—1901 lo deprimió —explicó Howes con una leve sonrisa—. Estaba solo, la chica con la que vivía en el jurásico no llegaba mentalmente hasta tan lejos. Decidió hacer del Palacio de Buckingham su cuartel general. Desgraciadamente, había elegido el mes posterior a la muerte de la reina; todo estaba velado de negro, todos iban de negro. Esto y el hecho de no poder hablar con nadie, de no poder oler nada, fue demasiado para Silverstone. Al poco tiempo tuvo que retroceder en busca de compañía, y así fue que muy pronto lo encontramos.
—¿Qué es lo que ocurre ahora? —preguntó Bush.
—¿Quién es su amiga? —preguntó Howes señalando la cama.
Bush tuvo un sobresalto agorero. Por un momento creyó en fantasmas. Detrás de la cama había una incorpórea silueta femenina; los motivos florales del papel mural eran perfectamente visibles a través de su cuerpo. Luego reconoció en ella a su Dama Oscura.
—No somos los únicos fantasmas en este palacio.
—Nos está siguiendo. ¿Quién es?
—Yo la llamo la Dama Oscura. Me sigue por todas partes desde hace años.
—Ninguna intimidad, ¿eh? —Howes atravesó la habitación hacia ella. Bush hizo ademán de detenerlo pero pensó que no sería sensato iniciar otra discusión y lo siguió.
Howes se enfrentó con la mujer. Era brumosa, apenas algo más que un contorno trazado en el aire. Bush no se había atrevido jamás a mirarla así; ella era casi como una parte de su propio carácter al que temía enfrentar…, escapada de las mazmorras de su sadismo.
Con tal pensamiento en la mente, se disgustó cuando oyó que Howes le decía:
—Se parece a usted.
—¡Dediquémonos a nuestros asuntos! ¿Dónde está Silverstone ahora?
—Ella nos está espiando.
—¿Y qué podemos hacer?
—Supongo que tiene razón.
Mientras Howes se daba la vuelta, algo hizo que Bush le preguntara:
—Realmente… ¿Me amaba Ann?
Howes hizo un gesto evasivo.
—Yo lo interpreté así —se encogió de hombros como si hubiera dejado algo por decir, y después agregó enérgicamente—: Tenemos que llevar a Silverstone a un sitio seguro, aquí estamos rodeados de agentes de Acción Popular. Desgraciadamente, la seguridad es algo difícil de conseguir, y desgraciadamente también, Silverstone se está poniendo difícil.
—¿De qué forma?
—Disfrutó con sus travesuras a través de los tiempos con una pandilla de treintones, y eso lo ha vuelto un poco… salvaje. En cuanto a sus conocimientos…, sólo quiere transmitirlos a las personas adecuadas.
—¿Y?
El capitán dejó escapar una sonrisa forzada.
—No me considera entre esas personas. No confía en los militares. Espere… ¡Bush, usted podría ser la persona adecuada! ¡Usted es un artista! En estos momentos está un poco chiflado con el arte. Vamos… Y déjese guiar por mí. Tendremos que cooperar.
Se miraron dubitativamente.
—Vaya usted delante —dijo Bush—. Si he de dar crédito a su historia, también usted tendrá que suponer que no le dispararé por la espalda…
Howes sonrió.
—Sé que no haría eso.
Bush se sintió vejado nuevamente por la idea de saber algo que su mente bloqueaba con destreza, no quería dejar escapar. Lo que él sabía quedaba enmascarado, disimulado como otra cosa. Igual que la chimenea…, disfrazada de tumba de una virgen. O como Howes…, camuflado de caballero victoriano. No conseguía esclarecer sus pensamientos; la carga de dolor y culpabilidad que sentía por la muerte de Ann mantenía oscurecido su raciocinio.
Por un momento Howes y Bush se mostraron vacilantes, y entre tanto la Dama Oscura cruzó delante de ellos y abandonó la habitación.
—Usted no sabe quién es, Bush… Podría tratarse de una espía del gobierno.
—O el fantasma de alguna de las mujeres que usted dice que he traicionado.
Howes gruñó.
—Vámonos —dijo.
Echaron a andar por el corredor principal. Bush iba aferrado a su filtraire, y varias veces tragó saliva; sentía como si se sofocara. Quizá tenía a Némesis tras sus pasos, dispuesta a cobrarse la deuda de Ann y Lenny… Némesis en sus formas más particularmente exasperantes, pues en aquel lugar los auténticos habitantes eran fantasmas y los fantasmas eran gente real; bajo las falsas patillas podía haber vida o muerte… Bush estaba siguiendo a un hombre en el que no confiaba.
Por el camino, Howes murmuró algunos consejos. Bush asentía con la cabeza, incapaz de responder; se acercaba la hora en que los montones de volátiles y animales muertos entregados a las cocinas serían servidos y devorados; en el palacio había vida, el corredor estaba bastante poblado. Si en ese momento abatían a Bush, nadie vería ni sabría nada del incidente y, peor aún, la gente caminaría a través de su cuerpo sin siquiera echarle una mirada.
—Silverstone está en el Salón de Recepciones Oeste, cuatro puertas más allá —dijo Howes por encima del hombro.
Levitas galonadas de amplias solapas, corpiños forrados con ballenas, chalecos bordados, faldas con volados múltiples los rodeaban; por cada invitado había un sirviente con levita de la casa real. Bush observaba ansiosamente los hombros desnudos y las patillas, en busca de algún asesino.
Alcanzaron la puerta del salón de recepciones. Los invitados avanzaban por el lujosamente enmoquetado corredor. Del lado de afuera había un hombre con librea, de pie, que parecía tener una consistencia profundamente oscura. Bush levantó el arma, pero Howes le hizo un gesto para que la bajara.
—Es de los nuestros —dirigiéndose al guardia, preguntó—: ¿Todo bien?
—Silverstone está dentro. No hay signos de interferencia. La oposición debe estar esperando fuera, al aire libre.
Howes frunció el ceño.
—No veo qué ventaja pueda reportarles eso —se encogió de hombros en señal de apartarse del tema, y se dispuso a entrar; la puerta estaba entreabierta.
Con la mente llena de lóbregas sospechas, Bush miró al guardia; ya no conocía —tal vez nunca hubiera conocido— la diferencia entre amigos y enemigos, sólo sabía que no sentía ningún deseo de entrar en esa estancia… Pero enzarzarse en una discusión con un hombre que Howes presuntamente conocía bien no sería más que una táctica dilatoria. En un breve momento de vacilación se prometió una gloriosa depresión anímica una vez libre de los problemas presentes, y se rió de sí mismo por ese pensamiento.
Avanzó, inmediatamente detrás de Howes… Y fue repentinamente cogido y golpeado en el estómago.
Bush alcanzó a tener la visión de un rostro repugnante que mostraba los dientes, y de unas piernas, y de su mano derecha disparando convulsivamente su pistola de rayos. Y luego del suelo, acudiendo a su encuentro… Le pareció que era una elaborada alfombra turca, pero de consistencia blanda y vítrea, tal como en los viajes mentales. Luchando por recuperar el aliento, se acurrucó —recordó a Lenny en una situación similar— y luego consiguió sentarse. Alguien acudió y le clavó la punta de una pistola en la nuca, pero él se quedó sentado en tensión, preguntándose qué sentiría cuando el disparo partiera.
—¿Quién es este tipo? —preguntó alguien.
—Es un amigo mío —dijo Howes.
Bush miró cautelosamente en derredor tratando de mantener el cuello inmóvil.
El traidor de la puerta entró. Sus aliados en el interior eran cinco. Cuatro habían estado aguardando tras la puerta; en ese momento permanecían de pie junto a Howes y Bush. Todos iban disfrazados de caballeros victorianos, aunque la apariencia cenicienta de sus rostros los señalaba como viajeros mentales de 2093 mal iluminados. Parecían inteligentes…, pero difícilmente unos imbéciles habrían podido llegar hasta tan cerca del presente como 1851, eso era evidente. Uno de ellos se inclinó sobre Howes y le arrancó las falsas patillas y la peluca. Pareció desnudo y desamparado, tendido en el suelo con una pistola apuntándole.
—Es culpa suya… ¡Estaba demasiado ocupado con usted para tomar las precauciones debidas! —le dijo a Bush, que levantó las cejas calladamente.
Bush, siempre atento a valorar tales cosas, reconoció que Howes tenía algún tipo de compulsión a transferir la culpa a otros. Parte de esa tendencia la había revelado en su curiosa conversación tras… el accidente con Ann.
Howes comenzó a maldecir al hombre de la puerta por haberlos traicionado, pero un golpe en el rostro lo redujo al silencio.
El quinto miembro de la emboscada —sexto, contando al de la puerta— permanecía de pie junto a las cortinas que enmarcaban una de las ventanas altas. Junto a él había un sillón y en el sillón, un hombre atado y amordazado. Lo indefinido de su rostro y el exceso de luz en la estancia hacían difícil identificarlo, pero Bush no dudó en que sería Silverstone. Por los sonidos que emitía, tenía problemas de respiración con su filtraire, al parecer.
—¡Estupendo! Fue más fácil de lo que pensamos —dijo el tipo que estaba de pie junto a Howes. Parecía ser el jefe. Tenía una amplia frente pálida y una boca gruesa; llevaba un atuendo gris y había dejado a un lado, en lugar seguro, un sombrero alto color gamuza claro, que volvió a poner sobre su cabeza. Con el rostro despierto, casi brutal, formaba un conjunto chocante.
—¡Debí suponer que harías todo lo posible para unirte a Acción Popular, Grazley! —dijo Howes despectivamente; el nombre de Grazley sonó familiar a Bush…, uno de los lugartenientes de Bolt que había cambiado de chaqueta, supuso.
—Te vamos a llevar de vuelta a 2093, Howes. A ti y a tus compinches —dijo, ignorando la observación del otro—. Seréis juzgados, los dos, por traición al gobierno que tengo el honor de servir. Os daremos gotas paralizantes, os inyectaremos CSD y viajaréis de vuelta, atados, con nosotros. Silverstone volverá a casa por el mismo método.
Mientras hablaba, enfundó la pistola y chasqueó los dedos a uno de los suyos, quien inmediatamente empezó a rebuscar en su mochila.
—¿Por qué no liquidarnos aquí y ahorrarnos toda la farsa? —dijo Howes. Pero por toda respuesta recibió una patada en la espina dorsal.
Mientras el hombre sacaba una jeringuilla de su mochila penetraron en la estancia algunos sirvientes con librea. El grupo de Grazley se puso inmediatamente alerta…, pero los lacayos pertenecían obviamente a su época y avanzaron a través de los viajeros mentales sin parpadear. La habitación había estado vacía hasta entonces. Se dirigieron ceremoniosamente hacia las ventanas altas para disponer el cortinaje contra el resplandor del sol; quizás era una visita de rutina.
La atención de todo el grupo se vio distraída por la intrusión. Bush se puso a calcular el tiempo que necesitaría para saltar y correr hacia la puerta. La acción no habría valido la pena bajo circunstancias normales, pero en tan desesperada situación… Apenas dos pasos habían dado los sirvientes y Bush ya había terminado sus cálculos y se disponía al intento, los músculos tensos. Entonces intervino el futuro.
Eran cuatro: la Dama Oscura y tres hombres. Parecían flotar sin sustancia en el aire, como seres sin piernas ocultos tras cristales de enorme espesura. Apuntaron contra ellos unas estilizadas varillas.
Las miradas de Bush y de la Dama Oscura se encontraron. Ella le hizo un pequeño gesto, levantando su mano libre para cubrir su nariz y su boca, y luego los cuatro se acercaron hasta cubrir a Grazley y los suyos y abrieron fuego.
Grazley era rápido. Se lanzó contra su indefinido atacante, y cargó a través de él, perdiendo en el intento su sombrero de copa.
Las armas del futuro actuaban a través de la barrera de la entropía, lanzando densas bocanadas de un pegajoso gas. Dos de los hombres de Grazley respondieron disparando indiscriminadamente. Las armas se volvieron hacia ellos, que vacilaron y cayeron. Bush percibió un olor acre que casi le hizo perder el sentido. Levantándose de un salto, corrió hacia la puerta.
Su cabeza giraba, el gas la embotaba. Su acción era inútil. Nunca estaba libre. ¿Qué era aquello de la naturaleza del infinito? Acción Popular es… El sufrimiento es… Dios, sí, permanente, uniforme, y oscuro… Como Ann.
Consiguió mantener algo de su lucidez. Se dejó caer sobre la lujosa moqueta del corredor. La gente había desaparecido, se había apresurado hacia el banquete. Sólo dos siluetas importantes venían hacia él, la mujer andando majestuosamente, como una reina, la mano posada de tal forma en el brazo de su caballero que… ¡Él! ¡Y ella! ¡No era de sorprenderse que los lacayos se inclinaran tan obsequiosamente tras ellos hasta casi dejar caer sus pelucas! Gruñendo, Bush hizo inútiles esfuerzos por rodar fuera del paso mientras la reina de Inglaterra y el príncipe consorte pasaban a través de él, sumergido bajo las amplias faldas espectrales.
La impresión, la farsa, la locura de todo aquello le devolvió los sentidos. Secándose los ojos, aspiró aire fresco de su filtraire, se levantó y extrajo su pistola de gas, la única arma que le quedaba. Echó una cautelosa mirada a la habitación de la que acababa de escapar. Todos los viajeros mentales yacían inconscientes en el suelo. Los sirvientes victorianos habían terminado de disponer el cortinaje, y en ese momento cruzaban la puerta a través de Bush; el gas no los había afectado. Los cuatro del futuro lo saludaron y abandonaron también penumbrosamente la habitación, con la Dama Oscura a la cabeza.
Bush les dedicó apenas un instante de atención. Avanzó rápidamente por la habitación y desarmó a Grazley y a sus hombres; ninguno se movió. Se le ocurrió otra idea e hizo una nueva ronda de registro, recogiendo sus provisiones de CSD para retrasarles el regreso a 2093…, aunque estaba seguro de que sencillamente se apropiarían de la droga de otros. Tomó al inconsciente Howes por debajo de las axilas y lo arrastró hasta el corredor, con los ojos ardiéndole por el persistente gas. Y volvió a entrar para sacar al también inconsciente Silverstone, aún atado en su sillón. Mientras lo arrastraba por el suelo le dio con el pie a su pistola de rayos, que le había caído de la mano al entrar la primera vez. Su mente, algo embotada aún por el gas, empezó a engranar revelaciones. Y casi gritó en voz alta de sorpresa y alivio.
Tenía un cuchillo en la mochila. Lo tomó, cortó las cuerdas que sujetaban a Silverstone y ató a Howes en su lugar, colocándole las manos detrás de los pies y atándole las muñecas a los tobillos.
—¡Sucio bastardo! —dijo; luego echó a correr por los corredores del palacio, gritando:
—¡Ann! ¡Ann!
Cierto número arbitrario de puntos marca las fronteras mentales de nuestras vidas. Por ejemplo, una pierna doblada, un verso de Wordsworth, un día en un jardín abandonado, una amante mejilla sobre un hombro, un palo de golf ensangrentado, una droga, los largos crepúsculos en una playa del devónico, una pistola de rayos…, y en el núcleo de esos factores quedará definida una existencia humana. Sólo que un ser humano particular es más que el producto de esos factores.