Llega su madre.
—Hola…, ah, veo que estás con tus amigas.
—Buenas tardes, señora.
Grazia, la madre de Alis, mira alrededor y aspira dos veces por la nariz olisqueando el aire.
—¿Estabais fumando?
Alis la mira dejando caer los brazos.
—Sí, mamá…
La madre se queda sorprendida y Alis cambia de repente de expresión.
—¡Era broma! Giorgio ha estado aquí y se encendió un cigarrillo…
—Pero…
—Le dije que tú no querías y, de hecho, abrí la ventana… Perdona, mamá.
Y se precipita sobre ella para abrazarla y le da un beso con sabor a menta.
—Vale, vale… No obstante, dile a ese tal Giorgio que fumar es malo… ¡Si empieza a vuestra edad…!
—Descuida, mamá, se lo diré.
La madre de Alis sale de la habitación con una gran sonrisa en los labios, dedicada exclusivamente a la inocencia de su hija. ¿Os dais cuenta? Es genial, incluso ha sido capaz de bromear sobre el hecho para hacerle creer que era posible, que hasta podía decírselo, pero que, en cambio, no era cierto. ¡Y, sin embargo, lo era! Y en cuanto su madre ha salido por la puerta, una vez pasado el peligro y la posibilidad de que pudiese volver a notar el olor a humo, ¿qué ha hecho Alis? ¡Ha vuelto a encender un cigarrillo! ¡Si no es la supercampeona de las mentiras, me pregunto quién será! Pero bueno, a mi manera yo también me las apañé el 7 de diciembre, o quizá mi madre quiso creerme. En todo caso, le dije que pasaba a recogerme Lele, un amigo del supuesto cumpleañero, Giacomini, que tenía quince años y medio. Afortunadamente, esa noche mi madre estaba sola en casa, y desde la ventana podía confundir el Smart de Lele con un Aixam.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes. Caro?
—No, nada, Lele…
—¡No me creo que no sea nada!
—Vale… ¡Me río porque ya sé que esta noche me saltaré la dieta!
Lele me mira risueño.
—¡Bien! Adoro a la gente que adora comer. Además, con todo el deporte que hemos hecho, tienes justificación de sobra.
Le sonrío. En realidad estaba pensando que tengo un pequeño problema con la edad. Debo imitar un poco a Alis. ¡A mi madre le he dicho que Lele tiene quince años y medio, y a Lele que yo tengo catorce y medio!
—Es cierto. —Vuelvo a sonreír—. ¡Mi hambre está de sobra justificada!
Piazza Cavour. Un restaurante chino que, por el aroma, parece exquisito. Nos sentamos y en un abrir y cerrar de ojos llega Paolo para preguntarnos lo que queremos comer. A ver…, ¿un chino que se llama Paolo? No puede ser…
—¿Qué vas a tomar?
—Unos rollitos de primavera, arroz cantonés y pollo al limón.
—Yo tomaré lo mismo, sólo que el pollo lo prefiero con almendras. Ah…, y tráigame también agua sin gas… —Se dirige a mí—. ¿O la prefieres con gas?
—No, no, sin gas me parece bien.
—En ese caso, una botella de agua sin gas y una cerveza china.
Paolo hace ademán de marcharse y Lele le sonríe.
—Gracias.
Me encantan las personas que son amables con los camareros. Quiero decir, cuando vas a los sitios y pagas, ellos deben ser educados contigo, pero en cualquier caso es bonito demostrarles cierta consideración. En esto Alis es rara, por ejemplo. ¡Quiero decir que ella jamás da las gracias a nadie! Cuando va a esos sitios da la impresión de que tiene derecho a todo. Es extraño. En cambio, con nosotras siempre es amable, parece que siempre nos atribuye mucha importancia, nos hace sentir por encima de ella, e incluso de los demás. En fin…
El caso es que llegan los platos que hemos pedido y en seguida nos ponemos a comer y poco menos que dejamos de hablar, excepto para decir:
—Mmm…, ¡qué rico!
—¿Puedo?
—Claro.
—El tuyo también está bueno…
Nos sonreímos. Los platos están deliciosos. Además, he de decir que Lele come muy bien. Dios mío, sé que puede parecer un pensamiento un poco extraño, pero el hecho de que la gente coma correctamente significa mucho para mí. Es decir, con la boca cerrada, masticando lentamente, bocados pequeños, sin prisas, charlando de vez en cuando. Porque hay personas con las que no es agradable compartir la mesa. ¿Nombres? Mi padre. Mi hermana Ale, que ha salido a él en todo, o eso creo, mientras que mi hermano y yo nos parecemos más a mi madre. Y también Clod, quien, sin embargo, y si bien come de forma particular, al final consigue hacerme reír. Aunque en eso no sé soy demasiado parcial.
Le cuento a Lele algunas cosas del colegio y de mis amigas.
—Hay varias chicas en clase que saben jugar al tenis, pero todas simulan que no tienen ni idea porque temen que Raffaelli, una tipa insoportable que, además, es un poco gafe, quiera jugar con ellas. ¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿Cómo te encuentras en la universidad?
—Oh, bien, tranquilo. Estoy en primer curso. Estudio derecho romano. Perdone… —llama a Paolo, que se acerca de inmediato—. ¿Quieres algo más?
—Me apetecen esas bolitas…
—¿El helado frito?
—Exacto.
—Vale, en ese caso, tráiganos tres bolas de helado frito y la cuenta, gracias.
Poco después nos comemos las bolitas mientras nos reímos; yo devoro la de chocolate, porque es la última y la más rica. Lele bebe una grapa con aroma de rosas y luego salimos del restaurante. Es de noche. Son las diez. Hace frío.
—¿Vamos al Zodiaco?
—Sí, pero ¿qué hay allí?
—Deben de haber montado el pesebre…
Subimos por una calle llena de curvas. Conseguimos aparcar el Smart con facilidad. Varias personas, en su mayor parte adultos, están contemplando el nacimiento.
—¿Has visto? Todavía falta el Niño Jesús.
—Lo pondrán el día de Navidad.
—Ah, claro.
Qué tonta. Nos alejamos en silencio. Caminamos por una pequeña avenida con vistas a la ciudad.
—Desde aquí arriba, Roma se ve preciosa de noche…
—Sí…
Lele se apoya en la valla.
—Tú también…
Acto seguido me toma la mano, juguetea con ella por unos instantes y a continuación me atrae hacia sí y me da un beso. Cierro los ojos y me pierdo en sus labios.
Sopla una brisa ligera, fresca, no muy fría. Y yo me dejo transportar por su beso, No sé qué pensar, es decir, me gusta, sí, tiene un buen sabor. No obstante… ¡Eso es! ¡Lo que ocurre es que no me lo esperaba, en serio!
Cuando dejamos de besarnos permanecemos un rato en silencio con las bocas muy juntas. Luego nos separamos y nos sonreímos. Lele exhala un hondo suspiro.
—Perdona.
—¿Por qué?
—Bueno… he tirado con fuerza de ti y…
—No, no, me parece bien…
Se acerca de nuevo.
—Juegas muy bien al tenis.
Y me besa de nuevo. Esta vez lentamente, sin prisa, con dulzura, acariciándome el pelo. Vale. Todo va bien. ¡Pero podría haberse ahorrado esa frase! ¿Qué habrá querido decir? ¿Quería hacerme un regalo? Quiero decir, ¿que si no fuera buena no me habría besado? Puede que esté exagerando. Quizá le esté dando demasiadas vueltas. Pero es la primera vez que salimos al margen de las clases de tenis. En fin, ¡que no me esperaba que me besase esta noche! De hecho, más tarde, mientras volvemos a casa en coche, me siento extrañamente cohibida. Me refiero a esos extraños silencios que se van prolongando a medida que avanzas, que se van agrandando, y cuanto más piensas en ello menos palabras encuentras para romperlos. Al final, como sucede a menudo…
—Bueno, ¿qué dices?
—¿Por qué no hacemos…?
Hablamos a la vez. Y al cabo de unos instantes, vuelve a suceder:
—No, quería decir…
—Eso es, decía…
Y al final te echas a reír y, de una manera u otra, te ves obligado a tomar una decisión.
—¡Está bien, Caro, habla tú!
—No, quería decir, ¿crees que podré jugar un partido alguna vez? ¿Seré capaz de hacerlo?
—Oh, sí, claro… Estaba a punto de decirte precisamente eso, podríamos jugar de verdad algún día, es más competitivo, se corre más y se hace más deporte, vaya. ¡Así podrás comer lo que quieras después!
Me echo a reír, pero en mi fuero interno pienso: ¿qué habrá querido decir? ¿Que en realidad no he corrido bastante? ¿Que cuando juego es como si no jugase? En ese caso, ¿por qué ha dicho que soy buena? ¿Para besarme? Siempre igual… Bueno, ya hemos llegado a casa.
—Aquí estamos.
Lele se detiene unos metros más allá de la verja.
—Me alegro de que hayamos salido esta noche.
—Yo también…
Me mira en silencio. Yo agacho la cabeza y miro las llaves que acabo de sacar del bolsillo. Juego con ellas entre las manos. Ya. Por fin me las han dado, si bien creo que es sólo por esta noche. Lele apoya su mano sobre la mía. La miro. Después a él. No he entendido nada de esos discursos sobre el tenis, pero al menos estoy segura de una cosa y quiero decírselo.
—Me encantaría volver a verte, pero antes quiero decirte algo.
—¿Qué?
—Tengo trece años y medio.
—Ah.
Lele levanta su mano de la mía. Luego se vuelve lentamente hacia la ventanilla. Me quedo callada por unos instantes, escrutándolo. Él mira afuera.
—Lo siento, Lele, no quería mentirte. Ni siquiera sé por qué te lo dije… Pero sigo siendo la misma. O te gusto o no. No creo que ese medio año de diferencia pueda convertirme en otra persona.
De nuevo el silencio. Después Lele se vuelve hacia mí y de improviso me sonríe.
—Tienes razón. No sé qué me ha pasado. ¿Jugamos el lunes?
—¡Claro! ¡Un partido!
Y esta vez soy yo la que se inclina hacia él y lo besa. Pero en la mejilla. Después hago ademán de abrir la puerta. Lele me agarra un brazo y me atrae hacia sí. Me da un beso. En la boca. Un poco más largo que el de antes. No sé por qué, esta vez tengo la impresión de que se agita demasiado. Su lengua parece enloquecida. Me entran ganas de echarme a reír pero me contengo, y al final noto que me toca un pecho con la mano. ¡No! Lo hace muy de prisa, ¡lo aprieta como si fuese una pelota! ¡Vaya tela! Consigo desasirme de su abrazo y acto seguido, poco a poco, con dulzura…
—Debo marcharme… Hablamos mañana.
Me escabullo del Smart y me precipito hacia el portal sin volverme siquiera.
En el ascensor. El corazón me late a toda velocidad. Respiro profundamente. Más aún. Debo calmarme. Por otra parte…, mejor que Cenicienta…, son las once y media. Pero no estarán todos durmiendo. Giro la llave en la cerradura. Y…
—¿Eres tú, Caro?
—Sí, mamá.
Se acerca a mí procedente del salón.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido?
—Oh, de maravilla, hemos ido a comer una pizza aquí cerca.
—¿Quién ha ido?
—Un grupo…
Noto que busca mi mirada.
—Un grupo, ¿eh?
—Sí, gente del colegio, no los conoces. —Hago ademán de encaminarme a mi dormitorio.
—¿Caro?
—Sí, mamá, ¿qué pasa?
—¿Me das un beso?…
Me acerco a ella y noto que, además de darme un beso, me olisquea. Quizá quiera comprobar si he fumado. Al menos en eso no hay problema. Veo que sonríe aliviada.
—Ah, una última cosa, Caro…
—¿Sí?
—Las llaves.
Las saco del bolsillo de los pantalones y se las pongo en la mano. Estaba cantado. Mi madre sonríe.
—Ya verás como no tardarás en tenerlas, es sólo cuestión de tiempo. Y de confianza.
Me dirijo a mi habitación. Me desnudo. Y, de repente, me vienen a la mente una serie de pensamientos que no tienen nada que ver con lo sucedido. Quizá para disimular la emoción, para sumergirme por un momento en la normalidad. Mañana es la fiesta de la Inmaculada, ¡No hay colegio! ¡Puedo dormir hasta tarde! Sí, me gustaría…, pero mi madre nunca me deja. Me despierta a las nueve como muy tarde y me obliga a limpiar mi habitación. También Ale debería hacerlo, pero ella volverá más tarde, tendrá sueño, se levantará a mediodía, comerá, se duchará, se arreglará y volverá a salir. De manera que no tendrá tiempo de limpiar. Así lo remedia mamá… Mi madre. Que hoy debería haber bajado las luces, los adornos y el árbol artificial porque somos una familia ecológica. No veo la hora de que llegue el día 24 para ir a curiosear los paquetes por la noche. Sí, lo sigo haciendo, pese a que sé de sobra que Papá Noel no existe. Pero ¿por qué se me ocurren ahora estas cosas? Y de repente me doy cuenta, como si hubiese aparecido mi estrella personal: ¡Lele me ha besado! Enciendo el ordenador. Internet. Messenger. Si bien mi madre no quiere que me conecte a esas horas, no puedo remediarlo. Es más fuerte que yo.
«¿Estás ahí?».
Alis me responde al cabo de un segundo.
«Claro que estoy aquí, ¿dónde, si no? ¿Cómo ha ido?».
Se lo cuento todo con pelos y señales: lo de la mentira, el hecho de que él no le haya dado importancia y de que haya estrujado mi teta como si fuese una pelota de tenis. Cuando termino, Alis me escribe un montón de cosas, me tranquiliza y me hace comprender que la historia de Lele podría funcionar y que lo de la pelota se debe a que, en ocasiones, los chicos experimentan unos deseos repentinos que no consiguen dominar. Alis me gusta. Me dice justo lo que quiero oír, todo lo que me gustaría poder contarle a una persona como mi madre, sólo que me da demasiada vergüenza y, además, no sé cómo reaccionaría. En pocas palabras, que Alis es realmente perfecta en esto, digamos que es una especie de madre virtual más flexible que la auténtica. Como si respondiese mi llamada, mi madre abre la puerta en ese momento.
—¡Caro! Pero ¿qué haces? ¿Todavía tienes el ordenador encendido? ¡Es tarde y tienes que dormir!
—Tienes razón, pero quería buscar una cosa sobre los exámenes de la semana que viene.
—¿Ahora?
—Sí, de repente he tenido una duda y, si no la resolvía, sabía ya que no iba a poder conciliar el sueño.
Apago el ordenador. Salto sobre la cama y me meto al vuelo bajo el edredón y las sábanas. Mi madre se acerca y me arropa.
—¿Todo arreglado ahora?
Asiento con la cabeza y, sabiendo qué pregunta vendrá a continuación, me anticipo. Abro la boca.
—Me he lavado los dientes…, huele…
Y echo el aliento en su cara.
Mi madre se echa a reír, me abraza de nuevo y me empuja con dulzura la cabeza sobre la almohada. Después se encamina hacia la puerta.
—Mamá…
—Sí…, ya lo sé.
Y cuando sale me deja la puerta entornada. Quizá no sea virtual, pero también ella me entiende de maravilla. Y con una sonrisa, me tiro sobre la almohada y poco después me sumerjo en el mundo de los sueños.