Caballo de Troya 1 (89 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos preferidos de Jesús...

La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la boca del Maestro. No hubo tiempo para más. El mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar.

Conmovido por aquel postrer gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino.

Junto a él se hallaba un hombre corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los hebreos por unos pantalones de color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad de la pierna.

Por lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del centurión cargó el
patibulum
de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus latigazos sobre las espaldas de los «zelotas». El
optio
volvió a la cabeza del pelotón mientras Longino señalaba a dos de sus hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes colgaron sus escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.

La comitiva se dividió entonces en dos partes. En primer lugar, los rebeldes, con Arsenius abriendo el cortejo. Detrás, a cosa de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos, sosteniendo al rabí. E inmediatamente, cerrando el pelotón, el llamado Simón, natural de Cirene, un país situado entonces en el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.

Durante el tiempo en que el Cristo permaneció colgado de la cruz, tuve ocasión de intercambiar algunas palabras con aquel cireneo, elegido por el centurión por su fuerza física.

Según me relató, Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos como él desde Cirene, se dirigía por la ruta de Jaffa, desde el campamento que les servía de provisional refugio, hacia el Templo. Como judío tenía intención de asistir a los oficios rituales de aquel viernes. Pero sus propósitos se vieron arruinados por la inesperada llamada del oficial romano.

No venía, por tanto, de ninguna heredad, como han explicado numerosos comentaristas bíblicos. Aquel Simón, como otros muchos peregrinos, había acudido a la fiesta de la Pascua y, al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de las murallas. De ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del campo».

Por supuesto, en aquel tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo había oído, sí, sobre sus prodigios y curaciones, pero, al menos en aquellos históricos momentos, la tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura curiosidad.

Años más tarde, sin embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en eficaces propagadores del evangelio en el norte de África.

Envueltos en la silbante tempestad de arena, los soldados cruzaron el camino, dispuestos a salvar los últimos metros que nos separaban del lugar de ejecución.

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Los hombres que ayudaban al Nazareno habían pasado los brazos de éste por encima de sus respectivos hombros, sujetando al reo por la cintura y por ambas muñecas.

Y así, inválido, arqueando la pierna derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada, aquel despojo humano fue socorrido y trasladado hasta el pie del Gólgota. De acuerdo con mi cómputo, la «vía dolorosa» -nunca mejor empleado el calificativo- había supuesto un total de 480 metros, aproximadamente.

Eran las 12.30 horas del viernes, 7 de abril.

Medio cegado por las partículas de polvo y tierra, a punto estuve de tropezar con las rocas calcáreas que se derramaban en aquel paraje, al noroeste de la ciudad. Sin saberlo me encontraba ya al pie del «Rás» o «Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota
1
.

Aunque la visibilidad era aún aceptable, los remolinos de arena dificultaron mi primera exploración de aquel lugar. Sólo después del fallecimiento del Nazareno -una vez calmada la tormenta y «libre» el sol del singular fenómeno que se registraría pasadas las 13.30 horas-pude analizar con un cierto sosiego el punto donde realmente me hallaba.

El centurión y sus hombres conocían bien aquel cerro rocoso porque de eso se trataba en realidad- y se apresuraron a alcanzar la cima. El primero y más grande de los peñascos (puesto que la formación abarcaba dos moles prácticamente contiguas) tenía una altura máxima de seis o siete metros, tomando como referencia el nivel del sendero que lamía casi las bases de ambos promontorios.

Al ir ascendiendo por las erosionadas costras de carbonato de cal, lo primero que me llamó la atención fue la escasísima vegetación existente en el lugar y lo redondeado del cerro en cuestión. Era muy probable que aquella desnudez de la roca -observada desde una cierta distancia- hiciera volar la imaginación de los habitantes de Jerusalén, denominando a aquel peñón con el referido nombre de «cráneo»
2
.

El lugar, por supuesto, resultaba ideal para este tipo de ejecuciones públicas. Se levantaba a un centenar de metros de la mencionada puerta occidental de Efraím y, como digo, al pie mismo del transitado camino hacia Jaffa. Si realmente se pretendía impresionar a los habitantes y peregrinos de la ciudad santa, aquél constituía un punto de notable interés.

En lo que concierne a las dimensiones del Gólgota o «Cabeza» (y hago referencia a esta denominación -«Râs»- porque se trata de la última explicación ofrecida por el prestigioso arqueólogo Vicent, en base a lo que pudo escuchar de un viejo habitante del barrio del actual Santo Sepulcro), el cabezo más voluminoso, sobre el que iban a practicarse las crucifixiones, estimo que sumaría entre 20 y 30 metros de diámetro en la base, con una corona o cima redondeada de otros 12 a 15 metros, aproximadamente. En cuanto al peñasco situado inmediatamente y hacia el norte, sus dimensiones eran sensiblemente menores.

1
El término
Gulgultha
es la forma aramea del hebreo
Gulgoleth,
que quiere decir «cráneo». Por eliminación de una de las «1» aparece la expresión griega
Gólgotha y
la siríaca.
Gugultha.
La versión latina se lee
Calvarium.
De ahí la denominación final de Calvario.
(N. del m.)

2
De las diversas interpretaciones que yo había estudiado durante mi entrenamiento para la misión Caballo de Troya sobre este lugar, sólo la que asociaba la forma del peñasco con la palabra «cráneo» me pareció la más verosímil. Y no estaba equivocado. Para algunos, entre los que se encontraba San Jerónimo, el Gólgota tomaba aquel nombre por ser éste el lugar donde se ajusticiaba y sepultaba a los criminales. Craso error, ya que los judíos tenían por costumbre enterrar a los ejecutados en una fusa común o, incluso, arrojarlos a las barrancas de la Gehenne o Hinnom, al sur de Jerusalén, donde eran devorados por los perros, ratas y otros animales. Una segunda teoría -más peregrina que la anterior- alude a una vieja leyenda, según la cual, aquel promontorio fue denominado así porque en una caverna inferior se hallaba el cráneo de Adán. Así lo creyeron, por ejemplo, personajes tan relevantes como Orígenes, san Atanasio, san Ambrosio, santa Paula, etc. En este sentido, una vidente llamada Ana Emmerich llegó a escribir lo siguiente en su obra
La dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo:
«En cuanto al origen del nombre calvario, he aquí lo que sé. La montaña que tiene ese nombre, se me apareció en tiempo del profeta Eliseo. Entonces no estaba como en el tiempo de Jesús; era una altura con muchas murallas y grutas que parecían sepulcros. Vi al profeta Eliseo bajar a esas grutas (no sé silo hizo realmente o si era simplemente una visión). Lo vi sacar un cráneo de un sepulcro de piedra, donde reposaban huesos. Uno que estaba a su lado, y o creo que era un ángel, le dijo: "Es el cráneo de Adam". El profeta quiso llevárselo, mas el que estaba con él, no se lo permitió. Vi sobre el cráneo algunos pelos rubios esparcidos.

Supe también que el profeta, habiendo contado lo que le había sucedido, el sitio recibió el nombre de "Calvario". En fin, yo vi que la cruz de Jesús estaba puesta verticalmente sobre el cráneo de Adam.» Con todos mis respetos para la citada vidente, sus «informaciones» no concuerdan con los estudios arqueológicos ni con la propia naturaleza de la humilde roca.
(N. del m.)

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Aquél, en definitiva, iba a ser el escenario de toda una serie de trágicos y desconcertantes sucesos.

¿Cómo describir aquel lugar y aquel momento? ¿Cómo transmitir la inmensa soledad de Jesús de Nazaret al pisar la calva pedregosa del Gólgota?

Hoy, al enfrentarme a esta parte de mi diario, be estado a punto de abandonar. A mí también me fallan las fuerzas, estremecido por los recuerdos. Y si he vuelto al relato de este primer «gran viaje» ha sido por respeto a la promesa hecha a mi hermano Eliseo... Espero que aquellos que lleguen a leer este testimonio sepan perdonar la pobreza de mi lenguaje.

La ascensión hasta la redondeada plataforma que coronaba el peñasco -que creo haber anotado ya como de unos 12 a 15 metros de diámetro- fue muy breve. Los soldados tomaron una especie de canal situado en el lado este y que, en realidad, no era otra cosa que una hendedura natural, consecuencia de algún remoto agrietamiento de la enorme masa pétrea.

Fueron suficientes veinte pasos para tomar posesión de la zona superior, a la que me resisto a dar el calificativo de cima.

Al pisar aquel lugar, mi espíritu se encogió. Las ráfagas de viento, más que silbar, ululaban entre media docena de altos postes, firmemente hundidos en las fisuras de la roca. ¡Eran los
stipes, palus
o
staticulum,
como se designaba a los maderos verticales de las cruces!

¿Fue miedo lo que experimenté al ver aquellos rugosos troncos? Ahora, en la distancia, supongo que tuvo que ser una mezcla de terror y decepción. Terror por su negro y puntiagudo perfil y decepción porque, influenciado quizá por las incontables tradiciones e imágenes sobre la Cruz bíblica por excelencia, en mi mente se había fraguado una estampa muy distinta a la que tenía ante mis ojos. Aquello no tenía nada que ver con las majestuosas, pulidas y hasta esmeradas cruces que han sido y son representadas por las iglesias o por casi todos los maestros universales de la pintura y de la imaginería.

Frente a mí, en el centro casi del lomo convexo del Gólgota, sólo había seis «árboles»

mutilados, desnudos, mostrando aquí y allá las «cicatrices» circulares y blanquecinas donde antaño habían florecido otras tantas ramas. Aún conservaban la cenicienta y áspera corteza propia de las coníferas, con algunos reguerillos resinosos, solidificados entre los vericuetos de sus superficies.

Casi todos presentaban en su parte baja un sinfín de muescas, que permitían ver la sólida cara de la madera. Pero, en aquellos instantes no supe adivinar a qué se debían.

En sus extremos, los
stipes
-cuyas alturas oscilaban entre los tres y cuatro metros-aparecían afilados muy toscamente. Como si los responsables del patíbulo hubieran pretendido

«sacarles punta» a base de machetazos... Eran las únicas zonas claras de aquellos siniestros fantasmas, alineados en dos filas casi paralelas. En las puntas, los seis árboles presentaban sendas hendeduras, a la manera de horquillas. La separación entre poste y poste -en la primera hilera- no llegaba a los tres metros. En cuanto a los otros palos, habían sido clavados cuatro o cinco metros más atrás y uno de ellos, el situado hacia el Oeste, se hallaba inclinado. Sin duda, las cuñas de madera que servían para estaquillar el árbol habían cedido.

Dos de ellos -y esto me extraño también- habían sido perforados, como a un metro del suelo, por sendas barras de hierro, que quedaban al descubierto por uno y otro lado de los cilíndricos postes.

Los «sediles» en cuestión (fue la única identificación que me vino a la memoria) habían sido dispuestos en el madero central de la primera hilera y en el que se levantaba a la izquierda de éste; es decir, en el que ocupaba el extremo este de la citada primera fila de
stipes.
Yo no podía saberlo entonces, pero la presencia de aquel último «sedile»
1
, resultaría de cierta trascendencia en lo que podría calificar de «diálogo» entre el Galileo y uno de los «zelotas».

Durante unos minutos que me parecieron interminables, tanto los «bandidos» como Jesús permanecieron con la vista fija en aquellos troncos. El silencio, quebrado por la tempestad, fue dramáticamente significativo.

1
El «sedile» venía a ser una pieza de madera o de metal -generalmente de hierro- que se colocaba en ocasiones en las zonas bajas de la
stipe.
Era usado cuando se deseaba prolongar la agonía del crucificado. En esta pieza, que adoptaba formas diversas -desde una simple barra hasta un taco de madera, pasando por una estructura similar a un cuerno-, el reo podía apoyar los pies y, en consecuencia, el peso de su cuerpo. Tertuliano lo cita en una ocasión, llamándolo
sedilis excelsus
o asiento elevado.
(N. del m.)
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Pero aquella tensa situación duraría poco. Siete de los soldados tomaron posiciones, rodeando los tres primeros árboles, mientras el que había cargado con el saco de cuero se apresuraba a revolver en su interior, rescatando una serie de herramientas. La sangre se me heló en las venas al ver un manojo de clavos (creo recordar que conté 15), dos martillos provistos de grandes cabezas cuadrangulares de madera, unas tenazas de mugrientos mangos de cuero, una cadena de un metro de longitud y un machete de cortas dimensiones y ancha hoja.

Los terroristas, hipnotizados al pie de los
stipes,
salieron pronto de su mutismo. Dos miembros de la patrulla habían empezado a soltar la maroma que amarraba al
patibulum
al más viejo de los «zelotas». Aquella fue la chispa que encendió uno de sus últimos ataques de histerismo y desesperación. Al intuir que él había sido elegido como primera víctima, comenzó a aullar, sacudiendo el madero con sus brazos y propinando patadas a los legionarios. Longino, que parecía esperar aquella reacción, ordenó algo a un tercer soldado. Este se situó por detrás del reo y agarrándole por el pelo dio un fuerte tirón, inmovilizándole. Sin perder un segundo, el centurión se hizo con una de las lanzas y tras apuntar con la base del fuste a la cabeza del prisionero, le propinó un golpe seco que le hizo perder la conciencia.

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