el conocimiento del pasado. Sin embargo, cuando regresa “al presente” tras un largo vagabundeo mental/temporal, se encuentra con que el gobierno de su país (Gran Bretaña) ha sido tomado por una dictadura militar encabezada por un general poco amigo de los viajes mentales, a los que responsabiliza del delicado estado de la economía y de la degeneración social.
Brian W. Aldiss
Criptozoico
ePUB v1.0
Polifemo7 y Chotonegro
30.05.12
Título original:
Cryptozoic
Brian W. Aldiss, 1967.
Traducción: Domingo Santos
Ilustración portada: Julio Vivas
Editor original: Polifemo7 y Chotonegro (v1.1)
ePub base v2.0
A James Blish, cuyas ciudades alzan el vuelo y cuyas palabras también
In te, anime meus, tempora metior
.
San Agustín,
Confesiones
, Libro II.
“Es una triste clase de memoria aquella que solamente funciona hacia atrás”, observó la Reina.
Lewis Carroll,
A través del Espejo
.
Yacían amontonadas sin sentido alguno, y sin embargo con una terrible significación que evidenciaba la fuerza que las había arrojado allí. Parecían ser algo entre lo inorgánico y lo orgánico. Proliferaban en las márgenes del tiempo, englobando en ellas todas las sorprendentes formas que acarrearía el mundo; la Tierra era una pesadilla de piedra henchida de la progenie que un día pulularía por ella.
Esas formas copromórficas sugerían elefantes, focas, diplodocus, extraños seres escamosos y saurópodos, escarabajos, murciélagos, fragmentos de octópodos, pingüinos, cochinillas, hipopótamos, todos ellos vivos o muertos.
También aparecían desmañadas reminiscencias del cuerpo humano: torsos, muslos, ingles ligeramente ahuecadas, espinas dorsales, senos, esbozos de manos y dedos, hombros en masa, restos filiformes…, todo distinto y sin embargo, todo fundido con las aún más extrañas anatomías que las rodeaban en aquella desesperada agonía de la naturaleza… Y todo moldeado negligentemente en el magma gris sin que el pensamiento apareciera, sin que el pensamiento hubiera sido borrado.
Se extendían hasta tan lejos como la vista podía alcanzar, apiladas las unas sobre las otras, como si llenaran todo el criptozoico…, o como si fueran tanto los siniestros presagios de lo que aún tenía que venir como la imagen persistente de aquello que había desaparecido hacía mucho tiempo…
El nivel del mar había ido descendiendo lentamente a lo largo de los pocos últimos milenios. El agua apenas se movía y era difícil decir si las pequeñas olas rompían contra la costa, o si se formaban de algún modo en la costa misma y desde allí eran enviadas a las profundidades. El río que desembocaba en el mar había edificado bancos de limo rojo y guijarros que a menudo le impedían la marcha con barreras de grava…, y entonces se estancaba en amplios remansos fulgurantes bajo la luz del sol. Había un hombre sentado junto a uno de esos remansos. Aunque parecía rodeado de vegetación, detrás de él la playa estaba tan desnuda como un hueso reseco.
Era alto y desgarbado, de cabellos rubios, piel pálida, y una expresión reposada que escondía algo adusto y vigilante. Llevaba un traje de una pieza y cargaba al hombro una mochila en la que guardaba las raciones de agua presurizada, los sucedáneos alimenticios, algunos materiales para artistas y dos cuadernos de notas. Tenía además un aparato a modo de collar conocido vulgarmente como filtraire y consistente en un aro provisto de un pequeño motor detrás, y bajo la barbilla, adelante, una boquilla que le echaba aire fresco en el rostro.
Se llamaba Edward Bush. Era un hombre solitario de más de cuarenta y cinco años. Por aquella época se sentía encalmado, a la deriva; el trabajo temporal en el Instituto no lo aliviaba en aquella íntima convicción de encontrarse ante un cruce no señalado en los mapas. Era como si todos sus mecanismos psíquicos se hubieran detenido, o permanecieran ociosos, sin saber qué dirección tomar, o bajo el agobio de una inquietante premonición. Con el mentón apoyado en la rodilla, Bush observaba la monótona extensión del mar. En algún sitio unas motocicletas se ponían en marcha.
No deseaba que lo vieran así. Se puso de pie y se acercó de prisa al caballete. Había retrocedido, disgustado, más de lo que recordaba. La pintura no era demasiado buena, por supuesto; como artista estaba acabado. Quizá por eso no se atrevía a regresar al presente.
Howells estaría aguardando el informe en el Instituto. Bush lo había incluido en el cuadro. Intentaba expresar la vacuidad, contemplando el océano, trabajando con papel mojado y acuarelas… Tan primitivo equipo era todo lo que uno podía llevar en los viajes mentales. Los colores espesos chorreaban en la punta de los pinceles. Había trabajado con frenesí. Sobre el mar lúgubre había aparecido un sol rojo con las facciones de Howells. Se echó a reír. Un árbol retorcido a un lado de la tela; aplicó allí el pincel.
—¡Imagen materna! —exclamó—. ¡Ésa eres tú, madre! Sólo para mostrarte que no te he olvidado.
Los rasgos de su madre lo contemplaban desde el follaje. La adornó con una corona de diamantes; su padre la llamaba a menudo la Reina…, en parte con amor, en parte con ironía. De modo que el padre estaba también en el cuadro, difusamente.
Bush se quedó mirando la tela.
—Es una obra maestra, ¿sabes? —le dijo a la imprecisa mujer que estaba de pie detrás de él, a cierta distancia, sin mirarlo. Tomó una acuarela y garabateó un título:
Grupo de familia
. Al fin y al cabo, él estaba también allí. Todo él estaba allí.
Luego sacó el bloque de papel de la pinza, arrancó la hoja y la enrolló. Plegó el caballete y lo metió en la mochila.
El sol brillaba detrás de Bush, sobre las colinas bajas, preparándose para el ocaso. Las colinas estaban desnudas excepto a lo largo del cauce del río, donde unas psilofitas enanas crecían a la sombra de unos licopodios primitivos. Bush no arrojaba ninguna sombra.
El distante sonido de las motocicletas, único en medio del gran silencio devoniano, lo ponía nervioso. De reojo alcanzó a ver en el suelo un movimiento que lo sobresaltó. Cuatro crosopterigios forcejeaban chapoteando en los bajíos. Se abrieron paso por el barro rojo, irguiendo las cabezas curiosamente acorazadas, mientras miraban alrededor con cómica avidez. Bush iba a fotografiarlos con la cámara de muñeca pero pronto cambió de idea…, ya había fotografiado antes otros crosopterigios.
Los peces se adelantaron echando dentelladas a los insectos que se arrastraban por los bancos de lodo hurgando afanosamente en la vegetación pútrida. En el tiempo en que aún era un genio, había utilizado la estructura de una de aquellas acorazadas cabezas verdes en uno de sus trabajos más logrados.
El ruido de las motocicletas cesó de pronto. Bush trepó a una barranca de pedregullo para ver mejor el paisaje; podía ser un grupo de gente lo que veía abajo, en la playa. El océano casi no se movía. El fantasma de la mujer de cabellos oscuros casi no se movía. En cierto sentido, la mujer lo acompañaba…, o tal vez fuera uno de esos espectros irritantes nacido de su cerebro sobrecargado.
—¡Es como un maldito libro de clase! —le dijo al fantasma, burlándose—. Esta playa, la evolución, la falta de oxígeno en el océano agonizante…, los peces que salen del agua y se aventuran en el espacio…, y, por supuesto, mi padre, para quien todo esto sería un texto religioso —reconfortado por el sonido de su propia voz, Bush se puso a recitar (su padre era muy aficionado a decir poemas)—: La primavera…, no, demasiado larga. Gongula… Demasiado, demasiado larga…, corcho.
Oh, bueno; aquí uno tenía que divertirse, o terminar loco. Respiró a través del filtro, mirando de reojo a su custodia. La mujer de cabellos oscuros seguía allí cerca, tan imprecisa e insustancial como siempre. Supuso que estaría montando una especie de guardia. Le tendió la mano, pero no pudo tocarla, así como no podía tocar a los crosopterigios, o la arena roja…
La lascivia, ése era el problema. Necesitaba este aislamiento mientras los relojes internos no funcionaran, pero a la vez se sentía aburrido. La lascivia lo estaba consumiendo otra vez; pero la Dama Oscura era tan inaccesible como las mujeres indecentes que él imaginaba.
No era ningún placer para él ver las colinas desnudas a través del cuerpo de ella. Se tendió sobre los guijarros, con el cuerpo apoyado a medias en las irregularidades del suelo. En vez de preocuparse por la identidad de la mujer, se volvió hacia el mar lúgubre; lo contemplaba como si esperara que algún monstruo insaciable asomara a la superficie e hiciera trizas la quietud que ahora lo inundaba.
Todas las playas se conectaban entre ellas. El tiempo no era nada para las playas. La que tenía ante sí lo llevaba directamente a la playa que había conocido en unas miserables vacaciones de su infancia, cuando sus padres peleaban con una violencia contenida, y él permanecía temblando detrás de una cabaña, con los zapatos llenos de arena, escuchando furtivamente las palabras de odio. ¡Si al menos olvidara su propia infancia, podría iniciar una nueva vida creativa! Quizás unas imágenes parecidas a cabañas…, conservadas por el tiempo…
No era nada raro en Bush que estuviera allí tendido, meditando en una próxima composición espaciocinética, en vez de trabajar; pero como artista (¡ja!) había triunfado con demasiada facilidad y demasiado pronto…, sobre todo porque fue uno de los primeros en llevar a cabo el viaje mental, sospechaba, y no tanto porque al público le impresionara de un modo particular aquel genio solitario o aquellas austeras y cada vez más monocromáticas composiciones de bloques móviles y trampas, expresión de las oscuras interrelaciones espaciales y sincronizaciones temporales que para Bush constituían el mundo.
En cualquier caso, había terminado con las composiciones de meras señales fóticas que tanto aplaudieron cinco años antes. En lugar de arrastrar adentro aquel fardo de apariencias, empujaría las interioridades hacia afuera, relacionándolas con el tiempo macrocósmico. Eso haría, si sabía cómo empezar.
Bush oyó de nuevo las motos, golpeteando a lo largo de la playa desierta. No les prestó atención y se hundió más profundamente en sus pensamientos, la cabeza colmada de ángulos y fuerzas que no se resolvían en nada que pudiera expresarse. Había emprendido el viaje mental animado por el Instituto, a fin de romper deliberadamente los ritmos circadianos, y para poder enfrentar los problemas nuevos y fundamentales de la percepción temporal, que tanto preocupaba en su época… Y no había encontrado nada significativo. Por eso estaba ahora solo y abandonado en aquella costa.
El viejo Claude Monet había seguido la buena senda, teniendo en cuenta la época, pacientemente sentado en Giverny, transformando nenúfares y estanques en formaciones de color que se ordenaban en un esquivo testimonio del tiempo. Monet nunca había tenido detrás el devónico o la Era Paleozoica.