Frente a esos cristales, los habitantes de Breedale representaban sus propios dramas particulares. Bush pensó que era bueno ver tan sólo la parte externa de ellos.
Por algún tiempo, curiosamente, Bush se sintió desconcertado con la forma de vida de aquella gente; parecían tan divorciados de la realidad como lo estaba él. Obtuvo su respuesta como con el paro, a fragmentos. Sólo después de haber vagado sin rumbo por el pueblo durante varios días descubrió la función de la tétrica colección de edificios del otro lado de las líneas ferroviarias. Fue una revelación darse cuenta de que se trataba de una mina de carbón. En sus propios días, las minas de carbón aún operaban en varios rincones del mundo, pero ofrecían muy poca semejanza con ese crudo lugar.
Había un camino que conducía a la parte trasera de la mina. Un día, a la llegada de la primavera, Bush siguió a la joven Joan por él. Un muchacho iba con ella, un joven casi tan pálido como ella misma, que le tomó la mano cuando estuvieron fuera de vista de la estación de ferrocarril. Anduvieron más allá de la solitaria y silenciosa mina, donde nadie entraba ni salía, y donde alrededor de la entrada principal, unos pocos gorriones se disputaban los materiales para construir sus nidos.
El camino conducía hasta un río; el paisaje se volvía hermoso. Allí crecían árboles que exhibían sus más verdes hojas, y uno de ellos dejaba caer sus ramas por encima de un puente de piedra, grisáceo, que conducía hasta la acogedora orilla del otro lado. En ese lugar Joan dejó que el muchacho la besara. Permanecieron inmóviles durante un momento, mirándose a lo más profundo de los ojos con esperanza y amor. Bush pensó en el pérmico con hambrienta añoranza; los primeros anfibios reptaban por allá como cosas heridas, tan liberados del amor y de la esperanza y del dolor que obstaculizaban los siglos de humanidad.
Intimidados por su propia audacia, los jóvenes siguieron andando. Hablaban animadamente; su observador se sentía feliz de no oír lo que decían. El camino conducía a un muro de piedra a lo largo del cual serpenteaba a continuación. Joan y el muchacho se detuvieron allí, apoyándose en el muro y sonriéndose mutuamente. Tras cinco minutos, dieron media vuelta y regresaron por donde habían venido. Bush se quedó quieto; no quería verlos besarse de nuevo, como si los besos fueran promesas de oro. Al fin y al cabo, había alcanzado una edad en la que las certidumbres de la juventud lo habían abandonado.
Miró por encima del muro de piedra hacia una hermosa casa circundada por un parque y un jardín, bien situada en el valle. El muro llevaba tanto tiempo en su sitio que tuvo que saltarlo para entrar en la propiedad. Anduvo entre amplios y bien cuidados huertos y llegó a la parte trasera de la casa.
Así fue como conoció la heredad local, y descubrió a la familia Winslade, sus moradores, que en ese período de su historia era casi tan discreta en su clase como los habitantes del pueblo. Errando como un fantasma en la magnífica casa, fue llegando a la conclusión de que ellos eran los propietarios de la mina. La novedad chocó con su sentido común, pues no estaba muy fuerte en historia humana y no podía comprender cómo un solo hombre o familia podía poseer un producto de la Tierra tan natural como el carbón.
Los días fueron transcurriendo. Atormentado por la culpabilidad, Bush necesitó un tiempo para comprender que todo el vecindario estaba paralizado por una larga huelga. El óxido en el candado de la entrada principal de la mina era un símbolo de la parálisis general. Aunque la vida continuaba —y la protuberancia bajo el mandil de Amy Bush se hacía más pronunciada y los vientos en el páramo se calmaban—, los asuntos de los hombres estaban en un completo punto muerto. Bush creía saber ya porqué había llegado allí; se trataba de un caso de empatía.
Se instaló en el jardín trasero de la tienda de comestibles; vivía frugalmente de los alimentos concentrados especiales que le habían proporcionado. La maleza, insensible a la ilusoria sustancia de las pertenencias de Bush, seguía creciendo. El comercio de alimentación estaba bien situado para hacer negocio. Los vecinos acudían, y también lo hacían los de las casas más pobres, del otro lado de la cresta, cuyos ocupantes preferían la comodidad de la cercanía que tener que bajar al pueblo. Pero en esa época había poco negocio; a medida que la huelga se prolongaba, el dinero de la clientela era cada vez menos, y los Bush eran progresivamente menos capaces de sostener la venta a crédito; había que pagar a los proveedores. Edward comprendió que Herbert había sido minero en tiempos mejores; Amy llevaba sola la tienda. Al principio lo veía entrar alegremente en la tienda; ayudaba a limpiar y charlaba horas y horas con los clientes de su esposa. En pocas semanas, sin embargo, los clientes se volvieron menos comunicativos y se mostraron claramente vejados por la cesación del crédito. Herbert empezó a sonreír menos, y fue apartándose de la tienda. Se llevaba a su hija a dar largas caminatas por el páramo; Edward los siguió en una ocasión; los veía recortados contra el desnudo horizonte, la muchacha cada vez más retrasada. Era evidente que a Joan no le gustaban aquellos paseos. Cuando los dejó, Herbert los abandonó también, y empezó a reunirse en las inclinadas calles con los otros hombres de pantalones arrugados. Hablaban poco, no hacían nada.
Una mañana hubo un mitin delante de la iglesia; el propietario de la heredad vino y habló, de pie entre media docena de oficiales en el paseo elevado que rodeaba la iglesia, mientras los hombres llenaban la calle. Bush no tenía forma de saber lo que se decía, pero los hombres no regresaron al trabajo. Estaba aislado de lo que lo rodeaba. Pero, en su creciente implicación emocional con ellos veía que esta situación era preferible a la de su propio tiempo, cuando en contacto con los acontecimientos y capaz de influir en ellos se había sentido sin embargo emocionalmente aislado, indiferente a lo que aconteciera o dejara de acontecer.
El embarazo de Amy se acercaba a su término. Ella pasaba la mayor parte del día en la tienda, más vacía y polvorienta en ese tiempo. Parecía haber abdicado de la familia; Joan era quien se preocupaba de la abuela y los niños. Tampoco prestaba ninguna atención a su marido, que en respuesta permanecía más y más tiempo fuera de la casa; eran mutuamente extraños.
Herbert regresaba por la noche, que era cuando Joan estaba. Aunque el trabajo de la muchacha se había vuelto más duro, sus mejillas alboraban algo de primavera, inspiradas quizá por su amigo. Herbert parecía necesitar cada vez más las atenciones de su hija, ante la indiferencia de Amy. La ayudaba a bañar a los niños, y empezó a preparar cada día el desayuno, a base de té y pan con mermelada. Amy siempre se acostaba temprano, aun antes que la vieja y desvencijada abuela, y entonces Herbert pasaba el brazo en tomo a la cintura de su hija y la conducía a repasar las cada vez más magras cuentas de la tienda; a veces dejaba completamente a un lado las cifras y se quedaba sentado sujetando la mano de la chica y mirándola directamente a los ojos. En una de esas ocasiones, Joan dijo algo como en protesta y se soltó como si quisiera abandonar la habitación. Herbert saltó y la sujetó y la besó como si quisiera aplacarla, pero cuando intentó rodearla con los brazos ella se escabulló diestramente y subió corriendo las escaleras. Herbert se quedó largo rato inmóvil, la mirada fija en un punto delante y con una expresión tan horrible de miedo que incluso Edward se estremeció, temeroso por un momento de que se hubiese vuelto visible para el hombre a través de algún medio mágico. Pero era en la propia mente de Herbert Bush donde se hallaba el objeto de su terror.
Los chicos crecían en el abandono progresivo, pescando en el río o jugando con otros pequeños truhanes en las cunetas. Amy vivía en su tienda y a menudo miraba a su esposo como si nunca antes lo hubiera visto. Motivado por el interés de Herbert en su hija, Edward recordó lo que mucho tiempo atrás se había dicho acerca del incesto: que era el tabú que inició el aislamiento del hombre primitivo y lo condujo al desarrollo de la conciencia individual, de donde había surgido la civilización.
Si la endogamia era la regla aun en 1930, Amy y Herbert podían ser primos hermanos y hasta hermanos, y en tal caso una existencia compartida habría podido hacerlos menos extraños uno al otro.
Una de las causas externas de estos problemas se reveló por sí sola un día que Bush bajó al pueblo. Ya conocía de vista a todo el mundo y se interesaba en los asuntos de todos tanto, como para dedicar buena parte del día en meterse dentro de las casas y absorber con igual deleite lo que no representaba más que instantes y lo que poseía un aroma de eternidad. De regreso a la pequeña tienda de alimentación vio la camioneta del reparto semanal delante de la puerta; llevaba suficiente tiempo allí como para reconocer en los abollados costados el nombre de la firma de Darlington. Entró por la puerta pero no halló a nadie. Se dirigió entonces hacia la parte de atrás —su identificación con la época era tanta que ya no atravesaba ningún objeto si le era posible—, y encontró a Amy y Herbert en conferencia con un desconocido, un hombre brusco con un traje elegante que en ese momento se levantaba de la mesa, sombrero en mano, y se metía algunos documentos en un bolsillo interior. Edward le dirigió una rápida mirada, y observó que sonreía de un modo algo forzado. Amy parecía derrumbada a un lado de la mesa. Lloraba. Herbert estaba quieto, impotente al lado de su esposa, sujetándola por los hombros.
Sobre la mesa había un legajo. Bush le echó una rápida ojeada antes de que Amy lo tomara. Por lo poco que alcanzó a ver, dedujo que ella se había visto obligada a vender el negocio a la gran firma. Al parecer, estaban demasiado endeudados como para encontrar otra solución. Miró de nuevo a Amy, y pudo captar la impresión y el dolor que sentía.
El hombre brusco salió sin que nadie lo acompañara. Amy permaneció sentada junto a la mesa, ahogando las lágrimas mientras Herbert paseaba nerviosamente de un lado al otro de la sala. Amy se recobró y se puso de pie; algo dijo a Herbert con modales bruscos, y él respondió, gesticulando. Poco después se encontraban sumidos en una penosa discusión, quizá la peor de todas. Por los gestos de la mujer, que incluían frecuentes indicaciones a la parte baja de la colina, Bush comprendió que en sus injurias estaba aludiendo a la mina…, la mina, que con sus cerradas galerías subterráneas ocupaba una parte importante en la vida de ellos.
La discusión aumentó en violencia. Amy tomó un libro de texto y lo arrojó contra Herbert. Estaban muy cerca como para fallar y el libro lo alcanzó en un extremo de la boca. El golpeado Herbert saltó sobre su mujer, la agarró por el cuello con ambas manos y la arrojó al suelo, tambaleándose a un lado. Bush se lanzó también hacia adelante y cayó a través de ellos gesticulando con ambas manos. Se golpeó la cabeza contra el antepecho de la chimenea. . Poco después, Herbert salió corriendo por la puerta trasera, dando un portazo a sus espaldas.
Bush se apoyó contra la pared en que se había golpeado. A través de la barrera de la entropía tenía una consistencia vítrea y elástica, como todos los demás objetos. Respiraba dolorosamente, aferrado a su filtraire. La cabeza le zumbaba, pero se sentía contento de haber saltado instintivamente en ayuda de la mujer. Abrió un ojo y la miró; estaba doblada en dos en el suelo, con los dolores del parto.
Olvidado de su propia aflicción se lanzó a la calle. No había nadie. Eran las dos de la tarde, cuando todo el mundo está en su casa presumiendo de haber comido adecuadamente, o en el bar, procurando olvidar que no se ha comido adecuadamente. Los chicos de Bush habían desaparecido y no había señales de Herbert. Además —se dio cuenta casi inmediatamente al contemplar la calle vacía— tampoco podía atraer la atención de nadie, aunque lo intentara.
Localizó a Tommy y Derek jugando con otro par de tunantes en un viejo vagón de ferrocarril fuera de servicio, aparcado al final de un desvío. El menor de los niños no estaba por ningún lado. La abuela estaba sentada en la cocina de una vecina charlatana. Necesitó una hora para encontrar a Joan. Tal como debió suponer si no se hubiese sentido en un estado mental tan angustioso, estaba sentada en una pequeña habitación trasera charlando con dos amigas. Se detuvo y miró. Se la veía tan sumisa, tan retraída… Y tan lejos de adivinar que su madre estaba tendida en el suelo de su casa en agonía. Ella y sus amigas seguían charlando y charlando, con sus pálidos labios moviéndose incesantemente; a veces sonreían o fruncían el ceño, ayudando ocasionalmente a reforzar el sentido de lo que decían. ¿Y de qué hablarían, tanto y tanto rato, tan desesperadamente encajadas en el tiempo? Conocía la vida de Joan en profundidad, la había visto bañarse, durmiendo, había espiado su primer beso… Ella no tenía nada que decir que valiera la pena de ser contado luego, ni siquiera en una tarde tan mortal como aquella. ¿De qué se trataría…?
La pregunta se extendió por toda la historia de la humanidad. Bush tenía la impresión de que a lo largo de su vida se lo había preguntado demasiado a menudo, en tanto que nadie más se lo había preguntado tanto. Su maldita memoria; recordó un viejo día, lejos en la lejanía de su propio tiempo, o un día joven, no importaba…, no podía tener más de cuatro años. El dentista había construido un pequeño foso de arena para que su hijo jugara en él. El chico había construido un gran castillo y había horadado un túnel a través de él. Y había llenado el foso y el túnel con agua caliente de su cubo (rojo, con mango (?) amarillo). Muy oportunamente el chico había encontrado un escarabajo en un cantero de flores cercano. Y había puesto el escarabajo en un velero de juguete. Con un ligero impulso, el barco atravesó la gran caverna turbulenta con el escarabajo encaramado a la proa, como un valiente capitán. Pregunta, entonces y ahora: ¿Qué era realmente el escarabajo? ¿Qué era realmente el chico? ¿Qué determinaba realmente los papeles desempeñados?
Y el ‘realmente’…, ¿evidencia de algún reflejo inconsciente? ¿Dios enmascarado? ¿Dios como una devoradora entidad alienígena de otra galaxia, rector de todos los escarabajos, flores, gusanos, gatos, hijos, madres, de tal modo que pudiera experimentar glotonamente la vida a través de todos sus seres?
Bueno, ésa era más o menos la respuesta tradicional a la pregunta del misterio de la vida en su parte del globo. Luego estaba la respuesta científica, pero al cabo de un momento golpeaba también contra el vacío muro de dios. Estaba también la respuesta atea, de que todo era debido al ciego azar, o a la insana fortuna. Y otro centenar de preguntas… Quizá todas ellas plantearan el problema al revés.