—El Toque de Diana —le corrigió Borrow.
No quedaba nada por decir. Se quedaron inmóviles ante la fantástica escena. Ya era completamente de día y se estaba levantando un viento fuerte que hacía brotar chispas del magma; algunos milenios más, y todo eso no sería más que fuego; sus islas se derretirían como una vela en un horno. El viento rasgaba las nubes, extendidas por todo el cielo como estratos pizarrosos de una consistencia sólida. Los estratos se desgarraron en enormes fragmentos que parecían más islas que nubes, y abrieron paso al sol.
El sol llameaba, pero su aspecto era oscuro y manchado. Arrastraba jirones de fuego. Era un augurio del infierno último por venir.
—Bueno, ahora vamos a regresar a 2093, Wygelia —dijo Howes forzando un tono de voz oficialmente convencional—. Antes de irnos, me gustaría preguntar sólo una cosa… Nos encontraremos con problemas a nuestro regreso. ¿Cómo… ehm, cómo voy a encontrar mi… nacimiento?
—Lo encontrarás triunfalmente, capitán. Valerosamente, y lejos de la inutilidad. Eso es todo lo que necesitas saber. ¿Has comprendido por completo ahora?
—Bueno, no tengo más opción que ésta, ¿no? Y sé lo que voy a hacer cuando regresemos, cuál va a ser mi estrategia. En primer lugar haré un informe a mis propias fuerzas revolucionarias, por supuesto. Luego me presentaré al Partido de Acción Popular. Me llevarán ante Gleason. Y le diré… todo esto, acerca de la sobremente.
—¿Podrá convencerlo? —preguntó Borrow.
—Procuraré impresionarlo. O, con suerte, lo mataré.
—Supongo que después de todo esto será mejor que nosotros también emprendamos alguna acción —dijo Ann—. Pero de todos modos no sé cómo empezar a explicarlo.
—Aquí hay un elemento de prueba que nadie ha mencionado todavía —dijo Bush—. Es posible que yo lo haya extraído de mi propia vida, quizá de Breedale…, aunque más probablemente de todos lados. Tú y yo hemos hablado del incesto, Ann. En este punto es donde la unión entre sobremente y submente presenta más debilidades…, naturalmente, puesto que es el punto donde vida y muerte, nacimiento y muerte, se confunden. La proscripción del incesto… es algo que ninguna especie animal ha establecido; fue inventada para impedirnos mirar hacia nuestros padres, porque la submente sabía desde siempre que éste era el camino de la muerte, y no de la vida. En el pasado no tenéis ninguna prohibición contra el incesto, ¿verdad, Wygelia?
Ella sacudió su oscura cabeza.
—No, puesto que tampoco tenemos incesto, ya que todos, inevitablemente, regresamos a nuestros padres.
Howes sacudió la cabeza.
—Creo que me quedaré con los argumentos de mayor impacto para mis conversaciones.
—Yo no soy un soldado —dijo Borrow firmemente—, pero seguro que me sentiré feliz de hacer lo que Silverstone me encargó. Dadme la oportunidad de recoger a Ver en
El huevo amniótico
y empezaré a crear inmediatamente montajes interpretativos. Puedo explicar la situación en los círculos artísticos…, que la difundirán rápidamente.
—¿Vienes con nosotros a 2093? —preguntó Bush a Wygelia. Ella sacudió su oscura cabeza, sonriendo tristemente.
—He cumplido con todo lo que la Autoridad Central me encargó. Mi misión ha terminado, y no estoy autorizada para hacer más. Pero volveré a veros a ti y a Ann cuando yo sea una niña. Antes de abandonaros ahora, los cuatro hombres que están conmigo y yo os acompañaremos en nuestro viaje mental hasta el umbral de 2093.
Viajaron una vez más, se extirparon del fin del mundo que por tanto tiempo habían considerado como el principio.
Ann y Bush emitieron al unísono una pregunta a Wygelia.
Bush, un millón de espirales de un vivo color malva dominante: “Si el largo pasado de la raza, de la humanidad, fue tan grande, ¿por qué quedarse en este planeta para morir? ¿Por qué no escapar a otros mundos?”.
Ann, entremezclando círculos amarillos: “Cuéntanos…, danos tan siquiera un atisbo de ese gran pasado”.
Wygelia les informó que respondería inmediatamente a ambas preguntas.
Emitió un gran castillo blanco que flotó hacia ellos y a través de ellos, transformándose con el toque de sus mentes al pasar, y mostrando un vertiginoso espacio. Tenía un gran número de habitaciones. Sus paredes se entrecruzaban e interpenetraban. Era una elaborada estructura de historia universal, una vulgarización que podían comprender tan sólo vagamente, formulada por una mente maestra. Era también la suprema obra de arte. Y así, Bush y Borrow pasarían el resto de sus vidas buscándola, intentando recrearla, transmitiendo algo de su paradójica gloria a otros artistas posteriores como Picasso y Turner.
Captaron algo de su significado, mientras nadaban como peces a través de sus elucidaciones. En un lejano pasado, un pasado inconmensurable, la raza humana había nacido a la creación en una miríada de puntos a la vez. Era tan difusa como un gas. Era puro intelecto. Era omnipotente.
Era Dios.
Había sido Dios y había creado el universo. Luego había sido gobernada por sus propias leyes. En el transcurso de incalculables eones había entrado más completamente en su propia creación. Había empezado a sentirse atraída por los planetas y había ocupado varios millones de ellos. Gradualmente, a lo largo de incontables eones olvidados, se había retraído, como una gran familia que regresa bajo el mismo techo por la noche, al finalizar el trabajo. Vivir juntos había significado el abandono de algunas habilidades; no había importado. Otras subsistían. Pronto los planetas se vaciaron de vida humana, galaxias enteras fueron evacuadas. Pero las galaxias se estaban reuniendo, precipitándose unas hacia otras.
El largo, largo proceso… Nada de lo que le quedaba ahora a la raza podía expresarlo. Finalmente, todo lo que subsistía de la brillante multitud se congregó en la Tierra. La gran sinfonía de la creación había sido alcanzada, una conclusión dispuesta desde hacía mucho tiempo.
“Es un consuelo… Tenemos leyendas de la verdad en nuestras religiones”, pensó Bush.
“¡Recuerdos!”, corrigió Wygelia. A tenor de sus pensamientos hallaban consuelo a su estado de degradación.
El gran castillo los mantuvo impregnados durante mucho más tiempo del que habían sospechado. Wygelia los estaba guiando hacia la superficie, los depositaría milagrosamente en un lugar seguro, cerca de uno de los puntos fuertes de la resistencia de Acción Popular.
Emergieron en la superficie. Wygelia había desaparecido, e igualmente los cuatro porteadores. Howes parecía ya alerta y dispuesto a la acción. Ann y Bush se volvieron uno hacia el otro y se miraron, con suavidad, pero desafiantes.
—¡Maldito sea, falta que me convenzas! —dijo Ann.
—Te convenceré —dijo Bush—. Pero antes tengo que encontrar a Wenlock y advertirle.
—Buena idea —dijo Howes—. Vengan conmigo al escondite de los rebeldes…, allí les darán el nombre de la institución mental donde está encerrado.
Dieron media vuelta y lo siguieron a través de las ruinas de su propia época transhimalaya.
Una enfermera avanzaba a lo largo del gris corredor. James Bush, diplomado en cirugía dental, levantó la cabeza en un esfuerzo por terminar de despertarse. Miró su reloj; llevaba esperando veinte minutos sentado en la incómoda silla de metal.
La enfermera se le acercó y dijo:
—El supervisor sigue ocupado, señor Bush. El ayudante del supervisor, el señor Frankland, lo recibirá, si me acompaña —se dio la vuelta y se alejó a buen paso por donde había venido, de modo que el dentista tuvo que levantarse apresuradamente para seguirla.
Subieron un tramo de escalera al final del corredor; la enfermera señaló una puerta que tenía un cartel con el nombre ALBERT FRANKLAND.
Un hombre grueso y desaliñado, con gafas sin montura y modales remilgados, se levantó tras su escritorio y ofreció una silla a James.
—Soy el señor Frankland, ayudante del supervisor del Instituto de Alteraciones Mentales Avanzadas de Garfield, señor Bush. Nos alegramos mucho de verlo por aquí, y por supuesto, si hay algo en lo que pudiéramos ayudarle, sólo tiene que pedirlo.
Aquellas palabras liberaron a James del sentimiento de agravio que había ido acumulando.
—¡Quiero ver a mi hijo! ¡Eso es todo! Es muy sencillo, ¿no? ¡Es la cuarta ocasión que vengo aquí en dos semanas, nada más que para que me echen cada vez sin darme la menor satisfacción! Cuesta dinero, ¿sabe?, venir hasta aquí. El viaje no es fácil en nuestros días.
Frankland estaba radiante; asentía y tamborileaba con los dedos aprobatoriamente en una esquina del escritorio, como si comprendiera exactamente lo que James había querido expresar.
—En su alegato contra el transporte público va implícita, creo, una crítica indirecta al Partido —dijo con aire conspirativo.
Del otro lado del escritorio la sonrisa de Frankland pareció repentinamente repulsiva. James se echó hacia atrás, procurando calmarse, y dijo:
—Estoy pidiendo ver a mi hijo Ted, eso es todo.
Frankland lo miró con rudeza, mordiéndose el labio inferior. Finalmente dijo:
—¿Sabe usted que su hijo sufre una peligrosa locura alucinatoria?
—No sé nada. ¡No he podido saber nada! ¿Por qué ni siquiera puedo verlo?
Frankland empezó a limpiarse las uñas, bajó la vista para ver lo que sus manos estaban haciendo y luego dirigió a James una mirada de reojo bajo sus cejas.
—A decir verdad, se encuentra bajo sedación. Es por eso que no puede verlo. La última vez que vino usted a este Instituto se había escapado de su celda la víspera y corrido por todos los pasillos causando un montón de daños y atacando a una enfermera y a un auxiliar. En su estado alucinatorio, cree que está en el palacio de Buckingham.
—¡El palacio de Buckingham!
—El palacio de Buckingham. ¿Qué dice usted a eso? Demasiados viajes mentales, ése es el problema básico, añadido a… ehm, una debilidad hereditaria. Ha pasado demasiado tiempo en viaje mental, pero estamos empezando a comprender que las peculiares condiciones anósmicas inherentes a él pueden ayudar a fragmentar la mente. Anosmia significa pérdida del sentido del olfato…, los centros olfativos del cerebro son los más antiguos de todos. Su hijo empezó a creer que podía viajar mentalmente a eras habitadas por el hombre, y a ello siguió una larga serie de alucinaciones que esperamos registrar y estudiar, como ayuda para casos futuros.
—Mire, señor Frankland, no quiero oír hablar de casos futuros… ¡Yo sólo quiero saber de Ted! ¿Dice usted que el viaje mental es lo que lo ha enfermado? Parecía estar completamente bien cuando regresó a casa después de dos años y medio de ausencia, tras la muerte de su madre.
—Nunca somos buenos jueces de la salud mental de otras personas, señor Bush. En ese tiempo su hijo estaba a punto de hundirse en la locura por cualquier impresión repentina… De hecho, sufría ya de una forma grave de anomia.
—¿Falta de sentido del olfato?
—No, eso es anosmia, señor Bush. Le hablo ahora de un estado mucho más serio: la anomia. Se está revelando como la peor enfermedad, al parecer, que acosa a los viajeros mentales. Un individuo anómico está completamente aislado; se siente separado de la sociedad y de toda su escala de valores; pierde todas las normas y se siente disgustado con la vida tal como es. En viaje mental, viendo a su alrededor un mundo sobre el que no puede influir en ningún sentido, el individuo anómico piensa que la vida no tiene ni finalidad ni significado. Tiende a replegarse en su propio pasado, a invertir el sentido de las agujas del reloj, a regresar a un catatónico estado fetal.
—Me está cegando con la ciencia, señor Frankland —dijo James, apesadumbrado—. Como le he dicho, Ted se veía perfectamente bien cuando vino a casa la última vez.
—Y el mundo exterior conspiró para darle a su hijo ese empujón extra que necesitaba —continuó Frankland, inclinando ligeramente su cabeza hacia James como si le indicara así que estimaba preferible ignorar su interrupción—. Ese empujón, por supuesto, fue la muerte de su madre. Sabemos que tenía una fijación incestuosa hacia ella, y el descubrimiento de que finalmente había eludido sus deseos envió a su hijo a una sorprendente trayectoria maníaca que no era más que un intento enmascarado de regresar a la matriz.
—Eso no suena en absoluto propio de Ted.
Frankland se levantó.
—Puesto que no parece usted dispuesto a creerme, le daré una pequeña prueba —se dirigió hacia una grabadora portátil, seleccionó una cinta de una estantería cercana, la encajó en su sitio y puso el aparato en marcha.
—Hemos registrado una buena parte de lo dicho por su hijo en sus períodos alucinatorios…, éste es un fragmento de los inicios de su tratamiento, cuando fue traído aquí. Debo explicarle que se derrumbó cuando aguardaba para ser entrevistado por el señor Howells, su superior en el Instituto Wenlock. Por razones que aún no alcanzo a comprender, estaba convencido de que nuestro gran jefe de Estado, el general Peregrine Bolt, estaba imponiendo un régimen nefasto en el país. En tales casos los pacientes siempre se consideran como perseguidos. Más tarde, en su mente, remplazó al general Bolt por una figura que podía considerar más satisfactoriamente como nefasta, un tal almirante Gleason; pero en el momento de esta grabación, aún no estaba demasiado hundido en sus alucinaciones. Al menos se creía todavía en esta época, y mantenía una especie de conversación con su doctor y algunos estudiantes, como podrá oír.
Conectó la grabadora. Se oyeron ruidos apagados, un gruñido. Un murmullo uniforme que se resolvió en un nombre: Howes. Con voz precisa, en tono neutro, Frankland comentó:
—El paciente, al acudir al Instituto a rendir su informe, creía que su superior, Howells, era un hombre llamado Franklin, que es una deformación de mi nombre, Frankland; el paciente me fue traído cuando se derrumbó. El nombre de Howells se convierte, también ligeramente deformado, en el de uno de los participantes, un capitán, de las imaginaciones militares del paciente. Su hijo estaba prisionero de un distorsionado mundo subjetivo cuando grabamos esto.
La voz que murmuraba en la cinta se hizo clara de repente, y fue reconocible como la de Eddie Bush, que preguntaba:
—No me estoy muriendo, ¿verdad?
Sonaba como si hubiese varios estudiantes a su alrededor, comentando en voz baja.
—No puede comprender nada de lo que le dices.
—Se ha volcado completamente en sus propias necesidades.