Mi madre me mira estupefacta.
—Pero ¿no dijiste que ibas a jugar al tenis?
—Sí, es que mi hermana es imbécil… ¡Han llamado al timbre! ¡Voy yo!
Corro al interfono.
—Hola…, soy el maestro, ¿puede bajar mi alumna preferida?
—¡Claro que sí! Voy en seguida… —Me precipito a mi dormitorio para coger la raqueta—. Me voy, mamá.
—¡No vuelvas tarde!
—¡No!
Ale deja de comer por un momento.
—¡Que te vaya bien el sóftbol!
—Simpática…
Llamo el ascensor, pero estoy demasiado inquieta. Salto en el sitio y, al final, la espera me resulta insoportable. El señor Marco, el vecino que trabaja en televisión, sale de su casa.
—He llamado el ascensor, suba usted.
—Gracias.
—¡De nada, esta vez la que está a dieta soy yo!
Bajo de un salto los últimos escalones y llego al rellano. Veo que cabecea. Sonrío y sigo bajando a toda prisa sin darle mucha importancia. Cruzo la verja.
—¡Aquí estoy!
Lele se inclina en mi dirección y me abre la puerta. Subo al vuelo al Smart y cierro. Lele arranca mientras me pongo el cinturón.
—Oh, he de decirte que puede que sea tu alumna preferida, pero quizá sea también la peor…
—Puede, ¡pero seguro que eres mi preferida!
¿Por qué me dice eso? Es agradable, pero la forma en que lo ha dicho me resulta extraña… ¿Habrá querido decir algo? ¿O no? No lo he entendido. Lele me mira, y me sonríe.
—¡Eres mi única alumna!
Resumen del tenis.
Veamos, ¿sabéis lo que es una jugadora de sóftbol? ¿Esas chicas que esperan quietas la pelota y que después la golpean con una fuerza increíble, hasta el punto de mandarla fuera del campo? ¿Y que luego corren lentamente, de una base a otra, alzando los brazos, tranquilamente porque han lanzado la pelota lejísimos? Pues bien, ésa era yo. Sólo que si haces eso cuando juegas a sóftbol eres una campeona, ¡pero si lo haces en el tenis eres una nulidad! ¡Maldita Ale! Tenía razón. Cada vez que recibía una pelota, la golpeaba y la mandaba al otro campo, pero no al del adversario, sino al contiguo. Es decir que, en lugar de jugar al tenis, jugaba a disculparme:
—Perdonad, me he equivocado.
—¡Salta a la vista!
Dos chicos simpáticos, nuestros vecinos de pista. Lele, en cambio, seguía cogiendo las pelotas del cesto y tirándomelas siempre al mismo punto, a la misma velocidad y con el mismo ritmo. Una máquina de guerra…, paciente.
—Inclínate, mira la pelota, golpéala hacia adelante…, ¡muy bien!
—¡Eh, maestro, no mientas a tu alumna!
Aún más simpáticos si cabe, nuestros vecinos. Pero bueno, al final fue una tarde divertida. Después de la lección nos sentamos en el bar a beber algo. Un buen Powerade, que te ayuda a reponerte, pese a que yo salvo para recoger pelotas a diestro y siniestro, tampoco había corrido tanto. Aunque sudé un poco, y eso es bueno. Además, con el chándal hice el ridículo de lo lindo. Nuestros vecinos de pista pasaron al final por nuestro lado.
—Avisadnos cuando volváis a jugar…, ¡así vendremos con el paraguas!
Lele se echó a reír y después se volvió hacia mí.
—¡En fin, la próxima vez quizá reservemos la pista del fondo!
—Sí, mejor será…
Sonreí mientras apuraba mi Powerade. Muy educada. Muy mona. Muy tenista. Con una única idea en la cabeza: ¿de verdad será tan paciente ese Lele? Bien. A esas alturas soy ya toda una jugadora de tenis, hasta un poco segura de sí misma. Decidí que la próxima vez me pondría el conjunto con la faldita… Y sonreí divertida al pensarlo. ¡Ignoraba todo lo que sucedería después!
Domingo.
—Venga, coge ésa, ¡que es mona!
—¿Cuál?
—Ésa, la que tiene todas esas flores.
—Vale. —Bajo rápidamente del coche—. ¿Me da esa planta?
—¿Ésta?
—Sí, gracias.
Mi madre me espera en el coche. Me vuelvo hacia ella.
—¿Cojo también una tarjeta? Venga, así le escribimos algo bonito.
—De acuerdo.
El florista envuelve la planta con celofán y me la da.
—Veinte euros, por favor.
Le pago y subo de nuevo al coche.
—Entonces, ¿adónde voy?
—Todo recto, por el Lungotevere.
—Pero ¿está cerca?
—¡Sí, mucho!
Mi madre sigue conduciendo tranquila.
—¡Si tú lo dices!
—¡Ya he estado allí! —«Hasta monté una silla», me gustaría añadir, pero me parece un poco restrictivo—. Incluso le eché una mano para montar los muebles.
—Ah…
Eso está mejor. Llevo la planta entre los pies; el aroma del aciano es muy fuerte, asciende y de vez en cuando me llega a la cara y me produce cierto picor en la nariz, y entonces me aparto a derecha e izquierda para no acabar entre las hojas. Aun así, me molesta menos que Ale, que, tal y como imaginaba, no ha podido venir.
—¿Qué le escribimos, mamá?
—Y yo qué sé…, ¡tú eres la escritora! ¡Te pasas la vida garabateando en ese diario!
Me viene a la mente que ayer por la mañana Alis me dio a leer una frase preciosa que había encontrado en internet: «El amor es cuando la chica se pone perfume, el chico loción para después del afeitado y luego salen juntos para olfatearse el uno al otro. Martina, cinco años.» ¿Qué puedo decir?, verdaderamente genial. Necesitaría una idea tan divertida como ésta.
—Pues si que…, escribo en el diario para recordar lo que he hecho… ¡En todo caso, el escritor es él!
—¡Esperemos que así sea! —Mi madre hace una extraña mueca. Está preocupada, pero prefiere dar por zanjada la cuestión—. ¿Sigo recto?
—Sí, todo recto, no queda mucho. Ya está, se me ha ocurrido algo, ¿estás lista?
Mi madre me mira risueña.
—Sí, claro. A ver, dime.
—«Para que todo lo que deseas pueda brotar»… —La miro con aire inquisitivo. ¡La verdad es que, más que para un escritor, parece una frase dedicada a un florista! Yo misma respondo a mi propuesta—: No, no, es una estupidez. —Sigo pensando. Veamos—: «Para tu nueva casa»… —¡No! En parte porque es una barcaza, aunque todavía no se lo he dicho a mi madre. Ya está, tengo otra frase—: «Para ti, con todo nuestro amor».
Mamá parece muy contenta.
—¡Esa me gusta!
La sopeso por un momento.
—Sí, pero parece de primera comunión.
—¿Qué quieres decir?
—¡Que entristece!
—¿A qué te refieres?
—Que no es alegre. No sirve, no sirve.
Y sigo dándole vueltas a una serie de frases que, la verdad, no sé cómo se me ocurren. De repente suelto incluso un «Para un futuro celeste…», ¡porque las flores de la planta son, claro está, de ese color! Pero al final doy con algo que parece convencernos a las dos.
—¡Gira, gira aquí!
Me he distraído y se lo he dicho en el último momento. Mi madre obedece de inmediato mis indicaciones, dobla una curva muy cerrada mientras desciende en dirección al Tíber. El coche patina un poco, parecemos dos locas.
—Pero si estamos yendo hacia el río.
—Eh… —me limito a decirle por toda respuesta.
Avanzamos unos cuantos metros más.
—¡Ya está, hemos llegado!
Mi madre se queda boquiabierta.
—¡Pero si es una barcaza!
—Bonita, ¿verdad? —Meto las manos entre las de mi madre, que están apoyadas en el volante, para tocar el claxon y me apeo a toda velocidad del coche con la planta.
—Rusty…, ¡hemos llegado, estamos aquí!
R. J. sale sonriente de la barcaza y cruza corriendo la pasarela.
—¡Aquí están mis mujeres preferidas! —Y me coge en brazos y me hace dar vueltas inclinándose hacia el río mientras yo sostengo la planta entre las manos.
—¡Socorro! —grito, pese a que cuando estoy entre sus brazos no tengo miedo.
Después me baja al suelo dejándome caer sobre las tablas de madera que hay al otro lado de la pasarela, y echa a correr en dirección a mi madre.
—Ven…, quiero enseñártelo todo.
—Pero ¿no es peligroso? ¿No hay ratas?
—¡Qué ratas ni qué ocho cuartos! Mira lo que he hecho… —Y señala unos platos llenos de anchoas que están dispuestos en el suelo, a lo largo del camino—. Tengo gatos montando guardia… El único ratón que puede entrar aquí es Mickey Mouse, y en forma de cómic. Venid, venid que os lo enseñe. —Entra y nos muestra el interior de la barcaza—. Veamos, aquí está la cocina, éste es el salón, y aquí está el dormitorio.
Nosotras lo seguimos extasiadas. No me lo puedo creer, la ha transformado de arriba abajo, parece otro sitio. Cortinas azules, blancas y celestes y unas mesas de Ikea perfectamente montadas.
—Caro me ayudó a montar todos los muebles…
Mi madre me mira ufana.
—No es verdad, sólo hice unas cuantas cosas.
—No, de eso nada, hiciste mucho. De hecho, mira aquí.
Y nos lleva a una pequeña habitación clara con vistas al río, tiene un ventanal precioso y una mesa grande en la que ha colocado su ordenador, ese que tanto me gusta… ¡Entre otras cosas porque es mucho más rápido que el mío!
—Ésta es tu habitación, Caro. Cuando quieras puedes venir a estudiar. Dentro de nada tendré conexión ADSL, de manera que no te faltarán tus amigas Alis, Clod, y los otros de Messenger…
¡No! No me lo puedo creer, ¡si hasta ha colgado una fotografía de Johnny Depp! ¡Caramba, es una habitación fantástica! Entre otras cosas porque es mucho más grande que la mía. Pero eso no lo digo.
—¿Puedo venir de vez en cuando a estudiar, mamá?
—Claro, basta con que estudies de verdad, tengo la impresión de que aquí sólo te distraerás.
Rusty me da un abrazo.
—De eso nada. Esto es muy tranquilo, no hay nadie que grite o haga ruido. Mucho más tranquilo que nuestra casa.
Mi madre y él se miran y permanecen en silencio durante unos instantes. Luego Rusty ve la planta, o quizá simula verla en ese preciso momento.
—¡Eh, qué bonita! Pero ¿qué me habéis traído?… Un aciano. —Se acerca y coge la tarjeta—. «¡Para nuestro escritor, para que seas feliz!».
Rusty esboza una sonrisa. Cierra la tarjeta y se la mete en el bolsillo de la cazadora.
—Lo soy, ahora que estáis aquí lo soy. ¡Vamos a la mesa!
Ha sido una tarde maravillosa, os lo aseguro. Rusty James ha puesto la mesa en la sala, junto a la ventana más grande, que, en esos momentos, acariciaba el sol. Porque hoy, pese a que estamos en noviembre, lucía un sol fantástico.
Ensalada de arroz, antes entrantes variados, de esos que tanto me gustan, mozzarella pequeña, salchichas pequeñas y aceitunas, tomatitos aliñados, pimientos pequeños, de esos redondos que van rellenos de atún y alcaparras. En fin, como podéis ver, todo pequeño.
—Esta especialidad la he comprado pensando en vosotras: quesitos a las finas hierbas.
Ni mi madre ni yo sabíamos de qué estaba hablando, pero los hemos probado y nos han gustado. Es un queso blando, no muy graso, de sabor no muy fuerte, salpicado de hierbas por encima. Y luego un vino espumoso muy frío, helado. ¡Pum! Me gusta cuando los tapones saltan sin que nada los pueda retener. Rusty abre la botella apuntando a la ventana abierta, hacia el río. Y el tapón vuela muy lejos, y después…, ¡plof!, aterriza en medio del Tíber, se hunde en el agua y sube de nuevo rápidamente a la superficie. Lo contemplamos mientras se aleja así, libre, empujado por la corriente, rumbo a lo desconocido.
—Mamá, ¿puedo beber yo también un poco?
—Un día es un día…
—Sí, claro.
De forma que doy un sorbo y pruebo también la ensalada, que tiene una pinta estupenda.
—Pero ¿qué es esto?
Rusty sonríe.
—Hojas de espinacas.
—¿Tan grandes?
—Sí, tan grandes.
Mi madre las corta con el cuchillo.
—Mmm, están ricas, veo que has echado también pera y queso parmesano. —Aparta algunas hojas y llega al fondo—, ¡Piñones y uvas pasas!
—Sí, y lo he aliñado con vinagre balsámico.
Vuelvo a probar prestando más atención.
—Por eso pica.
—¡No pica!
—¡A ti siempre te pica todo!
Nos echamos a reír. Y tengo la impresión de estar como en casa, aún más, en una nueva casa, más tranquila, eso sí. Es cierto, no se oye ningún ruido. Se está francamente bien. Y comemos en silencio. Rusty tiene un pequeño equipo de música en el salón, De improviso se levanta y pone un CD, Coldplay,
X & Y
. Precioso. Lo he escuchado sólo una vez, pero en seguida me gustó. Quizá porque hay una canción con una frase que dice: «No tienes que estar solo. No tienes que estar… solo en casa…».
A continuación se dirige a la cocina y reaparece al cabo de unos minutos con una pequeña tarta de chocolate, la que me gusta a rabiar. ¡Con una velita en el centro!
—Pero bueno, qué guay. ¿Qué fiesta es hoy?
—¡La del feliz no cumpleaños!
Sabe que me encanta Alicia.
—Es una broma, la he comprado porque sois las primeras personas que invito aquí.
A saber si es verdad, pero me gusta pensar que es así. Los tres soplamos la velita, y después mi madre empieza a cortar la tarta. La divide perfectamente en tres trozos, y la verdad es que le salen idénticos, uno de esos raros casos en que uno quiere precisamente que no sobre ni falte ni un solo trozo.
Después Rusty prepara el café, pero sólo lo beben ellos. Salimos y nos echamos en las tumbonas a tomar el sol con los pies apoyados en la barandilla. Yo soy la que tengo la silla más cerca de ella, porque soy la más baja. Cierro los ojos y me siento sorprendentemente bien. Por supuesto, me gustaría que Massi estuviese en una tumbona aquí, a mi lado. Aunque quizá hoy su presencia estuviese de más. Rusty James nos mira satisfecho.
—Se está bien aquí, ¿eh?
Mi madre le estrecha la mano.
—Sí…
Y, al menos en eso, estamos todos de acuerdo. De repente oímos un ruido extraño.
Chof…, chof…
Y, acto seguido, un jadeo. De improviso aparece por la curva, a escasos metros frente a nosotros, una canoa con dos chicos que reman juntos al mismo ritmo.
—¡Holaaaa!
Los saludo con la mano y ellos, sin dejar de remar, me sonríen. Uno alza la barbilla de golpe, como si quisiese devolverme el saludo, y después desaparecen como han venido, a toda velocidad, siguiendo la corriente del Tíber.
Entonces me vuelvo a sentar, me tiendo al sol en la tumbona, apoyo la espalda y cierro los ojos. Sí. Se está de maravilla, y puedo asegurar que ha sido la tarde más bonita de todo el mes de noviembre.