Caballo de Troya 1 (103 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Me apresuré a unirme a ellos, colaborando en el definitivo y último izado del Nazareno. Sé que aquel insignificante y pobre gesto no hubiera sido aprobado por el estricto código del proyecto, pero eso qué puede importar ya...

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Caballo de Troya

J. J. Benítez

Los restos de Jesús reposaban finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo por 0,93 de ancho. A decir verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco Galileo.

José se apresuró a destapar el cadáver, mientras Nicodemo abría el hatillo de tela, extrayendo en primer lugar dos plumones totalmente blancos que, a primera vista, podrían ser de algún tipo de ave doméstica.

A la luz tambaleante de las teas -reclinadas por José sobre cada una de las esquinas del ara o poyo de roca- apareció de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del hasta hacía unas horas majestuoso Hijo del Hombre. Las costras de excrementos habían terminado por secarse sobre la piel de muslos y piernas, exhalando una fetidez insoportable.

Aunque sólo habían transcurrido dos horas desde el instante de su muerte clínica, los pies, con las uñas azuladas, presentaban ya una contractura postmortem, con predominio extensor de los dedos. La rigidez, tal y como me temía, avanzaba ya sin remedio. La cabeza, caída hacia el lado derecho, conservaba abierta la boca, presentando un tinte lívido y un acusado amoratamiento de los labios. El tórax, totalmente relajado, aparecía cubierto por una mezcla de tierra y sangre reseca, con una minada de coágulos que no obedecía ya la ley de la gravedad y que despuntaba sobre toda la caja torácica. Observé el hundimiento del epigastrio y, con él, los pliegues del abdomen, especialmente en su mitad inferior.

Pero lo que más me llamó la atención fue la mano derecha. Su dorso y borde cubital se hallaban prácticamente ocultos por una gran mancha de sangre coagulada y los cuatro dedos largos, con una marcada cianosis y unas dimensiones ligeramente superiores a los de la izquierda, que conservaban el referido agarrotamiento en forma de «garra». Aquella hiperextensión de los cuatro dedos largos de la mano derecha, en mi opinión, sólo podía estar originada por alguna de las terroríficas lesiones, en los correspondientes músculos extensores, derivadas de la extracción del clavo y de la segunda perforación del carpo.

La rodilla izquierda seguía doblada y ambos codos, rígidos ya, mantenían los antebrazos en flexión.

Cuando vi cómo Nicodemo introducía las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús comprendí sus intenciones. Si el presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de los plumones irritaba las mucosas, excitando así la respiración. Era, tal y como ha escrito el rabino A. Levy, la «certificación de la muerte».

Ni qué decir tiene que el Galileo no experimentó reacción alguna. Cumplido el «trámite», José volvió a asomarse a la entrada de la tumba, retornando al instante.

-Hay que darse prisa -expresó en voz baja-. El sábado no tardará en apuntar.

Y abriendo el ánfora, vertió parte del agua en un trozo de esponja, ceniciento y perforado por cientos de minúsculos orificios. Nicodemo se situó a los pies del Maestro, levantando la extremidad inferior izquierda hasta donde fue posible. El de Arimatea se despojó del manto y, arremangándose la túnica, comenzó a frotar y limpiar la cara posterior del muslo y pierna.

Después repitió el lavado en la pierna derecha, concluyendo con una serie de deficientes restregones sobre las nalgas, testículos y ano de Jesús.

-Dejémoslo así... -puntualizó Nicodemo, cada vez más nervioso ante el cercano final del viernes.

El de Arimatea arrojó la esponja al suelo y comenzó a desatar los saquetes de harpillera, mientras su compañero buscaba en el fondo del hatillo. Una de las sacas contenía entre 15 y 20

kilos de un polvo granulado, de un color amarillo-oro, sumamente aromático y que, nada más abrirlo, esparció una deliciosa fragancia por toda la cripta. Longino y yo nos miramos, agradeciendo aquel súbito cambio en el cerrado ambiente de la tumba.

En el segundo sacó distinguí un campanudo jarro de cobre, perfectamente lacrado con un tapón de tela. José, una vez descubierto, se volvió hacia Nicodemo, reprendiéndole por su lentitud. Al fin, entre las peludas manos del ex sanedrita vi aparecer unos retazos de tela. Eran unas tiras estrechas, desflecadas y que, por las irregularidades de sus filos, debían haber sido desgajadas a mano y con prisas de algún viejo paño de tela.

Nicodemo seleccionó una de aquellas «vendas» (de algo más de un metro de longitud) y tirando de ambos extremos la tensó, estabilizándola a un par de cuartas por encima del saquete que albergaba el dorado polvillo. Sin perder un instante, el de Arimatea enterró su mano izquierda en la saca, tomando un puñado de aquella especie de árido. Y lo dejó escapar por la parte inferior del puño, cubriendo más que generosamente la superficie de la tela. El 327

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tembloroso pulso del anciano hizo que buena parte del acíbar o áloe -porque de esto se trataba- cayera al saco o se derramara sobre el abrupto pavimento de la cámara mortuoria. Sin demasiado disimulo recogí un pellizco de aquel polvo, guardándomelo. Una vez de regreso al módulo, y sometido al correspondiente análisis microscópico, Caballo de Troya supo que aquella sustancia era en realidad una de las variantes del acíbar: el llamado «sucotrino», que debe su nombre a la isla de Socotora, a la entrada del golfo Arábigo. Generalmente se presenta en masas de fractura brillante y como vitrea, rojas, verdosas o amarillentas y que, sometidas a pulverización, proporcionan un producto granulado, idéntico al que yo tenía ante mis ojos. En el caso del áloe originario de Socotora, su origen, como en otros tipos de acíbar -«hepático o de las Barbadas», «caballuno», etc.-, está en el zumo que se extrae de diferentes especies botánicas. Se trata de grandes y hermosas plantas de la familia de la Liliáceas (tribu de las Asfodeleas), que crecen en las regiones cálidas de Asia, Africa y América. Del centro de un conjunto de hojas grandes y carnosas, con bordes armados de puntas, arranca un tallo o escapo vigoroso que lleva en su ápice una larga espiga de flores tubulosas, generalmente bilabiadas y rojas. El mencionado zumo es producido por las hojas.

José se incorporó y acercándose a los pies del Maestro, procuró juntarlos, levantándolos de forma que su compañero pudiera pasar la pieza de tela, impregnada de acíbar, a la altura de los tobillos. A continuación, Nicodemo fue arrojando su aliento sobre el áloe y, ante mi sorpresa, su particular olor se hizo más intenso y penetrante.

Anudó la «venda» en el nacimiento de los pies y, regresando a la saca, repitió la operación con una segunda tira. En esta ocasión, antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la precaución de depositarías reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda sobre la derecha. Aquélla, como esta última, mostraba un rosetón de sangre coagulada sobre la parte superior de la muñeca. La forma triangular de la herida, con sus bordes negros y descarnados, me hizo estremecer.

Una vez atado, tal y como marcaba la Ley judía, los amigos del rabí se inclinaron nuevamente sobre los saquetes. Nicodemo removió el contenido del jarro, mientras José llenaba ambas manos con un apreciable volumen de acíbar.

En la palma izquierda del primero surgió una sustancia pastosa, de aspecto gomo-resinoso, que destelleó a la luz de las antorchas como un millar de lágrimas rojizas. Era mirra. Su fuerte olor, mucho menos agradable que el del áloe, se mezcló en seguida con el del polvo granulado, sofocándome.

Nicodemo se plantó frente a la mitad superior del cadáver, mientras el anciano José hacía otro tanto junto a las extremidades inferiores de Jesús de Nazaret. El de Arimatea permaneció unos segundos con las manos firmemente cerradas, aprisionando el polvo dorado. Cuando las separó, el acíbar se había transformado en una pasta blanduzca, casi plástica.

Y ambos, a un mismo tiempo, se dedicaron a pellizcar las masas de mirra y áloe, embadurnando y cegando las brechas y orificios naturales del cuerpo. Nicodemo se ocupó de las fosas nasales, oídos y de las grandes heridas de los costados. José, de los profundos desgarros de las rodillas, clavos de manos y pies y de la maraña de agujeros provocados por las tachuelas de las sandalias de los soldados (paradójicamente, de aquellos mismos que le habían defendido después de muerto...).

Saltaba a la vista la precipitación de aquellos hombres. De haber actuado con menor premura, lo más probable es que el taponamiento no habría sido practicado en el último lugar.

Una prueba de lo que digo surgió cuando José recordó que faltaba el recto. Pero las extremidades inferiores de Jesús se hallaban anudadas y fue precisa la ayuda de Nicodemo quien, refunfuñando, levantó nuevamente las piernas del Galileo, haciendo posible que el anciano taponara el ano. Lógicamente, al llevar a cabo esta maniobra, gran parte del polvo dorado depositado en la cinta que mantenía unidos los pies se deslizó, cayendo sobre el lienzo de lino.

Al terminar, José, agobiado por la llegada del crepúsculo, se dirigió nuevamente a la puertecilla. Pero, en su atolondramiento, tropezó con el ánfora y poco faltó para que cayera de bruces. Una vez comprobada la situación del sol, retornó hasta el banco de piedra, mascullando algo por lo bajo.

Para entonces, Nicodemo -más sereno que José- había soltado de su brazo derecho un largo pañuelo granate, utilizado habitualmente por aquellas gentes para enjugar el sudor. Lo retorció 328

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hábilmente, rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.

Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio. Antes de abandonar la cripta, mientras Nicodemo recogía y sacaba al exterior los diversos útiles, José echó mano de su bolsa y, al azar, extrajo un par de moneditas de bronce de unos 16 milímetros de diámetro cada una.

Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea las depositó sobre los párpados del Nazareno.

Pero la gran inflamación del ojo izquierdo hizo resbalar el «leptón»
1
.

Aunque la cabeza del Maestro había sido apuntalada -a la altura de los oídos- por sendos mazacotes de mirra, la tremenda deformación de la región malar mantenía sepultado el ojo, haciendo difícil el depósito de la moneda sobre el casi irreconocible párpado. Pero José insistió, consiguiendo un precario equilibrio de la moneda sobre los hematomas.

Las teas, con su centelleo, pusieron una chispa de vida en las brillantes superficies de los

«leptones».

Al inclinarme comprobé que el troquelado de ambas era sumamente rudimentario, con una efigie descentrada y numerosas imperfecciones. Las dos procedían seguramente de la misma emisión, a juzgar por las idénticas inscripciones y
lituus
o cayado central
2
y, sobre todo, por la misma falta ortográfica, en las letras que ceñían en círculo la referida efigie del
lituus
o cayado mágico
3
. La leyenda en cuestión decía así: «TIBEPIOY CAICAPOC». Es decir,
Tiberiou Kaisaris
o

«de Tiberio César».

Levanté con curiosidad la monedita del párpado derecho y en el reverso descubrí la no menos desgastada silueta de un
simpulum
o catavinos, utilizado en las ofrendas rituales de las libaciones paganas. En el centro, junto a este cazo o cucharón, se leía el número 16, formado por una «iota» (equivalente al «10») y el llamado «epísemon», que correspondía al «6». En otras palabras, la fecha «16», año del reinado de Tiberio César o 29 de la Era Cristiana.

Antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó.

Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Comprendí con desolación que aquélla era la última vez que vería el cuerpo sin vida del Maestro. No debo ocultar que, al posar mi mirada en sus machacados restos, me asaltó una duda densa y agobiante como aquella cámara funeraria: ¿resucitaría, tal y como había anunciado? Pero, ¿cómo? Aquella devastadora catástrofe había reducido su organismo a una piltrafa...

Lo confieso con toda sinceridad. Mi espíritu científico se rebeló. Nadie, que se sepa, lo había logrado en toda la Historia de la Humanidad. ¿Por qué iba a conseguirlo aquel Galileo, tan humano como los demás? Si realmente gozaba de poderes tan extraordinarios, ¿por qué no había evitado tanto suplicio y, sobre todo, una muerte tan cruel y humillante?

Nicodemo y la casi totalidad de sus amigos y discípulos tampoco estaban muy seguros de la anunciada resurrección de su Maestro. José, incluso, dudaba. Un signo palpable de lo que digo se hallaba justamente en aquel rápido y provisional adecentamiento del cadáver. Las intenciones del anciano de Arimatea, de su compañero y de las mujeres que esperaban fuera de la cripta, no tenían nada que ver con esa supuesta resurrección del rabí. Si de verdad hubieran
1
Esta moneda, similar a la «perutah» de Agripa I, era acuñada en Jerusalén. Se han encontrado ejemplares emitidos bajo Coponio, Valerio Grato, Poncio Pilato y Antonio Félix. Su valor era mínimo: un denario de plata equivalía a 192 «perutah», aproximadamente.
(N. del m.)

2
Al consultar los principales catálogos mundiales de monedas judías del tiempo de Cristo -especialmente el de monedas antiguas del Museo Británico y el libro de Madden sobre monedas judías, publicado en 1864 y reimpreso en 1967-, los especialistas de Caballo de Troya comprobaron que la mayor parte de las monedas acuñadas por Poncio Pilato (del 26 al 36 de nuestra Era) se distinguían precisamente por signos como el
lituus, simpulum,
etc., que, por su carácter pagano, ofendían los sentimientos religiosos del pueblo hebreo. En el caso del
lituus
o cayado del augur o adivino, es de suponer que esta osadía de Poncio -único gobernador romano que se atrevió a herir así la fibra religiosa de Judea- encerrase también un alto grado de adulación hacia Tiberio, gran entusiasta, como ya hemos visto, de los astrólogos.
(N. del m.)

3
Una de las faltas de ortografía más llamativas era la «C» inicial de la palabra «CAICAPOC». Lo lógico es que el responsable del troquelado hubiera acuñado dicho titulo con la »K» griega: «KAICAPOC» o «Káisaris» («de César»).

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