¡Pues espera y verás!
Y dirigiéndose al centro del Calvario recogió del suelo el yelmo de espinas, regresando en el acto ante el Galileo.
El centurión tampoco había acertado a comprender el sentido de la expresión y vaciló ante la irritada postura de sus hombres. Supongo que no se atrevió a intervenir. En el fondo, él también se sintió ofendido por lo que parecía una burla hacia su profesionalidad.
El verdugo separó el cráneo del Maestro del
patibulum
y de un golpe le encasquetó el capacete de púas en la cabeza. El ajuste, quizás por temor a herirse con las espinas, no fue excesivamente violento, y la masa espinosa quedó medio bailando sobre las sienes del prisionero.
La multitud, que en aquellos momentos debía oscilar alrededor de las 2 000 o 3 000
personas, aulló de placer al ver el gesto del romano.
El Maestro permaneció con la cabeza baja y sus torturadores continuaron con el izado del tronco.
La gran estatura y el peso de Jesús -posiblemente alrededor de los 80 kilos- fueron otro
«handicap» para los sudorosos verdugos, que no tardaron en animarse mutuamente, acompasando cada tirón a otros tantos «¡ey!»...
Palmo a palmo, la soga fue jalando del crucificado, en un ascenso interminable y sobrecogedor. Para colmo, el gentío -cada vez más excitado- se unió a las interjecciones de los legionarios. animándoles con sus «¡ey!».
Pero los poderosos brazos de los tres soldados que tiraban desde el suelo y en lo alto de la escalera no eran suficientes. Temiendo que reo y madero se precipitaran a tierra, Longino y Arsenius no tuvieron otra opción que formar con los soldados, añadiendo sus fuerzas al levantamiento.
«¡Ey!... ¡ey!...»
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Caballo de Troya
J. J. Benítez
El cuerpo del Galileo se despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora
«cuenta atrás» hacia una escalofriante agonía.
Al perder el apoyo de sus pies, los brazos del gigante se tensaron y los crujidos de sus huesos se unieron durante algunos segundos al chirriar de la maroma sobre la horquilla del palo vertical.
Al momento, las clavículas, esternón y costillas se dibujaron bajo la piel y regueros de sangre, mientras los músculos pectorales, de los hombros, cuello y brazos se esculpían embravecidos, a un paso de la dislocación. Pero la fortaleza de aquellos paquetes musculares era aún grande y evitaron la luxación de los hombros y codos. Las fibras de los antebrazos, especialmente los músculos extensores de las manos y de los dedos, se afilaron como sables y cerré los ojos, temiendo que saltaran en alguno de aquellos tirones.
Jesús colgaba ya a medio metro del suelo. La fuerza de la gravedad hizo que, desde el primer momento de la suspensión absoluta, los brazos girasen y, arrastrados por el peso del cuerpo, se deslizaron hasta formar un ángulo de unos 65 grados con la
stipe
1
.
El formidable peso que soportó el Nazareno en cada una de las grietas de las muñecas, unido al desbocamiento de las heridas y a la suprema tensión de los ligamentos de hombros y codos tuvo que multiplicar sus dolores (suponiendo que le quedara capacidad para ello) hasta el enloquecimiento.
En varias ocasiones, acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y, sobre todo, un punto de apoyo. Pero esos puntos sólo podía encontrarlos en un lugar. Mejor dicho, en dos: en los clavos que le atravesaban los carpos. Pero, ¿cómo elevarse sobre unas piezas de metal, estando suspendido?
Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital, haciendo desistir al Maestro. Estas sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno fueron transformando su respiración en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada vez menos efectivo. El fantasma de la asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del Hombre...
«¡Ey!... ¡ey!»
Cuando los soldados detuvieron el pesado avance de la cuerda, el cuerpo de Jesús se balanceaba a unos 90 o 100 centímetros de tierra. Sus pies, chorreando sangre, palparon la corteza del tronco vertical y se pegaron a él desesperadamente. Pero las hemorragias le hicieron resbalar una y otra vez. Y en cuestión de minutos, la cara frontal del árbol se tiñó de rojo, impregnada desde la zona de los omoplatos hasta los talones.
El legionario situado en el extremo superior de la
súpe
apretó los dientes y comenzó a jalar de la lazada central. Pero el
patibulum
no se movió un solo centímetro. El peso del madero y del reo (algo más de 110 kilos) era excesivo para el agotado infante. El centurión y Arsenius, casi al unísono, le gritaron para que forzara el izado final. Fue inútil. El romano, jadeante, hizo una señal de impotencia con su mano derecha, dejándose caer sobre la horquilla de la
stipe.
Miré a Jesús y conté la frecuencia respiratoria: ¡Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por minuto! Las puntas de sus dedos habían empezado a tomar una coloración azulada. La cianosis o deficiente oxigenación de la sangre había hecho acto de presencia. Examiné alarmado sus labios. Pero la hipoxia (disminución de la cantidad normal de oxígeno en sangre) no se manifestaba aún en la mucosa labial ni en las orejas.
El bombeo del cansado corazón del Maestro aumentó su ritmo, pero dudo que fuera suficiente para irrigar las partes más periféricas del cuerpo. Si Longino y sus hombres no actuaban con rapidez, la falta de riego y el consiguiente déficit de oxígeno en el cerebro podían desembocar en la pérdida primero de la razón de Jesús y su fulminante fallecimiento. Y, honestamente, en algunos de aquellos críticos segundos llegué a desearlo con todas mis fuerzas. Aquella hubiera sido una forma de segar de plano sus torturas.
1
Un sencillo cálculo matemático nos proporciona la terrorífica imagen del peso que tuvo que soportar Jesús de Nazaret durante este angustioso elevamiento. Repartiendo el peso total del Maestro entre ambos brazos (unos 40 kilos para cada uno) la fuerza de tracción ejercida sobre cada uno de ellos es igual a 40/coseno de 65º = 40 : 0,4226 = 95
kilos, aproximadamente.
(N. del m.)
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J. J. Benítez
Pero el oficial, sin perder los nervios, ordenó a los que permanecían al pie de la
stipe
que colaborasen con el legionario encargado de encajar el
patibulum.
«Pero, ¿cómo? -pensé-, si sólo hay una escalera de mano...» La solución llegó al momento.
Dos de aquellos diestros soldados, ágiles y entrenados, se aferraron con sus manos al palo vertical mientras otros dos se encaramaban a sus respectivos hombros, alcanzando así los extremos del madero transversal. A una señal del que había vuelto a sujetar el nudo central, empujaron el leño hasta que la afilada punta del árbol entró en el agujero central del
patibulum.
-¡Ahora! -gritó el infante situado en lo alto de la escalera. Los soldados saltaron sobre la roca, al tiempo que el centurión y el resto dé los verdugos soltaban de golpe la maroma.
Y el palo horizontal se precipitó hacia tierra. Pero, a unos cuarenta centímetros de la horquilla, quedó encajado en el grueso perímetro de la
stipe.
El frenazo fue recibido por la muchedumbre con grandes vítores y aplausos. El Maestro acusó el impacto con un lamento más fuerte. Su respiración se detuvo algunos segundos y las brechas de las muñecas se hicieron ostensiblemente más grandes. Los dedos, agarrotados, apenas si reaccionaron ante la bárbara tracción.
Longino alargó la tablilla al infante y éste procedió a clavarla por encima del
patibulum.
Mientras remataba el ajuste del palo transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la pierna derecha de Jesús, forzando el abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las nalgas del madero. Su rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se disponía a clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo. El compañero que había jalado de la pierna obligó la superficie de la planta hasta que ésta -completamente plana- tocó la
stipe.
Y un tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue de flexión. (Al examinar de cerca la entrada y salida del clavo estimé que el legionario había perforado el ligamento anular anterior del tarso. De esta forma, la pieza se deslizó entre el tendón del músculo extensor propio del dedo grueso y los del extensor común de los dedos, penetrando por fuerza entre los huesos calcáneo y cuboides y el astrágalo y escafoides por dentro. Los cuatro huesos quedaron hábilmente separados y el clavo se dirigió hacia atrás y hacia abajo, quedando más cerca del talón que de los dedos.)
En esta ocasión, a pesar de la destreza del verdugo, la punta o las aristas del clavo desplazaron o aplastaron algunos de los ramales de las arterias digitales o de la vena safena externa, causando una hemorragia que me atemorizó. La sangre brotó a borbotones, anegando materialmente el metro escaso existente entre el citado pie derecho y el suelo del Gólgota. Es de suponer que aquel destrozo pudo afectar también al nervio tibial anterior, lacerando pierna y muslo, y provocando un insoportable dolor reflejo en las ramificaciones y de los nervios denominados plexo sacro y lumbar, en pleno vientre.
A pesar de los horribles dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo!
El enclavamiento del pie derecho, aunque parezca mentira, alivió el ritmo respiratorio del Nazareno, al menos durante los primeros minutos de su crucifixión. Al apoyar el peso del cuerpo sobre el clavo, repartiendo así los puntos de sustentación, sus pulmones lograron capturar un volumen mayor de aire, ventilando algo más los alvéolos. Pero, ¿a costa de qué índice de sufrimiento se consiguió esta momentánea regularización respiratoria?
Aquella inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa fase de progresiva asfixia. Sus inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas, cortas y a todas luces insuficientes para llenar y ventilar los pulmones.
Algo más tranquilo, el verdugo situó el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo.
El golpe en los ligamentos posteriores de la rodilla, como dije, había hinchado y amoratado toda la región donde se insertan el fémur, la tibia y el peroné. Y a pesar de la rigidez de dicha pierna, el legionario la dobló violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.
El clavo entró sin problemas, resaltando -como en el caso del pie derecho- entre cinco y seis centímetros por encima del dorso. La sangre fluyó en menor cantidad, bien porque el metal no llegó a tocar vasos importantes o porque, sencillamente, la volemia del Nazareno había descendido notablemente.
La pierna izquierda había quedado flexionada, formando con el palo vertical un ángulo de unos 120 grados y abierta hacia la izquierda de la cruz,
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Caballo de Troya
J. J. Benítez
Aunque el árbol disponía, como ya adelanté, de una barra de hierro o
sedile,
atravesada a cosa de 1,20 metros del extremo inferior de la
stipe
y paralela al
patibulum,
en esta ocasión resultó ineficaz.
La
considerable talla del reo hizo que los pies de éste quedaran por debajo del apoyo que quizá -en el supuesto de haber coincidido- sólo hubiera servido para dilatar su agonía.
Al ver consumada la crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando la macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre todo, mostraban una especial satisfacción. Toda su anterior cólera se había convertido en júbilo. Su venganza estaba casi saciada. Y digo «casi» porque, incluso después de muerto, el cadáver del Hijo del Hombre se vería amenazado por aquella perturbada ralea sacerdotal...
Mi atención quedó fija en el Iscariote. Nada más ver cómo atravesaban el segundo pie del Maestro, el traidor se alejó del gentío, perdiéndose por el polvoriento camino, rumbo a Jerusalén. Juan Marcos también desapareció de mi vista, por lo que supuse que habría seguido los pasos de Judas.
El triste espectáculo había entrado en su último acto. Los curiosos comenzaron a desfilar, retirándose hacia la ciudad santa. Jesús de Nazaret y los «zelotas» -clavados en dirección Sur-eran sólo un despojo...
A las 13.30 horas de aquel viernes, 7 de abril, comuniqué a Eliseo el final del duro enclavamiento. Y tanto mi hermano como yo guardamos silencio. Un doloroso silencio.
Si el texto que figuraba en la tablilla de Jesús Nazareno hubiera sido otro -a gusto de los sacerdotes judíos-, la mofa hacia el recién crucificado quizá hubiese sido menor. Cuento esto porque, a partir de la elevación del Maestro sobre la
stipe,
las risas y sarcasmos de la concurrencia menudearon durante un buen rato y, al parecer, según averiguaciones posteriores, como vengativa contrapartida por el conocido «inri». Al fracasar ante Pilato, los jueces tuvieron especial cuidado de intoxicar a la multitud, ridiculizando al Maestro y, de esta sutil forma, quitándole seriedad a las tres inscripciones, evitar que los testigos pudieran tomar en serio lo de «rey de los judíos».
Así que, volviéndose hacia la cada vez menos numerosa masa humana, algunos de los saduceos comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:
-¡Ha salvado a los demás, pero no puede salvarse a sí mismo!
Y el gentío aprobó esta nueva manifestación de burla con fuertes y repartidos aplausos. Al poco, otra voz se destacaba entre la turba, preguntando al Nazareno:
-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz?
Jesús, al igual que la patrulla y que yo mismo, pudo escuchar estas exclamaciones, teñidas de la más cruel y mordaz ironía. Al encontrarse a un metro escaso del suelo y a poco más de diez de la primera fila de judíos no era muy difícil retener estos gritos e, incluso, las conversaciones que sostenían los legionarios en el menguado círculo de piedra del Gólgota.
Estos, finalizada la laboriosa crucifixión, se tomaron un respiro. El
optio
levantó el cordón inicial de seguridad que bordeaba la circunferencia del promontorio, formado como dije por seis infantes, reduciendo la vigilancia a un primer turno de cuatro soldados. Cada uno se situó en los puntos cardinales, rodeando a los tres condenados y al resto del pelotón. Los demás -