Por un segundo, el vértigo que no tenía nada que ver con su magullada cabeza invadió a Bush. Era como si hubiera tocado casi con su mano la llave de todo el asunto; y recordó haber experimentado ya lo mismo… Le pareció que su confusión interior podía ser lo más cercano a la claridad.
Se alejó de las muchachas charlatanas con las manos vacías. Afuera, el sol brillaba, pero eso a él no lo afectaba. El verano titubeaba en el umbral de Breedale, y Bush contemplaba las miserables casas que limitaban el páramo. En unos pocos jardines habían hecho meritorios esfuerzos para construir parterres donde crecieran algunas flores o verduras para llenar las vacías ollas; pero el páramo había presentado obstinada resistencia a tales economías. Bush estuvo un rato errando por la cresta de la colina; miró hacia el pueblo como tantas otras veces. Y vio a Herbert Bush.
Muy cerca de su casa, Herbert subía la colina. Estaba bebido. Edward corrió hacia él, se puso a su lado…, pero no era más que un fantasma. Si su presencia producía alguna alteración psíquica en Herbert, no lo demostraba en absoluto. Tenía el rostro enrojecido y jadeaba entre murmullos. Seguramente había pasado buena parte de la tarde bebiendo con algún compañero en cualquier sitio. Y regresaba a casa para decirle a su mujer algo más de lo que pensaba. Abrió la puerta trasera de par en par, y descubrió a Amy tendida desmañadamente sobre las baldosas.
Amy se había movido; al parecer, se había izado hasta una silla, y luego había vuelto a caer, crispada por los dolores. Y allí estaba, desmadejada en el suelo, la silla volcada sobre el rostro y el pecho y un brazo enredado en los barrotes del respaldo. En algún momento se había desgarrado las ropas. El bebé muerto le colgaba entre las piernas sin haber acabado de nacer.
Herbert se echó al suelo al lado de Amy.
—¡No! —jadeó Bush; se apartó de la ventana y apoyó su palpitante cabeza en la vítrea pared. ¡No puede ser que esté muerta! Uno no se muere así, tan sencillamente… Oh, sí, uno moría, si se ha estado bastante tiempo subalimentado, si se golpeaba contra la mesa al caer, si se encontraba atrapado en una madeja de circunstancias económicas, históricas y emocionales adversas; uno podía morir muy fácilmente. Pero aquella vida… ¡Ella no podía haber nacido para ese sórdido fin! Las promesas de su juventud…, su matrimonio… Hacía tan sólo unas semanas parecía feliz, pese a todo.
Pero nada de eso importaba.
Estaba sorprendido de ver que el rostro de Herbert lo miraba directamente a través de la ventana. Había perdido el color, estaba ceniciento… Parecía incluso haber perdido forma. Entonces se dio cuenta de que no estaba mirándolo a él ni miraba nada, excepto el fracaso de su vida; extendió una mano hacia el pequeño estante sobre el fregadero, donde guardaba sus utensilios de limpieza. Tomó su larga navaja de afeitar.
—¡Herbert, no, no! —Edward Bush saltó frente a la ventana, aporreó inútilmente los cristales, blandos a sus puños. Gesticuló, gritó. Y ante sus ojos, Herbert Bush se cortó la garganta, tirando de la hoja desde la oreja izquierda hasta casi la derecha. Poco después aparecía en la puerta trasera, con la navaja aún en la mano. La sangre caía a borbotones sobre su camisa.
Dio tres pasos por el jardín, se hundió hasta las rodillas en el perejil silvestre, y se derrumbó entre las cremosas puntas de los tallos de la maleza, con el cuerpo cubriendo a medias la fantasmal tienda de Bush.
Bush echó a correr, aterrado.
Era como si la tragedia que había ocurrido en la familia de Bush hubiese sido una necesidad histórica. Todo el pueblo se desprendió de sus peniques para ayudar a los chicos, todo el pueblo desfiló por el cementerio detrás de la iglesia. Hasta el señor de la heredad envió a uno de los ejecutivos de la mina para que lo representara; probablemente Herbert gozaba de una buena reputación en el pozo. Algunos de los hombres hablaron luego con el ejecutivo; el sindicato fue convocado; se reanudaron las discusiones. Las horribles muertes habían sacudido a todos de su taciturna apatía. Y tras las negociaciones se llegó a un acuerdo.
Apenas cuatro días después del entierro de Amy y Herbert Bush, los hombres marcharon de nuevo colina abajo con sus trajes de faena, y la primitiva jaula volvió a descender con ellos hasta las entrañas de la tierra, donde empezaron a cortar de nuevo los árboles fósiles que en lejanos días crecieron allí.
Bush se quedó en Breedale para ver a Joan iniciar su trabajo como ayudante en la tienda, a las órdenes de un ex-empleado de los mayoristas que había comprado el negocio, y que cada mañana llegaba en bicicleta desde otro de los pueblos del valle. Impecable, eficiente, siempre sonriente pese al incómodo cuello de su camisa, era un hombre joven y prometedor. Una vecina se ocupaba de los pequeños Bush durante el día. La abuela se las apañaba por su cuenta…, el tiempo estaba bueno y ella podía sentarse afuera del lado de la puerta trasera de la tienda en una silla dura…, de lo cual evidentemente se resentía, ya que las abuelas de la vecindad que no se veían afligidas con una tienda de comestibles podían sentarse fuera en sus puertas delanteras, observando la calle con su actividad.
La principal preocupación de Bush era observar a Joan. En un año o algo así sería lo suficientemente mayor como para casarse con el muchacho que seguía cortejándola, y que ya estaba trabajando en las profundidades de la mina. Era imposible detectar algún indicio de que ella recordara a sus padres… Bush se preguntaba si en la cabeza de la chica habría entrado alguna vez la idea de que su padre se había matado en un momento de desequilibrio, y no por pena o desesperación sino por remordimiento. Pero si había sido así, ella y él habrían sido los únicos en pensarlo de ese modo.
Fue así que a Bush le pareció haber llegado a un callejón sin salida, por lo que gradualmente se vio obligado a volver sobre su propia situación. Y no sin sorpresa fue descubriendo que su ego se había curado por sí mismo. Tuvo que aceptar, eso sí, que la impresión de haber hallado a su madre muerta, e inmediatamente haberse metido en el abrumador entrenamiento militar le habían nublado temporalmente la razón.
Al mismo tiempo, jirones sepultados —aunque intactos— de disciplina moral, sobrevivientes de un período lejano de su vida, lo persuadieron de que en adelante debía esforzarse más al servicio del bien. Ya conocía bastante el mal como para reconocer sin dificultad a su opuesto.
Lo cual llevó a Bush a la comprensión de que debía hacer todo lo que estuviera en su mano por derribar el régimen de Acción Popular. Porque…,
¿hasta qué punto era genuino un sentimiento si no hallaba expresión en los actos?
.
Utilizó esta pregunta para reafirmar sus resoluciones, embelesado por su belleza y universalidad, por las verdades que contenía y que sentía haber descubierto en Breedale 1930… Poco después hubo de reconocer el parentesco de su pregunta con una cita bíblica que su profesor de arte aplicaba a menudo jocosamente a los estudios de naturalezas muertas de manzanas y peras de sus alumnos: “Por sus frutos los conoceréis”. De todos modos, había llegado por sí mismo a ese reconocimiento, y eso era un signo prometedor.
El alma de Bush se había desprendido de su pequeña choza de barro, y había pasado a habitar un maravilloso palacio de cristal. El hombre pudo sentir las cualidades divinas que había en él.
Su misericordioso interludio en Breedale, lejos del mundo real, le había dado la oportunidad de encontrarse consigo mismo. Habían sido sus cuarenta días en el desierto. Muchos de los días en que descubrió su transmutación los pasó rezando; pero las plegarias cambiaban de forma y tono, y regresaban a él aleteando. Eran
sus dones
lo que necesitaba revelar…, y revelarlos a los demás, tanto como a sí mismo.
Durante aquel largo día en otro jardín, cuando su madre le probó de qué manera se había vuelto en contra de él, se hizo consciente de una grieta en la estructura moral del universo. Y había llegado ya el tiempo en que se sentía con las fuerzas suficientes como para reparar aquella grieta, para levantarse por encima del curso de la acción positiva, ¡para rehacer el mundo!
Ayunó. Tuvo visiones. Retirado del mundo, podía verlo brillar en los extremos de sus dedos, preparado para ser moldeado. Era una obra de arte compleja, sobre la que se basaban las más amplias —¡y puras!— ambiciones. Mostraría a su madre que podía ser dios, mucho más allá de su mezquino esquema de recompensas y castigos.
De nuevo se encontró en disposición de realizar el viaje mental. Sabía lo que tenía que hacer. Las cosas pequeñas antes que las grandes, lo material antes que lo trascendental. Pero en el comienzo tuvo una vacilación, fácilmente superada: se preguntó si debía quedarse en 1930, no en Breedale sino en otro lugar…, particularmente en Londres. Sabido era —creía recordarlo—, y casi objeto de broma, que los intelectuales en viaje mental generalmente se dirigían al Palacio de Buckingham a deleitarse con sus refinamientos, su confort y sus incomodidades, su conveniencia como lugar de cita… Pero tan cerca del presente, el palacio estaría desierto a excepción de la Casa Real de Windsor y su séquito.
No, su presa bien podía hallarse allí…, pero algo más atrás en el tiempo, en una época más fácilmente asequible a todos excepto a los rebeldes como él. Creyó adivinar la fecha exacta y se preparó para viajar mentalmente hasta ella.
Pero al dejar la comunidad minera se le presentó una sorpresa. El nuevo gerente de la pequeña tienda de comestibles, a escasos diez días de haberse hecho cargo del negocio, una tarde bajó la esterilla que cubría la puerta de entrada a las ocho en punto y cerró por dentro. Luego se volvió para proponerle a Joan que se casaran; eso al menos interpretó Bush por las modestas miradas de la chica, sus sonrisas, sus momentos de miedo, la forma como él le tomó formal y tiernamente la mano. Y al día siguiente, el joven llegó al trabajo pedaleando en su bicicleta como de costumbre. Sacó del bolsillo de su impecable chaleco un anillo, y se lo ofreció a Joan. Mientras lo deslizaba por el dedo de ella, Joan sonrió con ojos turbados y repentinamente pasó un brazo en tomo al cuello del joven, permaneciendo con una mejilla apretada contra la cabeza de él.
A Bush lo sorprendió eso. ¡…chica ordinaria! ¿No era más que una oportunista? ¿Experimentaba realmente algo por el joven comerciante? ¿Tenía un corazón duro o indiferente? Le pareció que los actos externos de la joven eran contradictorios.
—Es mi propia historia, representada por mí mismo —se dijo Bush—. Cuando haya terminado con mis asuntos, podré volver y ver lo que ha ocurrido, si lo deseo…
Allí estarían, todavía, pertrechados en el borde del gran páramo. En cuanto al padre de la muchacha, seguiría corriendo fuera de la casa, agonizando entre el perejil silvestre. Quizá Bush podría regresar y cambiar todo aquello mediante sus nuevos poderes.
Una vez levantada su tienda, recogidas sus pertenencias, estuvo presto para inyectarse una dosis de CSD. Pero antes fue a despedirse de Joan. Estaba en la habitación trasera, repasando facturas. Cerca de ella estaba la abuela, sentada, removiendo los dientes postizos con la horrible complacencia de un medieval
memento mori
.
Bush levantó una mano en señal de saludo a todas aquellas cosas agridulces; ya casi deliraba a causa de la droga; se dijo que frecuentemente se había sentido mucho más solo en su propia época, entre gente a la que podía tocar y con la que podía hablar, y presuntamente ‘comprender’ mejor de lo que ‘comprendía’ a esa pequeña, pálida y subalimentada virgen… Pero la comprensión era algo muy pobre junto a la maravilla.
Reluctante a desaparecer ante aquellos ojos que no lo veían, salió. Sobre su cabeza, un cuclillo trazaba una parábola en dirección a la desnuda línea del páramo, como disparado por una gigantesca y alada arma. Bush se desvaneció en la escena como un fantasma.
De pie bajo los grandes olmos, supo que ése era el lugar…, su Dama Oscura estaba muy cerca, una sombra uniforme, con la silueta borrada miles de veces por los transeúntes. Al final de la hilera de olmos había una gran fuente de cristal, cuyas aguas se derramaban en un estanque circular. Fuente, estanque y olmos se cobijaban bajo una poderosa arcada de cristal, flanqueados por extrañas estatuas.
Bush conocía ese lugar y tiempo; la manía victoriana de su infancia se lo aseguraba. Estaba en 1851, época de la celebración de la gran Exposición universal para testimoniar la creciente riqueza y poder británicos. Avanzó y se detuvo ante una gigantesca estatua que llamaba su atención tanto como la de la multitud. Era una estatua alemana de cinc que representaba a una imponente amazona montando a pelo un garañón, desnuda de la cintura para arriba. Estaba a punto de clavar su lanza en una tigresa que, impulsada por razones sólo por ella conocidas, saltaba hacia el lomo de su cabalgadura.
Los victorianos, tanto en pintura como en escultura, habían sido maestros en el “¿Qué es lo que ocurre a continuación?”, la plasmación del instante mismo de la pregunta; pero esta habilidad había caído en el ridículo con el advenimiento de la fotografía y el cine y la televisión y los lasoides…, todos los cuales insistieron en dar respuesta a la pregunta en lugar de limitarse a su formulación. Bush se enfrentaba en ese momento con la misma pregunta en su propia vida, y debía resolverla a través de la acción. La Dama Oscura lo estaba observando. Desde su ventajosa posición en el tiempo, debía saber bien lo-que-le-ocurriría-a-continuación-a-Eddie Bush. No era un pensamiento reconfortante; y le complació pensar que ella no sabría en mayor medida que él si era la amazona o la tigresa la que ganaba esa batalla.
Había otros qué-es-lo-que-ocurre-a-continuación involucrados en su ecuación personal; demorándose un poco bajo la estatua de cinc, pensó que el primero concernía a Silverstone, alias Stein. Lo habían entrenado para matar a Silverstone, y era claro que el hombre representaba un peligro para el régimen de Gleason…, lo cual lo hacía apreciable a Bush en su nuevo estado anímico. Era su deber encontrar a Silverstone y advertirlo —si aún seguía con vida—, pues aunque él tuviera razones personales para saber que Silverstone era muy capaz de protegerse con éxito, lo más probable era que hubiera varios agentes de Gleason tras su pista. Los viajeros mentales de Acción Popular se estarían desparramando a lo largo del tiempo en busca de Silverstone y cualquier otro buscaproblemas potencial que pudieran encontrar. Y lo más probable sería que a esas alturas el propio Bush estuviera incluido.