Fuera la iniciativa de Macrón o del propio Cayo, el vergonzoso triángulo cumplió su objetivo, cuando, como sabemos, en las últimas horas de Tiberio, la decisión de Macrón aseguró a Cayo el trono. Lo que no fue óbice para que, posteriormente, cuando el nuevo
princeps
decidiera eliminar a su prefecto del pretorio, le acusara precisamente de alcahuetería.
Queda aún por considerar a un personaje en el íntimo entorno de Cayo en Capri, cuya influencia iba a extenderse a lo largo de todo su reinado. Lo había conocido en casa de su abuela Antonia y, aunque le doblaba la edad, se hizo su inseparable compañero, atraído por su fascinante personalidad. Se trataba de Marco julio Agripa, al que las fuentes judías denominan incorrectamente Herodes Agripa, y cuya vida bien podría haber protagonizado una novela de aventuras. Canalla y encantador, persuasivo y comunicativo, irresponsable y simpático, su alta cuna no le había facilitado las cosas en la vida y su tragedia personal no era menor que la del propio Calígula. Nieto de Herodes el Grande, el abuelo había ejecutado a su padre Aristóbulo y a su tío Alejandro, atendiendo a rumores de conspiración contra su persona. Su madre, Berenice, sobrina de Herodes, tras la tragedia familiar emigró a Roma, donde había logrado atar sólidos lazos de amistad con Antonia.Allí tuvo Agripa ocasión de entablar relaciones con miembros de la familia imperial, que le serían de utilidad en su vida, sobre todo con Claudio, el hijo de Antonia, y con su primo Druso, el hijo de Tiberio. Generoso hasta el despilfarro, tras el asesinato de Druso, su mejor valedor, hubo de abandonar Roma perseguido por los acreedores, para refugiarse en su tierra, donde Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perca, casado con su hermana Herodías, la responsable de la muerte de Juan el Bautista, le ofreció un cargo financiero en la nueva capital, Tiberíades. Poco tiempo pudo sufrir la monotonía de su mediocre cargo y, tras una aventurada estancia en Siria, de donde hubo de huir perseguido por corrupción y desfalco, alcanzó finalmente Italia y el refugio de Tiberio en Capri. El viejo
princeps
, cuando supo de las andanzas de Agripa, determinó encarcelarle y sólo le salvó la intercesión de Antonia, que liquidó su deuda. Perdonado por Tiberio y admitido en su compañía, muy pronto su fino olfato captó las posibilidades de Cayo en la sucesión al trono y se hizo su confidente y amigo. No obstante, en el continuo halago de la soberbia de Calígula, cometió una fatal imprudencia. Según Flavio Josefo, durante una excursión en carro de los dos amigos,Agripa expresó en voz alta su deseo de que, cuanto antes,Tiberio le hiciera un sitio en el trono a Calígula, que era el más digno de ocuparlo. El auriga del carro, un liberto de Agripa, lo oyó y, cuando más tarde fue acusado de haberle robado a su amo un vestido, apeló al emperador, ante el que repitió las palabras de Agripa. El
princeps
mandó encerrar al imprudente príncipe y en la prisión seguía cuando Tiberio murió.
Si por parte de Agripa no puede suponerse una amistad sincera, Cayo, en cambio, fascinado por la personalidad del judío, sorbió literalmente sus consejos, que, si en el terreno privado no podrían calificarse precisamente de edificantes, en el público se alejaban diametralmente del concepto de principado imaginado por Augusto. En su lugar, se proponía la imagen de un déspota oriental, señor absoluto de sus súbditos y de todo cuanto pudiera pertenecerles, incluidos bienes y mujeres; un príncipe cuyo capricho debía prevalecer sobre las leyes y las instituciones, aun las más sagradas.
N
o es preciso volver a insistir en las circunstancias que, finalmente, darían a Cayo la sucesión, cuando el 16 de marzo de 37 Tiberio, solo o con la ayuda de Macrón, exhalaba su último suspiro en la villa de Miseno, construida a finales del siglo I a.C. por el héroe popular Mario. Así Cayo César Augusto Germánico se convertía en el segundo sucesor de Augusto.
El mismo día en que Tiberio expiraba, las tropas acuarteladas en torno al golfo de Nápoles, lo mismo que los cortesanos de Capri, juraron fidelidad al nuevo
princeps
.Al día siguiente, Cayo envió dos cartas a Roma. Una estaba dirigida al Senado y en ella daba cuenta de la muerte de Tiberio, al tiempo que solicitaba de la cámara el otorgamiento de honores divinos para el que había sido «su abuelo». La segunda tenía como destinatario al prefecto de la Ciudad, Calpurnio Pisón, y en ella, además de las nuevas transmitidas al Senado, ordenaba sacar a Agripa de la prisión y trasladarlo bajo arresto domiciliario a un lugar más confortable. Según Flavio Josefo, había sido Antonia quien impidió poner al amigo judío de Cayo en libertad, velando por el buen nombre de su nieto, «no fuera a ser que éste se granjeara la fama de acoger con alegría la defunción de Tiberio al poner en libertad urgentemente a un hombre encarcelado por él». No obstante, a los pocos días, siempre según Flavio Josefo:
[…] luego de mandar traerlo a su casa hizo que se le cortara el pelo y se le cambiara la vestimenta, tras lo cual ciñó en torno a su cabeza la corona real y le designó rey de la tetrarquía de Filipo, entregándole también la de Lisa nías, al tiempo que cambió las cadenas de hierro que llevaba Agripa por otras de oro de igual peso.
Pero era Macrón quien, con pasos seguros, iba despejando los obstáculos para convertir finalmente a Cayo en emperador. El principal, el propio testamento de Tiberio, que nombraba a Cayo y a su nieto Gemelo herederos a partes iguales, lo que los convertía a ambos en candidatos con los mismos derechos al trono. La solución fue expedita. Los cónsules, de acuerdo con el prefecto del pretorio, convocaron al Senado el 18 de marzo y obtuvieron de sus miembros una declaración de nulidad del testamento de Tiberio. No se conocen las razones legales, que, según Dión Casio, habrían estado basadas en argumentos políticos, en concreto la inestabilidad mental de Tiberio al designar para la sucesión a un niño. En todo caso, el problema jurídico y político del documento pasaba a segundo plano ante el hecho consumado del juramento de fidelidad a Calígula prestado por la flota de Miseno, los pretorianos y los ejércitos estacionados en las fronteras del imperio, a quienes previamente Macrón había enviado despachos que señalaban al hijo de Germánico como nuevo
princeps
. Se había establecido así un peligroso precedente. Si todavía en el año 14 d.C., entre dudas y ruegos, Tiberio fue aclamado soberano por el Senado, el más alto organismo civil del Estado, veintitrés años después la elección del nuevo emperador quedaba en las manos de las cohortes pretorianas y del ejército. Había también un nuevo matiz en el modo en que se había producido el relevo. Lo mismo Augusto que Tiberio habían utilizado el título de
princeps
, esto es, el primero en dignidad de un colectivo de iguales, al menos formalmente, para subrayar su posición a la cabeza del Estado.Ahora, en cambio, el ejército reclamaba el derecho tradicional a aclamar a su comandante victorioso como
imperator
, para jurar fidelidad a Calígula.
El Senado no tuvo otra posibilidad que plegarse y prestó de forma unánime juramento al nuevo César, seguido por las comunidades de Italia y del imperio. La casualidad ha querido que se hayan conservado los textos de dos de estos juramentos, procedentes de sendos puntos del imperio muy alejados entre sí, Assos, en la costa norte de Turquía, y Aritium (Ponte de Sor), en Portugal. El hallado en esta última localidad reza así:
Siendo Cayo Umidio Durmio Quadrato legado propretor del emperador Cayo César Germánico. Juramento de los habitantes de Aritium:
Juro, según mi sentimiento profundo, que seré enemigo de quienes, de acuerdo con mi conocimiento, sean los enemigos de César Germánico, o si alguno le amenazara o debe amenazarle en su vida y en su persona, no cesaría de perseguirle con las armas, en mar y en tierra, en una guerra inexpiable, hasta lograr su castigo; ni yo mismo ni mis hijos me serán más queridos que su vida, y consideraré como enemigos propios a quienes se hayan mostrados enemigos suyos.
Si soy o he sido perjuro con pleno conocimiento de causa, que yo y mis hijos seamos privados de nuestra patria, de nuestra vida y de nuestros bienes por el muy bueno y gran Júpiter, el divino Augusto y todos los demás dioses inmortales.
El día quinto anterior a los idus de mayo, en el oppidum Ariüum veías, bajo el consulado de Cneo Acerronio Próculo y de Cayo Petronio Poncio Nigrino,Vegeto, hijo de Talico y … ibio, hijo de … ariono, magistrados de la ciudad.
Cayo, mientras tanto, permanecía en Miseno. Y a su encuentro acudió una delegación del Senado para felicitarle en persona, seguida de otra del orden ecuestre, la clase de los caballeros, encabezada por Claudio, el tío del nuevo emperador. Finalmente, la comitiva que, desde Miseno, traía a Roma el cadáver de Tiberio, se puso en marcha, acompañada de Cayo, vestido de luto. Pero el cortejo fúnebre se transformó en desfile triunfal, cuando, a lo largo del trayecto, las gentes agolpadas a su paso dieron rienda suelta a un incontenible entusiasmo, dedicando al príncipe afectuosos apelativos y ofreciendo sacrificios, que en los siguientes tres meses, de creer a Suetonio, alcanzaron la cifra de ciento sesenta mil.
Calígula entró en Roma el 28 de marzo y su primer acto oficial fue pronunciar un discurso en el Senado, donde, con los miembros de la cámara, asistían representantes del orden ecuestre y del pueblo. En él, aduló a los senadores, diseñando un programa de deferente cooperación, en el que prometía compartir el poder con sus miembros y se calificaba de hijo y pupilo suyo. En correspondencia, el Senado otorgó a Cayo los poderes que desde Augusto sustentaban la autoridad del
princeps
, el
imperium
proconsular y la potestad tribunicia, con todos los títulos honoríficos que Augusto pacientemente había ido acumulando, ahora concedidos en bloque. Todos fueron aceptados, a excepción del de Padre de la Patria, inapropiado para un joven de veinticinco años.
Pocos días después, el 3 de abril, tenía lugar el
funus publicus
, los funerales de Estado, en honor de Tiberio, y en ellos el nuevo emperador cumplió, al menos formalmente, con los sagrados deberes de la
pietas
, pronunciando la oración fúnebre, que, más que alabar al difunto, fue utilizada para dedicar los más encendidos elogios a sus propios parientes, Augusto y Germánico. Días más tarde, Cayo escribía al Senado sugiriendo la deificación de Tiberio. Se pospuso la propuesta con el pretexto de la ausencia del emperador, que, al no volver a insistir en la petición, la condenó al olvido. Sin duda, había sido uno más de los gestos forzados que formaban parte de la bien planeada escenificación de su elevación al poder. Por lo demás, no podía esperarse por parte del Senado un excesivo entusiasmo por elevar a los cielos al causante de tantas amarguras entre sus miembros, puesto que, además, la
consecratio
hubiera implicado una especie de aprobación senatorial a su obra de gobierno, con la que no podían estar de acuerdo.
Pero si el testamento de Tiberio había sido anulado, si se había pasado de puntillas sobre su consagración como divinidad, Calígula y sus mentores, Macrón y Antonia, consideraron útil respetar, no obstante, una de las voluntades del difunto, la que hacía referencia a los legados incluidos en su testamento a favor del ejército y del pueblo. Al satisfacerlos, Cayo demostraba una de las cualidades más apreciadas de un príncipe, la generosidad, pero también se descubría, al menos para la posteridad, como el perfecto demagogo, presto a halagar a la masa parasitaria como base fundamental de su poder. Y, efectivamente, el nuevo emperador demostró con creces ambos extremos. Puesto que, además de duplicar la suma prometida por Tiberio a los pretorianos —mil sestercios, la suma equivalente al sueldo de un año, que se convirtieron en dos mil—, y satisfacer las restantes mandas —quinientos millones para las cohortes urbanas y los
vigiles
, trescientos sestercios a cada soldado provincial y cuarenta y cinco millones a la plebe—, distribuyó las cantidades dejadas en el testamento de Livia y que el ahorrativo Tiberio había ignorado, tachándolo de despilfarro inútil. Era una espléndida liberalidad, pero con ella establecía un ruinoso precedente que hipotecaría cada nueva sucesión al trono.
Había llegado el momento de exteriorizar los sentimientos, celosa y prudentemente guardados cuando aún vivía Tiberio, respecto a su desgraciada madre y hermanos. Después de mandar arrasar hasta los cimientos la mansión de Herculano donde su madre había sufrido su primer exilio, según la teatral narración de Suetonio:
Marchó enseguida a las islas de Pandataria y Ponza, para recoger las cenizas de su madre y de su hermano, en medio de una horrísona tempestad para que resaltara mejor su piadosa diligencia. Acercose a aquellas cenizas con grandes muestras de veneración, las colocó él mismo en dos urnas, y las acompañó hasta Ostia, con las mismas manifestaciones de dolor, en una birreme que llevaba un gran estandarte en la popa. Desde allí, llevolas, Tíber arriba, hasta Roma, donde las recibieron los principales personajes del orden ecuestre, que, colocándolas sobre unas angarillas, las depositaron en pleno día en el mausoleo [de Augusto].
La urna que contenía las cenizas de Agripina, expoliada del mausoleo y utilizada como medida de grano en la Edad Media, aún sobrevive, conservada en el Museo Capitolino, y en ella puede leerse la inscripción, impresionante en su sencillez, que reza: «Los restos de Agripina, hija de Marco Agripa, nieta del divino Augusto, esposa de Germánico César, madre del
princeps
Cayo César Augusto Germánico». Cenotafios erigidos en distintos puntos de Italia debían recordar al otro hermano, Druso, muerto en los sótanos del palatino imperial y cuyos restos no fueron hallados.
La memoria de Agripina fue honrada con la celebración de sacrificios anuales y con juegos en el circo, en los que su imagen era llevada en un carro,
carpentum
, en procesión. En cuanto a Germánico, su padre, Cayo propuso que el mes de septiembre recibiera su nombre en forma semejante a como habían sido renombrados los de
Quinctilis
y
Sextilis
, en honor de julio César y de Augusto, respectivamente. Las fechas de nacimiento, tanto de Germánico como de Agripina, fueron celebradas con sacrificios a cargo de los
Fratres Arvales
, los doce sacerdotes encargados del culto de la diosa
Dia
, la protectora de la fertilidad de los campos.