—¿Tus padres? ¿Un chico?
—¿Ha sido por algo que has visto en una película?
—¿Un sueño?
Nos divertimos acribillándola a preguntas hasta que, por fin, Clod no puede resistirlo más.
—Vale, vale… Ya está bien.
Se queda por un instante en silencio. Nosotras también.
—Es que…
—¿Qué?
Clod nos mira por última vez, después esboza una amplia sonrisa.
—Estoy saliendo con Aldo.
—¡Nooo!
—¡No me lo puedo creer!
Alis se echa hacia atrás con tanta fuerza que está a punto de caerse de la silla, Yo estoy feliz a más no poder, si bien aún me cuesta dar crédito.
—No es una broma, ¿verdad?
—¿Te parece propio de mí bromear sobre esas cosas?
—Cuéntanos…
Poco a poco, en nuestra mesa se produce una suerte de silencio, ese que sólo la palabra amor sabe crear. Porque el amor, es decir, la manera en que dos personas se conocen, se frecuentan, se llaman por teléfono, empiezan a salir juntas o rompen, le interesa siempre a todo el mundo, es inevitable. Si, además, quien te lo cuenta es alguien como Clod, te emocionas aún más.
—Pues bien, la clase de gimnasia se había acabado ya. Me había duchado y todavía tenía el pelo un poco mojado. Cuando salí, él estaba allí, en la puerta del gimnasio. Llovía y las gotas se veían a contraluz porque la bombilla de la farola estaba fundida…
—¡Caramba! Es perfecto…
Clod le sonríe a Alis.
—Extrañamente, Aldo no hizo ninguna imitación. En lugar de eso, nos miramos y nos echamos a reír. Después pasó un coche pegado a la acera a gran velocidad; no nos había visto, y poco faltó para que quedásemos como sopas.
—¡Precioso, igual que en las películas!
—Sí, de manera que acabamos pegados el uno al otro… Y, no sé cómo, nos besamos.
—Como dos imanes que se atraen…
—Sí, claro, como dos imanes…
Alis siempre tiene que reventarlo todo.
—¿Entonces? ¿Se puede saber qué haces aquí?… ¡Deberías estar celebrándolo con él, ¿no?!
—De hecho, me ha mandado un mensaje, quizá nos veamos luego.
—¡De eso nada, ve ahora mismo!
Clod mira a Alis como si le estuviese preguntando «¿Puedo?». Pero yo no lo pienso dos veces e insisto:
—¡Venga! ¡Yo me quedo con Alis!
—¡Claro…, nos haremos compañía mutuamente!
En cuanto acaba la frase, Clod casi vuelca la mesa.
—Gracias, habíamos organizado una cena pero no sabía cómo decíroslo…
Y sale del local. Alis y yo nos quedamos comiendo y hablamos por los codos, comentando la increíble noticia.
—¿Te das cuenta? ¡Clod tiene novio y nosotras no!
Aunque la verdad es que estoy encantada. Ella era la que, en teoría, tenía menos posibilidades de todas nosotras. Por un momento tengo la impresión de que Alis está triste, y la verdad es que no sé por qué. Deberíamos alegramos por nuestra amiga. ¡Su sueño se ha cumplido! La verdad es que la idea de pasar todos los días con Aldo y soportar continuamente sus absurdas imitaciones me parece una pesadilla. ¡Pero ella está contenta! Y eso es lo que cuenta en la vida, ser felices gracias a las cosas que realmente nos hacen felices… Se lo digo a Alis, pero ella parece estar pensando en otra cosa.
—Perdone, ¿tienen tarta de chocolate? —le pregunta al camarero.
—Sí, por supuesto.
—¿Me trae un buen pedazo?
A continuación me mira sonriente.
—Tal vez el año que viene estaremos aquí con nuestros novios y ella estará sola de nuevo…
—Sí… Puede ser, aunque quizá estemos las tres… ¡con tres chicos!
Alis me mira de una forma extraña y se encoge de hombros.
—Sí, claro.
Y me resulta extraño que no haya pensado en esa posibilidad.
Soy Tommaso, el abuelo de Carolina. Mi nieto Giovanni, o Rusty James, como lo llama ella, captura el mundo en una página en blanco. Yo también, sólo que uso otro tipo de papel: el fotográfico. El objetivo contiene el espacio que quiero inmortalizar; un círculo tan pequeño que, sin embargo, puede retener un momento mágico, irrepetible. La fotografía detiene el tiempo, vence el temor de que todo se pierda algún día. Es suficiente con un clic. Esa imagen y, sobre todo, lo que evoca serán nuestros para siempre. Ésa es la idea que siempre me ha gustado del arte de la fotografía. Los momentos que puedo compartir con los demás, con mi Lucilla sobre todo. En mi opinión, ella es una modelo bellísima. Un rostro que cambia con frecuencia de expresión y que inspira innumerables fotografías. Tendríais que verla. Tiene unos ojos indescriptibles. Todavía hoy me pierdo en ellos. Cuando la miro me siento seguro. Ella camina por la casa tranquila. Ordena las cosas, lee, se prepara un té, me habla. Y yo me siento feliz. Sé que podría morirme hoy mismo y que me daría igual, porque he tenido todo cuanto deseaba. Mejor dicho, he tenido todo cuanto sabía que deseaba, porque a menudo nos equivocamos al desear las cosas. Creemos saber qué es lo mejor para nosotros y, en realidad, nos lo imponemos. Es el riesgo que uno corre cuando no se escucha realmente a sí mismo. Con mi Lucilla, en cambio, he aprendido a buscar lo que quería mi corazón. Así, cuando cojo mis fotografías, todas ellas, puedo reconstruir cada momento del viaje que he realizado con ella. Ella, que me ha enseñado a vivir y me ha convertido en una persona mejor.
Ella, que nunca se rindió cuando estábamos desesperados porque no teníamos dinero. Se arremangó y, serenamente, empezó a construir, aprovechando lo poco que teníamos. Con el paso del tiempo, esas fotografías han acabado conteniendo una vida que hay que volver a mirar para sentirse de nuevo como en todos esos instantes que intenté detener. Sin perder nada, incluso cuando dejemos de existir, esas fotos sabrán conservar lo que cuentan. Y los que aman podrán captar en cualquier momento ese matiz que, quizá, han perdido en el frenesí de la vida. Hago fotografías desde hace muchos años. Las conservo en unos álbumes que guardamos en el salón, y alguna que otra noche Lucilla y yo nos sentamos en el sofá para hojearlos. Cuántos recuerdos y alegrías, aunque también cierta tristeza por lo que ya no puede volver. No obstante, el placer consiste en mirarlas una y otra vez. Y, por encima de todo, en comprobar que nuestros rostros aparecen siempre, y verlos cambiar, una página tras otra. Ella y yo. Qué amor. El amor. Todavía recuerdo la primera vez que la vi. Ambos éramos muy jóvenes y yo, desde luego, muy torpe. Paseaba en bicicleta y la vi caminando de una manera que nunca he conseguido olvidar. Un paso hermoso, sólido y ligero al mismo tiempo. Un paso que me reconfortaba. Lo primero que me pasó por la mente y que me asustó fue que podía perderla, que sí no hacía algo entonces, en ese preciso momento, jamás volvería a verla caminando así. Tenía que lograr que se detuviese, inmortalizarla de algún modo. Pero no tenía nada para hacerlo, aparte de mí mismo. De manera que bajé de la bicicleta y me presenté. Al principio ella pareció asustarse un poco, pero acto seguido se echó a reír. Se echó a reír… En aquella época si un desconocido abordaba a una chica y entablaba conversación con ella, ésta tendía a mostrarse reacia, en parte por miedo a lo que pudiese decir la gente. Pero ella no. A pesar de que estábamos a plena luz del día, se echó a reír. Y habló conmigo. Y yo supe de inmediato que jamás podría estar sin ella. Así fue. He conocido a otras mujeres y nunca ninguna me ha parecido tan maravillosa como mi esposa. Cuando se rió, decidí que necesitaba a toda costa una cámara de fotos. Para fotografiarla a ella. Tuve que comprarla a plazos, con el dinero que gané con mi primer trabajo. Pero la compré. Y empecé a fotografiarla en todo momento, y ella se avergonzaba. Era hermosísima, incluso cuando me hacía muecas. Después, los paisajes, los objetos, mis otros seres queridos, nuestra hija, mis nietos, todo cuanto me rodeaba fue capturado también por el objetivo. La fotografía es mi manera de expresarme. También el dibujo, mi otra pasión, pero no es lo mismo que cuando pulso el disparador de la cámara. Cuando miro una foto veo un fragmento de mi vida y recuerdo perfectamente ese día. Luego sonrío. Sé que seguirán estando ahí cuando yo me haya marchado. Tal vez alguien que sepa mirar bien dentro de ellas pueda llegar a ver la sonrisa de mi alma. En caso de que así sea, serán mi verdadera herencia.
¿Durante cuánto tiempo has conseguido mantener el móvil apagado? ¡Nunca!
¿Algo que lamentas del mes pasado? No haber encontrado a Massi.
¿Qué es para ti la primavera? La ligereza.
El peor sms que has recibido este mes: «¿Por qué los elefantes no pueden chatear? Porque temen a los ratones.» ¡Me lo mandó Filo!
¿Pelo largo o corto? Largo.
¿La película más guay que has visto? Guay, no lo sé…, pero
Ratatouille
me encantó.
¿Blanco o negro? Blanco.
¿Uñas cuidadas o mordidas? Ninguna de las dos.
¿El cumplido que más te gusta? Qué guapa eres.
¿El que odias? Estás muy buena.
Recuerdo que cuando era pequeña solían decirme que marzo era un mes loco. No entiendo por qué decían eso, porque ni siquiera rima. Como mucho, «marzo, gran gustazo». ¡Así podría ser el mes preferido de Alis! O «marzo, gran esfuerzo». Y en ese caso se podría aplicar a Clod y a su dieta.
Pensándolo bien, todos los meses pueden ser locos. Depende de lo que suceda. En cualquier caso, ¿cómo iba a imaginar yo que marzo cambiaría mi vida? No. Así no. Pero bueno, empecemos por el principio.
Nico es un tipo realmente divertido. Es alto, bastante más que yo, tiene un cuerpo robusto, es guapo, con el pelo rizado y los ojos azules. Conduce una moto que, según aseguran todos, es «veloz como el viento». Él se ríe, hace el caballito y está siempre alegre. Tiene una Honda Hornet negra, agresiva. No obstante, consigue conducirla sobre una sola rueda durante un buen rato.
—¿Te apetece venir a dar una vuelta? Venga, Carolina, sube atrás… Vamos a echarle una carrera al viento.
Me mira así, con unos ojos azules y profundos que me recuerdan el mar cuando está en calma, cuando miras a lo lejos y no ves dónde acaba, cuando te pierdes en ese azul claro hasta el punto de no llegar a entender dónde empieza el cielo. En fin, que me gusta, no puedo negarlo. Pero una vuelta sobre una sola rueda…
—No, gracias, Nico.
—Como quieras…
Derrapa y hace girar la moto sobre la rueda de atrás, frena con la de delante y da vueltas mientras la trasera levanta una nube blanca, como si se estuviera quemando. Pero al poco aparece una mujer gorda vestida con un chándal que le echa la bronca.
—¡Ya está bien, Nico! ¡Menuda peste estás dejando! ¡Aquí se viene a trabajar!
Nico se para, apaga el motor y aparca la moto. Luego vuelve a ponerse la gorra y se acerca al surtidor. Ahora parece un poco triste y abatido. En pocas palabras, que ya no fanfarronea como antes.
—Tienes que llenar el depósito, ¿no, Carolina?
—No, gracias, ya lo he llenado antes.
Pues sí: Nico es el hijo del gasolinero. Pero no ha sido por eso por lo que no he querido dar una vuelta con él, ¡sino porque de verdad me da miedo! En cualquier caso, desde que lo he descubierto voy siempre a echar gasolina allí. Aunque no por Nico, a él lo conocí después, sino por Luigi, su padre. Es un tipo bajito con un bigote enorme, bajo el mono lleva siempre corbata, y es risueño y amable incluso conmigo, que como mucho me gasto cinco euros. Porque, a veces, los gasolineros, cuando se dan cuenta de que no piensas ni por asomo en llenar el depósito, que les haces poner en marcha el surtidor por tan sólo cinco euros, te tratan mal, ni siquiera te miran cuando les pagas y tampoco te dicen adiós cuando te vas. En cambio, él y su esposa Tina son siempre encantadores.
Tina es una mujer gorda, rechoncha, con un pecho abundante y el pelo oscuro y ondulado. Es la que antes ha gritado a Nico. Aunque físicamente Nico haya salido a ella, los ojos los ha heredado de su padre. Esa mujer trabaja como una mula, a menudo la veo lavando los coches que le llevan. Ella es la que se ocupa de esa tarea: los hace pasar por el túnel de lavado y luego los seca. Se abalanza con dos grandes trapos encima del capó y prueba a secar el parabrisas y después el techo, aunque el tamaño de su busto no es que le facilite la labor precisamente. Resopla porque le aprieta el mono, pero ella sigue con el pelo cayéndole por la cara, sudando y jadeando, y aun así hace su trabajo con gran meticulosidad. Y Nico haciendo cabriolas con la moto mientras su madre se desloma… En fin, es asunto suyo.
Un día, sin embargo, mientras vuelvo del colegio noto que una moto se acerca a mí. Se pega tanto que casi me hace caer y me obliga a frenar. Hasta que se quita el casco no me doy cuenta de que es él.
—¡Nico! ¡Me has asustado!
—Perdona… —Hace una pausa y luego dice—: ¿Por qué no quieres salir conmigo? ¿Por qué soy el hijo del gasolinero?
No sé qué responder. Lo veo ahí, delante de mí, con el pelo rizado y el semblante resuelto pero que deja entrever un buen corazón, diría que incluso parece un poco cortado.
—¿Por qué dices eso? No tiene nada que ver.
—¿Estás segura?
—Por supuesto.
—Demuéstramelo.
—Para empezar, no tengo que demostrarte nada. Y, por si te interesa, no salgo contigo porque quieres llevarme con esa moto tuya que conduces como un loco… Ahora mismo he estado a punto de caerme. Si conduces sobre una sola rueda, nunca montaré contigo.
Nico sonríe.
—¿Y si te prometo ir muy pero que muy despacio? ¿Y que no haré el caballito?
—Si me lo juras…
—Te lo juro.
Permanecemos en silencio unos segundos.
—¿Vamos a dar una vuelta?
—No puedo.
—¿Ves? Lo sabía…
—No puedo porque tengo que estudiar. Hoy no he hecho nada aún.
—¿Mañana por la tarde?
Veo que me mira arqueando las cejas. Me está poniendo a prueba.
—Vale. Sobre las cinco, siempre y cuando no llueva.
Nico está encantado. Parece un niño caprichoso que acaba de obtener cuanto quería.
—Dame tu dirección para que pueda pasar a recogerte…
—No, nos vemos en la escuela. En el Farnesina.
—¿Por qué? Eso también me parece sospechoso.
—Porque mis padres no me dejan ir con nadie en moto. Y nunca se tragarían tu juramento.
—Juro que lo mantengo.
—Vale. Adiós… Hasta mañana.
Echa la moto un poco hacia atrás y me deja pasar…