Caballo de Troya 1 (92 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Antes de que los legionarios llamaran la atención del muchacho me las arreglé para persuadirle de que se alejara de allí, responsabilizándole de un trabajo que -pocas horas después- resultaría altamente importante para mí. Juan Marcos no lo entendió, pero obedeció. El
optio,
alertado por uno de los soldados que montaba guardia alrededor del patíbulo, se acercó hasta nosotros, aconsejándome con cortesía pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas que echara de allí al niño. No fue necesario que lo repitiera. Juan Marcos se escabulló, mezclándose entre las mujeres que descendían ya del Gólgota. Al poco le vi junto a Judas Iscariote, tal y como yo le había pedido.

Aquel gesto de Jesús, rechazando el aguardiente bilioso me desconcertó. Al abrir la boca, su lengua, con las mucosas secas como estropajo, estaba pregonando a gritos el angustioso suplicio de la deshidratación. Sus labios, agrietados como el casco de un viejo barco varado, debían soportar una sed sofocante. No pude entender que el Maestro volviera la cara ante el cuenco de vino. Si realmente lo hizo -como sospecho- para sostener al máximo su amenazada lucidez mental, sólo puedo descubrirme, por enésima vez, ante su coraje.

-Es la hora -advirtió el centurión.

Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por los brazos.

Un sudor frío empezó a envolverme. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar seguía aullando, convulsionándose a ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor atención. Arrodillado frente al
patibulum,
el verdugo responsable del enclavamiento esperaba con uno de aquellos terroríficos clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente similar a los utilizados anteriormente: de unos veinte centímetros de longitud -quizá un poco más- y con la punta afilada, aunque no tanto como sus «hermanos». Hubo otro detalle que lo distinguía también de los precedentes: aunque la sección era cuadrangular, las aristas se hallaban notablemente deterioradas, formando ligerísimas rebabas y dientes.

Los soldados colocaron al Maestro de espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron hacia tierra, al tiempo que un tercer legionario repetía la zancadilla. En esta ocasión, la extrema debilidad del reo fue más que suficiente para acelerar su caída.

Una vez con las paletillas sobre el madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro sobre el
patibulum,
al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro con las rodillas.

Las palmas quedaron hacia arriba, con las puntas de los dedos levemente flexionadas, temblorosas y -como el resto de los brazos y antebrazos- salpicadas de sangre reseca.

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La pierna izquierda, inflamada a la altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el encargado de la cadena se preocupó de estirarla, abajándola con un seco palmetazo sobre la rótula. El Galileo acusó el dolor, abriendo la boca. Pero no emitió gemido alguno. Longino, en su rutinario puesto -junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se preparó, apuntando con el asta del
pilum
hacia la frente de Jesús.

Los ayudantes del verdugo principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta izquierda del tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del Maestro. Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior al
patibulum.
Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al filo se hubiera cortado irremisiblemente. El grado de crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener límites...

Los numerosos regueros de sangre que bañaban los gruesos antebrazos del Nazareno dificultaron en cierta medida la exploración de los vasos. Finalmente, el verdugo pareció distinguir las líneas azuladas de las arterias y venas, señalando el punto escogido para la perforación.

Antes de levantar la vista hacia el centurión, el soldado que se disponía a martillear el clavo -

sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros, rubricando su sorpresa con un significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente atónitos, respondieron con idéntica mueca.

Longino, cansado de sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe con otro leve movimiento de cabeza.

Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la altura del conglomerado de huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La punta, algo roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de sangre.

La punta del clavo, al abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de comprender.

Instantáneamente, los brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto, permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos segundos, se abrieron y el reo, cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó a inhalar aire con una respiración corta y anhelante.

Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de su asombro.

Al fin, derrotado por el dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la roca. Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo derecho, acelerando el ritmo respiratorio.

¡Cómo no me había dado cuenta mucho antes! Jesús sólo tomaba aire por la boca. Aquello me hizo sospechar que su tabique debía presentar alguna complicación -fruto de los golpes-, dificultando la inspiración por vía nasal.

El verdugo cambió de posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta segunda perforación iba a presentar complicaciones...

La sangre había empezado a brotar con extrema lentitud, formando un brazalete rojizo alrededor de la muñeca izquierda del Nazareno. Evidentemente, el clavo estaba sirviendo como tapón, dando lugar a la hemostasis o estancamiento del derrame sanguíneo. Pero la escasa hemorragia constituía un arma de doble filo. Los médicos saben que, en estas situaciones, el dolor aumenta.

Arsenius y el oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar problemas, había empezado a despertar una profunda admiración en Longino y en su lugarteniente. El contraste con aquel «zelota» que colgaba de la cruz y que desgarraba el aire con sus berridos y juramentos era tan extraordinario que el oficial, al caer en la cuenta que aún sostenía entre sus manos la lanza, la arrojó violentamente contra la base de las cruces, súbitamente indignado consigo mismo.

El segundo mazazo fue tan preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente, apuntando con su cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera del
patibulum,
siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco.

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En este segundo enclavamiento, el rabí no levantó siquiera la cabeza. Gruesas gotas de sudor habían empezado a resbalar por las sienes, tropezando aquí y allá con los coágulos. Se limitó a abrir la boca al máximo, emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.

-¿Qué sucede? -preguntó el centurión al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros por encima de la muñeca derecha.

El verdugo despegó el brazo y examinó la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de los dedos sobre la corteza movió la cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que había dado con un nudo.

Sentí cómo me ardían las entrañas.

Sin perder la calma, el legionario depositó nuevamente la taladrada muñeca sobre el
patibulum
y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y pulgar se dispuso a vencer la resistencia del inoportuno obstáculo con un nuevo golpe.

El impacto fue tan terrorífico que la sección piramidal del clavo se quebró a escasos centímetros de la ensangrentada piel del reo.

El nuevo contratiempo llegó aparejado con una soez imprecación del legionario.

Arrojó el mazo a un lado y ordenó a sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después, aprisionando como pudo el extremo del metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del clavo. Fue en vano. La punta había conseguido perforar el nudo y el metal se resistió.

Entre nuevas maldiciones, el enojado infante se incorporó. Pisó la zona cúbito-radial de Jesús con su sandalia izquierda y comenzó a remover el clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro.

Hasta Longino palideció a la vista de aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo, buscando la liberación del metal, ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos e inundando de sangre sus propios dedos, el
patibulum
y la roca.

Es muy probable que el dolor se viera difuminado en parte por la profusa hemorragia. De lo contrario, no puedo explicar el comportamiento del Galileo. A cada movimiento pendular del soldado, en su afán por extraer la pieza, Jesús de Nazaret respondió con un lamento. Cinco, seis..., ocho sacudidas y otros tantos gemidos, acompañados de algunos resoplidos y de varios movimientos de cabeza. Pero aquel gigante no estalló; no protestó...

Al fin, después de una eternidad, el verdugo separó la punta del tronco. Y tras sacar la enrojecida y goteante barrita metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su interior. Al volver junto al Nazareno observé que traía una especie de barrena corta, con una manija de madera.

Retiró el brazo del Galileo y tras escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero, limpió con la mano la zona donde se ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca en espiral en el orificio practicado por el clavo. Y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la manija, hizo girar el vástago de hierro, taladrando la casi pétrea rugosidad con movimientos lentos pero firmes.

La operación fue laboriosa. Mientras, la sangre del rabí siguió corriendo, formando un extenso charco sobre la blanca superficie del Gólgota. A juzgar por la velocidad de escape del torrente, no creo que las aristas en sierra del clavo llegaran a rasgar ninguna de las arterias o venas principales. Sin embargo, aquella pérdida empezaba a ser dramática. Jesús palidecía por minutos y temí que entrara en un nuevo estado de shock.

Cuando el soldado consideró que había barrenado el
patibulum
suficientemente, buscó en su cinto y se hizo con otro clavo. Antes examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el antebrazo del reo a la posición inicial. Sin embargo, en contra de lo que suponía, antes de tomar el mazo, atravesó la muñeca por el holgado orificio. Cuando la punta amaneció por la cara dorsal, el verdugo la introdujo en el agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió el martillazo. Salvado el nudo, el clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe, el brazo derecho del Maestro quedó definitivamente fijado. La base del clavo, al igual que había ocurrido con la de la muñeca izquierda, no llegó a tocar la carne. Ambas cabezas -horas después comprendería por qué- sobresalían entre 8 y 10 centímetros.

Al igual que había sucedido con los guerrilleros, al registrarse el enclavamiento de las muñecas, los pulgares del Cristo se doblaron, saltando y colocándose hacia el centro de las palmas de las manos, en dirección opuesta a la de los cuatro dedos, ligeramente flexionados.

Mientras la herida de la muñeca izquierda -de forma oval- apenas si alcanzaba los 15 x 19

milímetros, la de la derecha era mucho más espectacular, con casi 25 milímetros de longitud, en el sentido del eje del antebrazo.

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Aquella holgura me hizo temer incluso por la estabilidad del Maestro una vez que fuera levantado sobre la
stipe.
¿Se produciría un desgarramiento de los tejidos?

Los soldados obedecieron al oficial. Aquello se estaba demorando en exceso. Así que, ayudados por el
optio,
izaron el
patibulum
al crucificado con él, actuando con ligereza a la hora de enroscar al prisionero en la soga que debería servir para auparlo hasta lo alto del árbol.

Al pasar la maroma por la ranura del extremo de la
stipe
y empezar a tensaría, el madero -

controlado por los legionarios para que no perdiera su posición horizontal- inició un lento y exasperante ascenso. Pero las fuertes ráfagas de viento, acuchillando el cuerpo del Nazareno con sucesivas cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades el levantamiento.

El centurión reclamó a gritos la presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad del Gólgota, distribuyéndolos al pie de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba desde lo alto.

Mientras el Galileo conservó sus pies sobre la roca, la posición de sus brazos pudo mantenerse más o menos en el eje del
patibulum.
Poco a poco, su cabeza recuperó la verticalidad, cayendo en ocasiones sobre el mango o extremo superior del esternón.

En uno de aquellos tirones, tras inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó fugazmente la cabeza y dirigiendo la mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:

-¡Padre!..., ¡perdónales!... ¡No saben lo que hacen!

Los infantes, al escuchar la quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en arameo. Creo que, salvo uno o dos legionarios, el resto no le entendió. Pero, lamentablemente, preguntaron el significado. La pareja que sí había comprendido se miró de hito en hito y antes de que tradujeran las frases del reo, uno de los soldados cruzó el rostro de Jesús con una bofetada.

-¡Maldito hebreo! -masculló el que le había abofeteado-... ¡Ni muertos ni vivos son dignos de piedad!

La versión del traductor fue correcta, pero los incultos legionarios interpretaron sus frases erróneamente.

-Así que no sabemos lo que hacemos... -le gritó el que había practicado las perforaciones-.

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