excepto dos- se apresuraron a sentarse a unos tres metros de las cruces. Y contemplaron con desgana cómo sus dos compañeros procedían a retirar la escalera de mano, enrollando minuciosamente la maroma y recogiendo las diversas herramientas utilizadas en el enclavamiento. A la vista de aquellos preparativos, todo apuntaba hacia una larga espera. Eso, al menos, creían Longino y sus hombres. En realidad, según me informó el centurión, el relevo no llegaría hasta el ocaso.
-¿Distingues ya desde tu posición los primeros frentes del «haboob»?
Las palabras de Eliseo me recordaron la inminente proximidad del «ojo» del «siroco». Protegí la vista con la mano izquierda, en forma de visera, y, efectivamente, en la lejanía -por detrás del Olivete- descubrí unas masas negruzcas y oscilantes que se abatían sobre un extenso frente.
El oficial también reparó en aquellas amenazantes nubes de polvo y, como buen conocedor de este tipo de fenómeno meteorológico, alertó a los legionarios. La primera medida precautoria fue comprobar la estabilidad de las cruces. Las
stipes,
en principio, parecían sólidamente plantadas en las grietas de la roca. Sin embargo, Arsenius ordenó que las cuñas de 299
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madera fueran incrustadas al máximo. Después, los soldados rasgaron los restos de las túnicas de los «zelotas», convirtiéndolas en estrechas tiras. Y sin pérdida de tiempo, el oficial fue distribuyéndolas equitativamente entre los doce infantes. Hasta que no vi a uno de ellos cubriéndose las desnudas piernas con aquellas bandas de tela no comprendí el sentido de la operación. Prudentemente, los romanos trataban de proteger su piel del azote de aquel viento terroso. Por último, la media docena de escudos de los hombres libres del servicio de vigilancia del Calvario fue tumbada en el suelo, uno junto a otro, formando una hilera y con la cara cóncava hacia arriba.
Alguien recordó al pelotón las vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del gran peñasco. Pero, cuando los soldados las recogieron, dispuestos a trocearías, los cuatro legionarios, responsables de la custodia y enclavamiento de Jesús, protestaron, aludiendo -con toda razón- que aquellas prendas les pertenecían y que, dado su buen estado, las reclamaban para sí.
El resto de la tropa cedió y, precipitadamente, antes de que la tempestad de arena cayera sobre Jerusalén, el oficial hizo inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio». A uno le correspondía la capa de púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par de sandalias y el último se vio recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba la túnica.
¿Qué hacer con ella? Algunos insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se opuso. A pesar de su deplorable aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el agua y la orina de Lucilio, sucia del polvo del camino y con algunos deshilachados a la altura de las rodillas-, aquella prenda, tejida a mano, merecía un final más honorable que el de fajar las piernas de los romanos. La solución fueron los dados.
El soldado responsable del saco de cuero no tardó en regresar junto al grupo, haciendo tamborilear en una de sus manos un trío
de dados. Formaron un cerrado círculo y, uno tras otro, fueron arrojando los pequeños cubos de madera de dos centímetros de lado sobre el suelo del patíbulo. Del uso, las piezas habían perdido su primitivo color blanco, así como el filo de sus aristas. La mugre había terminado por darles un lustre característico. Los valores de cada cara -perforados mediante alguna herramienta o instrumento al rojo- se hallaban repartidos de forma que, siempre la suma de los dos lados opuestos diera siete.
Y como digo, se produjo el lanzamiento: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para el segundo jugador); 1-3-5- (en el tercero) y 1-5-3 en la última jugada
1
.
El ganador plegó cuidadosamente «su» túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban frases hirientes contra el Maestro:
-Tú, que querías destruir el Templo y reconstruirlo en tres días..., ¡sálvate a ti mismo!
-Si tú eres el Rey de los Judíos -interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos...
-Se ha confiado a Dios -bendito sea- para que le liberara y ha llegado a pretender ser su Hijo... ¡Miradle ahora!: crucificado entre dos bandidos.
El autor de aquella última frase -otro de los sacerdotes de Caifás- no consiguió el efecto apetecido. La muchedumbre, por supuesto, no consideraba a Gistas y Dismas como ladrones y apenas si coreó al malintencionado saduceo.
Mientras los soldados guardaban las prendas del Maestro, me asaltó un pensamiento: ¿Qué ocurriría con aquellas vestiduras? ¿Dónde irían a parar?
1
Aunque no soy entendido en los misterios de la llamada Cábala o
Qabbalah
(vocablo hebreo equivalente a
«conocimiento» o «tradición»), invito a quien pueda leer este diario a someter las sucesivas numeraciones aparecidas en los dados al método de conversión utilizado por Cagliostro y que supone una pretendida correspondencia entre los números y tas letras, según los alfabetos hebreo y latino. Yo lo he hecho y he quedado sorprendido ante las palabras que parecen formar los números « 153-634-135-153»... No sólo aparece el nombre «cósmico» de Jesús -siempre según el Esoterismo-, sino que, sobre todo, cuando esa secuencia numérica es «traducida» o «convertida» en letras (las del alfabeto hebreo), los expertos en Cábala descubrieron con asombro todo un «mensaje». A través de este sistema conocido en la ciencia cabalística como «gueematria»-, estos números (en el mismo orden que aparecen en el texto) fueron «descifrados» e interpretados, obteniendo, como digo, un «mensaje múltiple». No voy a desvelar aquí y ahora este increíble «mensaje». Prefiero que sea el lector quien trabaje sobre este apasionante enigma y descubra por sí mismo el «secreto» de dicha numeración. Sólo añadiré algo: en mi deseo de comprobar y analizar cuantos datos aparecen en este Diario, sometí las referidas tiradas de los dados a un frío y riguroso examen, por parte del catedrático de Ciencias Matemáticas y Estadísticas, J. A. Viedma, y de un grupo de especialistas en Informática, encabezados por mi buen amigo José Mora, todos ellos residentes en Palma de Mallorca. Pues bien, según estos expertos, el cálculo de probabilidad matemática de que puedan salir dichos números, y en ese orden, es de 1 : 1.679.616 = 0,00000059537.
Es decir, la probabilidad resultaba bajísima.
(N.
del
m.)
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De algo sí estoy seguro: que los legionarios no regalarían ni se desprenderían así como así de lo que, según la costumbre, les pertenecía. Por otro lado, además, seguir la pista de dichos vestidos no era cosa fácil para los discípulos de Jesús. La mayoría de aquellos romanos regresarían pronto a su campamento-base, en la ciudad de Cesarea y, con el paso de los meses, muchos cambiarían de destino o serian licenciados. Todo esto me hizo sospechar que -
al contrario de lo que ocurriría con el lienzo que sirvió para su enterramiento-, Jesús de Nazaret no era muy partidario de que sus discípulos guardaran estas reliquias, susceptibles siempre de convertirse en motivos de adoración supersticiosa, con el consiguiente riesgo de olvidar o relegar a segundo plano su verdadero mensaje...
1
Concluido el reparto de las vestiduras, Longino pidió a su lugarteniente que examinara también las fijaciones de los reos. El
optio
se aproximó primero a la cruz de la derecha y tocó la cabeza del clavo del pie izquierdo del guerrillero. Parecía sólidamente clavado. El «zelota», con el cuerpo desmayado y violentamente encorvado hacia adelante, no había parado un momento de aullar y retorcerse, intentando sobrevivir. Pero las penosas, cada vez más duras, condiciones para robar algunas bocanadas de aire, sólo habían añadido nuevos dolores y mayores hemorragias a su organismo.
Al ver a Arsenius al pie de su cruz, Gistas hizo un supremo esfuerzo y tensando los músculos de sus hombros logró elevar los brazos. Inspiró y, al momento, mientras expulsaba el escaso aire conseguido, lanzó un salivazo, mezclado con sangre, contra el suboficial, insultándole.
Indignado, el ayudante del centurión se hizo con una lanza, replicando con el fuste de madera en plena boca del estómago del «zelota». El castigado diafragma se resintió aún más.
hundiendo al condenado en un proceso más acelerado de asfixia. Sin dejar de mirar hacia arriba, desconfiando, el
optio
repitió la comprobación en los pies de Jesús y, finalmente, con los clavos del tercer crucificado. Este había ido recobrando el sentido, aunque su mirada consecuencia posiblemente del aguardiente- se había tornado opaca y extraviada. El dolor le había sacado de su inconsciencia y los gemidos no cesarían ya.
De pronto, entre berrido y berrido, Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su cabeza hacia la izquierda, gritándole al
Maestro:
-Si eres el Hijo de Dios... ¿por qué no aseguras tu salvación y la nuestra?
Al instante, sofocado por el esfuerzo, cayó sobre los puntos de apoyo inferiores, jadeante y empeñado en nuevas y rapidísimas inspiraciones.
1
Como saben bien los seguidores de las iglesias -especialmente de la Católica-, el número actual de reliquias, supuestamente relacionadas o pertenecientes a la Pasión del Galileo, supera el millar. Esto, desde un punto de vista objetivo, arqueológico y científico, es tan absurdo como imposible. En la basílica de Saint-Denis, en Argenteuil, al norte de Paris, se conserva, por ejemplo, una supuesta «túnica sagrada». Y Otro tanto ocurre en la catedral de Tréveris. Con los debidos respetos a los que creen en ambas «túnicas«, ninguna de las dos puede ser la que lució el Maestro de Galilea. En la primera, aunque las dimensiones son aproximadas a las reales (1,45 metros de longitud por 1,15 de anchura), careciendo incluso de costuras, el tejido, en cambio, lo constituye un burdo entramado de hilos de estopa de cáñamo, que nada tiene que ver con la naturaleza de las prendas utilizadas habitualmente por los hebreos en aquella época: algodón, lana y lino. (Por una túnica confeccionada con una tela tan raída como tosca, los legionarios no hubieran perdido el tiempo sorteándola.) En cuanto a la segunda, aún resulta más difícil de identificar. Se trata de una serie de trozos de un tejido muy fino y parduzco, envueltos y protegidos contra la polilla entre dos telas. Una de éstas es de seda adamascada, fabricada posiblemente en Oriente entre los siglos vi y ix. Con los clavos y la cruz de Cristo ocurre algo parecido. Según la tradición, la piadosa emperatriz santa Elena los desenterró en el siglo IV. (Para empezar, dudo que las fuerzas romanas perdieran el tiempo y el dinero sepultando las
stipes
y
patibulum,
así como los clavos, después de cada ejecución, como pretenden algunos exegetas, en defensa de la tradición de la mencionada madre del emperador Constantino.) Según estas mismas leyendas, santa Elena mandó hacer un freno con uno de los clavos para el caballo de su hijo (hoy se conserva en Carpentras). Con otro formó un circulo para el casco de Constantino y se dice que aquel círculo forma ahora parte de la corona de hierro de los reyes lombardos, conservada en Monza. Con el tercer clavo dícese que sirvió para apaciguar una tempestad en el Adriático... El caso es que, en la actualidad, en varias iglesias de Europa se veneran supuestos clavos de la Pasión, hasta un total de ¡diez!: dos en Roma, uno en Santa Cruz de Jerusalén, en Santa María del Capitolio, en Venecia, en Tréveris, en Florencia, en Sena, en París y en Arras.
Respecto a los maderos de la cruz de Jesús, el asunto se complica mucho más. El mundo de los cristianos está materialmente sembrado de astillas de todos los tamaños, todas ellas supuestamente extraídas de la verdadera Cruz.
Como decían Breckhenridge y Salmasio, entre otros, «sí se juntasen estas reliquias podríamos plantar un bosque...»
Quizá el trozo más voluminoso es el que se venera en España: en Santo Toribio de Liébana, en la provincia norteña de Santander. La tradición asegura que este
lignum crucis
fue traído desde Jerusalén por santo Toribio, obispo de Astorga, en España, y contemporáneo de san León 1 el Grande. lino de los datos a favor de este supuesto resto de la cruz en la que fue colgado el Maestro es el tipo de madera: pino. Pero, desde un punto de vista científico, las dudas siguen envolviendo su origen.
(N. del m.)
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Pero el Maestro no respondió. Silo hizo en cambio el otro guerrillero. Apoyado como estaba con la punta de su pie izquierdo sobre la mitad del
sedile,
su mecánica respiratoria no resultaba tan fatigosa como la de sus compañeros de cruz. Y con voz balbuceante le reprochó a su amigo:
-¿No temes tú mismo a Dios?... ¿No ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros actos?...
Dismas hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó:
¡Pero... este hombre sufre injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de nuestros pecados... y la salvación... de nuestras... almas?
Los músculos de sus brazos se relajaron y el vientre volvió a inflarse como un globo.
Jesús de Nazaret, que había escuchado las palabras de ambos «zelotas», abrió los labios unos milímetros, con evidente deseo de responder. Pero su cuerpo, despegado de la
stipe
y muy caído sobre las extremidades inferiores, no le obedeció. Sin embargo, el gigante no se rindió. Aceleró el número de inspiraciones bucales -llegué a sumar 40 por minuto, cuando el ritmo normal e inconsciente de respiraciones de un ser humano es de 16- e intentó contraer los potentes músculos de los muslos, en su afán de elevarse unos centímetros y hacer entrar aire en los pulmones. Sin embargo, aquellos cinco o diez primeros minutos en la cruz habían ido quemando el escaso potencial de todos 105 paquetes musculares de muslos y piernas -
utilizados por el Señor en el imprescindible apoyo sobre los clavos de los pies para tomar oxígeno- y los bíceps, sartorios, rectos anteriores, vastos y gemelos se negaron a funcionar. La rigidez de todas estas fibras musculares me llevó al convencimiento de que la temida tetanización se había iniciado antes de lo previsto. (Este dolorosísimo cuadro -la tetanización-se registra siempre al entrar los músculos en un proceso anaerobio o de falta de oxígeno. En estas condiciones, el ácido láctico existente en las fibras musculares no puede metabolizarse, cristalizando. El organismo se ve sometido entonces a un dolor lacerante, bien conocido por los atletas.)