—A vosotras os gusta por el simple hecho de que las canciones son bonitas.
—No sólo por eso, mamá, ¡es que Maria, la presentadora, nos encanta!
—Cuando presenta «
C'è posta per te
», me gusta. Ahí sí, cuando ayuda a que se reencuentren personas que hace mucho tiempo que no se ven, cuando consigue que una pareja se reconcilie o que unos padres hagan las paces con sus hijos. Ahí sí me gusta Maria de Filippi.
Pues sí que, mamá, como si Maria fuera una persona diferente en ese caso.
Suena mi móvil. Lo miro.
—¡Es Rusty James!
Mi madre se echa a reír.
—Pero ¿todavía lo llamas así?
—¡Claro, el nombre es para siempre! —Abro el móvil y respondo al vuelo—: Hola, R. J., ¿cómo va eso?
—De maravilla.
—En ese caso, ¿cuándo puedo ir a verte?
—¿Para acabar lo que no acabaste?
Me echo a reír. De hecho, fue una cosa absurda. El día en que recibió todo lo que había comprado en Ikea, me mandó un mensaje: «Han llegado las cosas, ¿Me ayudas?» «Ok», le respondí. De forma que pasó a recogerme por el colegio y fuimos a la barcaza. ¡No me vais a creer, pero los muebles de Ikea son absurdos! Te encuentras con unas hojas de instrucciones muy sencillas y con unos muebles que, en cambio, son complicadísimos, que se tienen que encastrar, con unos tornillos que apenas los giras se bloquean y otros que debes colocar de manera lo más precisa posible para fijar otro a fin de que no se mueva. En resumen, que sí lo consigues eres un fenómeno. Y yo, digamos que no llego a tanto. Después de montar una silla ya estaba agotada. Me dejé caer en el suelo.
—Vale, lo he entendido, venga —me dijo Rusty al verme, y me lanzó la cazadora—. Vamos, te acompañaré a casa…
¡Llegué, comí, me duché y después me fui en seguida a dormir! ¡Jamás me había sucedido algo así! Estaba exhausta. Si pienso que faltaban cinco sillas más, dos mesillas de noche, una cama, tres mesas, dos armarios y no recuerdo qué más… Bueno, podrían haberme ingresado en el hospital.
—En serio, Rusty, ¿cómo te va?
—Ya lo he montado todo. Si hubiese tenido que esperarte a ti… ¡a lo mejor para entonces ya habría quebrado Ikea! ¿Dónde estás?
—En casa, con mamá… —Acto seguido, la miro y le sonrío—. ¡Estamos solas!
—¡Bien! ¡Pensaba invitarte si te encontraba en casa! Os espero el domingo a comer, ¿qué os parece?
Salto sobre el sofá, me pongo de pie y sigo saltando. Mi madre me mira. Debe de pensar que he perdido el juicio. Soy tan feliz.
—¿Qué pasa?
—¡Nos ha invitado! Es un sitio precioso, mamá, ¡superguay!
Le paso el teléfono.
—Hola, ¿cómo estás?
—Bien, mamá, todo bien… —oigo que dice Rusty por el altavoz, con la voz un poco áspera.
Veo que mi madre traga saliva. Esperemos que no se eche a llorar ahora. Dejo de saltar sobre el sofá.
—¿Seguro? ¿No tienes ningún problema? ¿Necesitas algo?
—No, mamá, todo va sobre ruedas, en serio, y además acabo de decirle a Caro que el domingo que viene os invito a comer aquí, ¿te viene bien?
Mi madre está a punto de estallar en sollozos. Se tapa la nariz y la boca con la mano para contenerse. Quizá una emoción demasiado fuerte.
—¿Mamá? ¿Sigues ahí?
Mi madre cierra los ojos. Inspira profundamente, más profundamente. Después vuelve a abrirlos.
—Sí, sí, estoy aquí.
—¿Qué pasa? ¿Estás preocupada por lo que os prepararé para comer? ¡Todavía no lo he pensado!
—Qué tonto eres…
—En cualquier caso, será algo sencillo. No soy tan buen cocinero como tú. Apuesto a que Caro ha querido cenar la carne que tanto le gusta con patatas fritas.
Mi madre se echa a reír.
—Sí, lo has adivinado…
El mal momento parece haber pasado. Me mira y le sonrío.
—Bueno, ¿os espero entonces?
—Claro, seguro que iremos. ¿Puede venir también Ale, si no tiene otros planes?
Golpeo el sofá con los pies. Agito los puños. Pero ¿por qué? Oigo una risa al otro lado de la línea.
—Por supuesto, faltaría más. ¡Si a Caro no le importa…!
Mi madre me mira.
—Caro ha dicho que sí.
Tras mentir como una bellaca, mi madre cuelga el teléfono.
—No es cierto, no es cierto. ¡No estoy de acuerdo! ¡Yo no he dicho que sí!
—Venga, no te enfades; si no se lo dices a tu hermana, después te sentirás mal.
Me obliga a bajar del sofá, me hace caer sobre los cojines y a continuación lucha conmigo.
—¡No, mamá! ¡No lo resisto! ¡No me hagas cosquillas! ¡No puedo más!
Pateo, muevo la cabeza a derecha e izquierda, intento desasirme.
—¿Es cierto que quieres que venga Ale?
—Sí, sí, basta, basta, ¡estoy encantada de que venga! ¡Ay! ¡Basta!
Mi madre me suelta.
—¡Así me gusta mi pequeñaja!
Vuelvo a acomodarme en el sofá.
—Está bien, que venga, pero si después de que se lo hayamos pedido no quiere venir por razones suyas, porque tiene otra cosa que hacer, ¡juro que la acribillo a pelotazos!
Mi madre se echa a reír.
—¡No jures, Caro! —añade simplemente.
Siempre me he preguntado cómo conseguirán meter esos barquitos en miniatura en las botellas de cristal. Me recuerda a cuando intento que me entren en la cabeza las reglas de geometría, es algo similar. ¡Exceden las dimensiones de mi cabeza!
El abuelo Tom tiene tres botellas así en el salón, y cada vez que las miro me parece imposible.
—Abuelo, ya sé que me lo explicaste cuando era pequeña, ¡pero ya no me acuerdo!
—¿De qué, Carolina?
—De cómo se consigue meterlos dentro, dado que son más grandes que el cuello de la botella.
Mi abuelo se vuelve y me ve junto al estante con un barco en la mano. Se arrellana en su gran silla negra, junto al escritorio. Se recuesta en el respaldo y sonríe.
—Sí que te lo he contado.
—Da igual, hazlo otra vez, quizá así entienda qué debo hacer en geometría…
—¿Qué tiene que ver la geometría con esto?
—Luego te lo explico. ¡Venga, dime!
Y me siento en el suelo con las piernas cruzadas.
—De acuerdo… Pues bien, hace tiempo la gente tenía miedo de navegar en el mar porque por aquel entonces no era como hoy, los barcos eran menos seguros, se viajaba durante días sin saber lo que podía suceder. De forma que los marineros confiaban en la buena suerte y en la oración. Para que todo eso fuera más concreto, llevaban consigo amuletos, algo parecido a lo que haces tú con esa cosa de peluche cuando tienes un examen.
—¿Te refieres al llavero del osito?
—Exactamente.
—¡Hace años que no lo uso, abuelo!
—Muy bien, se ve que has crecido…
Me toma el pelo.
—¡De eso nada! ¡Debe de haber perdido sus poderes!… ¡He suspendido los últimos exámenes!
Mi abuelo se echa a reír.
—Por lo visto, ya no creías lo bastante en él. En cambio, los marineros debían de creer mucho, hasta el punto de que pensaban que la estampa, el amuleto o el mechón de pelo podía protegerlos de las tormentas, de los motines o de los piratas. No obstante, el problema era conservar y salvaguardar esos objetos, sobre todo los que se estropeaban con mayor facilidad, en un lugar que los mantuviese al abrigo de la humedad. Porque no tenían cajas fuertes personales o herméticas. ¡La única solución eran las botellas! De manera que, poco a poco, el objeto que empezó a verse cada vez con mayor frecuencia en las botellas fue precisamente el símbolo de su vida: el barco. Para introducirlos en ellas hacían lo siguiente: metían por el cuello todo el modelo con las velas y los mástiles doblados después de haber atado a ellos unos largos hilos, de los que tiraban después para levantar el aparejo.
—¡Ah!
—Y los usaban como amuletos, aunque también como mercancía de intercambio.
—Pero ¿tú has hecho alguno?
—¡Sí, una de esas tres! La más alta.
—¡Noooo! ¿Y cómo la hiciste?
—Primero se construye el barco fuera, después se desmonta y se reconstruye una vez dentro mediante los hilos.
—¡Pero debe de hacer falta muchísimo tiempo!
—¡Y paciencia! Como en la vida.
—¿Hacemos uno, abuelo?
—Pero si acabas de decir que lleva mucho tiempo…, te aburrirías a los diez minutos, Caro. ¡Y ese
hobby
requiere constancia!
—Tienes razón, pero aun así me gustaría hacer algo contigo, ¡eres tan habilidoso! ¿Se te ocurre alguna otra cosa?
—Hoy hace viento, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—¿Qué te parece si le regalamos algo a la abuela?
—¡Sí! ¿El qué?
—Te propongo que le hagamos un molinete para que lo ponga en una de las macetas de la terraza. Así, cada vez que gire pensará en ti. Le diremos que lo has hecho todo tú sola. Es más, ¡haremos más de uno! Una especie de parque eólico casero.
—Genial, ¡qué bonito! Pero ¿cómo se hacen?
—Es muy sencillo. Coge unas cartulinas de colores que están ahí, en ese mueble.
De inmediato hago lo que me dice. Abro la puerta y cojo una amarilla, una verde y una roja.
—Hay que cortarlas en pedazos de este tamaño…, haciendo unos cuadrados. —Me los enseña—. Caro, sin que tu abuela se dé cuenta, ve a la cocina a buscar unas pajitas. Están en el cajón que hay debajo de la mesita de mármol, junto a los cubiertos.
—¡De acuerdo!
Me siento como cuando, siendo una niña, quería robar algo de la despensa y el corazón me latía a toda velocidad. Bien, la abuela está allí. Oigo ruidos. Está colocando algo en los armarios. Encuentro las pajitas. Cojo varias y vuelvo apresuradamente al estudio del abuelo.
—Ahora necesitamos pegamento, pinceles y un lápiz, pero lo tengo todo aquí.
—¡Esto parece una papelería!
—Mira, se hace así…
El abuelo dobla el cuadrado por las diagonales.
—Ahora pinta los triángulos resultantes como prefieras.
Y me pongo a hacerlo, como si fuese una niña, mientras él sigue recortando el resto de las cartulinas.
Nada más acabar, el abuelo pega los extremos casi en el centro de los cuadrados y, a continuación, corta unos círculos y los pega encima de éstos para sujetarlos mejor. Acto seguido coge unos alfileres, unos de ésos con la cabeza grande, hace un agujero en el centro del molinete y clava uno. Introduce la pajita en el otro lado dejando un poco de espacio entre ésta y el molinete. Lo imito y monto tres molinetes más. Pasados unos minutos ya están listos, ¡Han quedado preciosos!
La abuela, que jamás nos molesta cuando estamos en el estudio, no se ha enterado de nada. El abuelo me guiña un ojo y luego abre la puerta.
—Cariño, ¿nos preparas un buen té? Carolina y yo lo necesitamos…
Nos responde desde su dormitorio.
—Claro…
Así que, cargada con los molinetes, salgo sigilosamente a la terraza. Una vez allí, los coloco en las macetas de flores. Ya está. Son preciosos y, además, en seguida llega una ráfaga de viento que los hace girar.
Me escondo en un rincón y espero.
Pasados unos minutos la abuela sale con su taza de té verde en la mano.
—Pero ¿dónde estáis?
Mira alrededor. La espío desde detrás de las hojas del jazmín. Veo que cambia la expresión de su rostro.
—¡Tom! ¡Tom!
Aparece el abuelo.
—¡Dime!
—¡Hay unos molinetes!…
—¿Unos molinetes?
—Sí, aquí, ¿los has puesto tú?
—Yo no.
—Pero ¿dónde está Caro?
Y me buscan, el abuelo, mi cómplice, hace como si nada. Minutos después salgo de mi escondite de un salto.
—¡Aquí estoy, abuela!
—Pero ¿qué hacías ahí?
—¿Te gusta nuestro regalo?
—¿Nuestro? —pregunta el abuelo—. ¡Pero si lo has hecho tú! —Acto seguido mira a la abuela Luci, quien sabe de sobra lo que ha ocurrido—. Es verdad, te lo juro… ¡Todo ha sido obra suya!
—No juréis…
Después se dan un beso fugaz y nos sentamos allí, en la terraza, a contemplar los molinetes que giran rápidamente en las macetas; cuando amaina el viento se detienen, pero en seguida sopla una nueva ráfaga y se ponen de nuevo en movimiento. Cuando giran a esa velocidad, los colores se mezclan convirtiéndose en uno solo. Es precioso, Bebo un poco de té. El abuelo y yo nos miramos orgullosos. Debo decir que en su casa se está realmente bien.
Finales de noviembre. Hoy en el colegio el tema es el amor. ¡Un amor lleno de sufrimiento! El profe de italiano nos ha hablado de Dino Campana y de Sibilla Aleramo. Dice que no le gusta que Campana se quede siempre fuera del programa, que es un autor que no se trata nunca y que es una pena. Y ha optado por empezar contándonos la historia de ambos. Yo en parte sabía de qué iba porque Rusty me hizo ver la película en DVD. Es bonita. Aunque también un poco triste. Cuántas cosas le escribió él a ella. Pero ¿por qué será que los amores imposibles hacen que seamos más creativos? Mientras el profe nos leía: «Encontramos unas rosas, eran sus rosas, eran mis rosas, a ese viaje lo llamábamos amor», todos estaban un poco distraídos, pero yo, curiosamente, tenía los cinco sentidos puestos en lo que decía. En mi opinión, en el pasado se hablaba del amor con más pasión. Usaban palabras distintas. ¿Qué debe de decir Massi del amor? ¡Esperemos que no esté diciéndole muchas cosas a otra! De eso nada, antes voy yo. Mejor dicho, ¡soy la única! Claro que tener a un hombre que te diga esas cosas debe de ser maravilloso… «Porque yo no podía olvidar las rosas, las buscábamos juntos…». Tampoco yo puedo olvidarme. Y, además, figuraos, nadie me ha regalado ninguna hasta la fecha. El amor es una flor que nadie te ha regalado nunca y que siempre recordarás. ¡Yo también soy poetisa!
Después, una gran sorpresa: a la salida del colegio recibo un mensaje: «¿Recuerdas que hoy tenemos la primera clase? Las pelotas están en la pista y el maestro también, ¡sólo faltas tú! ¿Paso a recogerte? He reservado para las tres».
Vuelvo a casa como un torbellino…, ¡aún más de prisa! Vuelvo a probarme todo lo que tengo, y ahí se produce el gran dilema: ¿pantalones cortos o faldita? Al final me decido por jugar con chándal. Me siento a la mesa. Mamá ha conseguido llegar a tiempo para prepararnos la comida, pero yo, como no podía ser de otro modo, ¡estoy hecha un manojo de nervios!
—¿Qué pasa, Caro?, ¿no comes?
No me da tiempo a responderle. Ale lo hace por mí con la boca llena.
—¡No! Hoy tiene sóftbol.