Caballo de Troya 1 (95 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Al comprender que sus piernas habían empezado a fallar, el Maestro -presa de las primeras convulsiones y espasmos musculares, propios de la incipiente pero irreversible tetanización-forzó las articulaciones de los codos, al tiempo que, buscando apoyo!, en los clavos de las muñecas, pedía a la musculatura de sus antebrazos que le sirviera de «puente» para elevar, a su vez, la de los hombros.

Entre jadeos, inspiraciones y lamentos entrecortados -provocados por el roce o aplastamiento de los nervios medianos de las muñecas con el metal que perforaba sus carpos-, aquel ejemplar humano venció al fin la fuerza de la gravedad, izándose sobre si mismo y relajando el diafragma. Los deltoides, duros como piedras, transformaron sus hombros en

«manos» y la boca del Nazareno se abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la inspiración del aire polvoriento que nos azotaba.

Al observar el titánico esfuerzo de Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a hablarle:

-iSeñor! -le dijo con voz suplicante-. ¡Acuérdate de mí... cuando entres en tu reino!

Y al tiempo que expulsaba parte del aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las arterias del cuello tensas como tablas, acertó a responderle:

-De verdad... hoy te digo... que algún día estarás junto a mi... en el paraíso...

Los músculos de los hombros, brazos y antebrazos se vinieron abajo y con ellos, toda la masa corporal del Nazareno que quedó nuevamente doblado «en sierra» y sin esperanzas inmediatas de repetir semejante y agotador «trabajo»
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Los hombres de Caballo de Troya, en un informe posterior a este primer «gran viaje» y en base al peso de Jesús, a las longitudes de sus brazos, a las distancias hombro-clavo y al ángulo de 30 grados que formaban sus miembros superiores con la horizontal, expusieron, entre otras, las siguientes consideraciones teóricas: la distancia entre los clavos de las muñecas y una línea horizontal (imaginaria) que pasara por el centro de ambas articulaciones de los hombros, era de 26,5 centímetros, aproximadamente. Esta era, en suma, la escalofriante altura a la que debía elevarse el Maestro cada vez que practicaba una de estas inspiraciones algo más profundas. Pensando que el músculo deltoides (que se extiende desde la clavícula y el omoplato al húmero) está diseñado para elevar el citado miembro superior, cuyo peso es de un kilo y pico, el esfuerzo a que se vio sometido en el caso del Galileo es sencillamente excepcional. Si hacemos actuar el citado deltoides en forma inversa -haciendo fijas sus inserciones en el húmero, tirando hacia arriba de los hombros para elevar el peso del cuerpo- comprobaremos las enormes dificultades que ello supone, perfectamente patentes en ese ejercicio gimnástico, único, que se lleva a cabo con las anillas y que, popularmente, es conocido como «hacer el Cristo». Al no contar con la ayuda de los músculos de las extremidades inferiores, la musculatura del hombro tenía que elevar el peso correspondiente a la cabeza, tronco y vientre, hasta la raíz de los 302

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Por mi parte, en vista de la acelerada degradación del organismo del gigante, me dispuse a acoplar sobre mis ojos las «crótalos» e iniciar una de las más delicadas y vitales operaciones de seguimiento médico de aquella misión.

Pero dos hechos -uno de ellos absolutamente imprevisto y desconcertante- retrasarían esta nueva exploración del cuerpo del Galileo...

Hacia las 13.40 horas, la voz de Eliseo se escuchó "5 x 5" en mi oído. Con una cierta excitación me adelantó algo que, tanto los hebreos como el pelotón de vigilancia en el Gólgota y yo mismo, teníamos a la vista y que no tardaría en convertir la ciudad santa y aquel paraje en un infierno. El primer frente del «haboob» acababa de caer como una negra y tenebrosa niebla sobre la falda oriental del monte Olivete. La «cuna», como medida precautoria, había activado su «cinturón» de defensa. Las rachas de viento, a su paso sobre el módulo, alcanzaban los 35

nudos.

El gentío, al distinguir los sucios lóbulos de la tempestad, avanzando por el Este como una

«ola» y gigantesca, empezó a movilizarse, huyendo precipitadamente hacia la muralla. Muchos de ellos se perdieron por la puerta de Efraím y otros, buenos conocedores de esta especie de

«siroco», buscaron refugio al pie del alto muro que cercaba Jerusalén por aquel punto. El sol seguía brillando en lo alto, en mitad de un cielo azul y transparente. Creo que esta matización resulta sumamente interesante: en contra de lo que dicen los evangelistas, aquella muchedumbre no se retiró de las proximidades del Calvario como consecuencia de las

«tinieblas» a las que aluden los escritores sagrados. Éstas, sencillamente, aún no se habían producido. Y hay más: en aquellos momentos tampoco detecté miedo. El fenómeno -no me cansaré de insistir en ello- era molesto, incluso peligroso, pero frecuente en aquellas latitudes.

Los judíos, por tanto, estaban acostumbrados a tales tormentas de polvo y arena. En principio no era lógico que cundiera el pánico. Sin embargo, ese terror que citan Mateo, Marcos y Lucas se produjo. Pero, tal y como pasaré a narrar seguidamente, el origen de dicho miedo no estuvo, repito, en el «siroco»...

A los pocos minutos, de aquellos cientos de personas que contemplaban a los crucificados sólo quedó un mínimo contingente de sacerdotes y curiosos. Quizá medio centenar. La mayoría, como si se tratase de una medida habitual de protección, empezó a sentarse sobre el terreno, cubriendo sus cabezas con los pesados y multicolores mantos. Aquel pequeño grupo, en definitiva, era una prueba más de lo que afirmo. Sabían que se echaba encima una tempestad seca y, sin embargo, se tomaron el asunto con filosofía. Por supuesto, eligieron y apostaron por el macabro espectáculo de los reos, debatiéndose entre la vida y la muerte.

Tentado estuve de aprovechar aquellos instantes para extraer mis lentes especiales de contacto y proceder al chequeo del cuerpo del Maestro. Pero la inminente llegada de los densos y negruzcos penachos me hizo desistir. A semejante velocidad -unos 70 kilómetros a la hora-, las partículas de tierra y los gránulos de arena hubieran dañado la delicada superficie de las

«crótalos», arruinando aquella fase de la misión e, incluso, poniendo en peligro la integridad física de mis ojos. Así que opté por aplazar el registro ultrasónico y tele-termográfico. Según Eliseo, el hocico del «haboob » y los dos o tres lóbulos que corrían detrás no eran muy profundos, estimándose su duración en unos 15 a 20 minutos.

miembros inferiores. Es decir, suponiendo que la masa total de Cristo fuera de unos 82 kilos, la mencionada musculatura debía correr con la elevación de los 2/3 del peso corporal. En otras palabras: con unos 54,6 kilos. De acuerdo con la expresión peso = masa x gravedad, se obtuvo que 54,6 x 9,8 = 535,73 julios. Al cronometrar el referido ascenso de 26,5 centímetros (0,265 metros) en unos 1,5 segundos, Caballo de Troya dedujo que la aceleración sufrida por Jesús de Nazaret fue de aproximadamente, 0,2355 metros por segundo en cada segundo. (Se tuvo en cuenta, obviamente, los siguientes parámetros: «e» = espacio o distancia recorrida; «V0» = velocidad inicial, en este caso cero;

«a» = aceleración y «t» = tiempo invertido.

O, lo que es lo mismo: e = V0 + 1/2 a t2. Esto significaba lo siguiente: 0,265 = 1/2 a. 1,52.) También fue calculada la fuerza que tuvo que hacer el Maestro en cada una de estas violentas elevaciones en vertical: peso-fuerza = masa X aceleración. Es decir, 535,73- F = 54,6 x 0,2355. El resultado fue de F = 522,87 julios.

En cuanto al «trabajo» desarrollado, he aquí la escalofriante cifra: trabajo = fuerza x distancia (T = 522,87 x 0,265

= 138,56 newtons). Ello arrojó una potencia de ¡92,37 watios! (potencia = trabajo/t¡empo o 138,56/1,5).

Si comparamos esos 92,37 watios con los 2,5 que normalmente realiza la misma musculatura para elevar simplemente el brazo, empezaremos a intuir el gigantesco y dolorosísimo esfuerzo que, como digo, desarrolló Jesús de Nazaret en la cruz.
(N. del m.)

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No fue necesario que el centurión diera demasiadas indicaciones. Cada hombre sabía cómo debía comportarse ante aquella contingencia. Al comprobar la masiva retirada de los judíos, Longino permitió a los centinelas que se agrupasen en el extremo sureste de la cima del Gólgota, de cara a la tormenta. Juntaron los cuatro escudos, formando un parapeto, y clavaron sus rodillas en la roca, sujetando esta improvisada defensa mediante las abrazaderas interiores de cada escudo. El resto de la patrulla levantó la hilera de escudos que había sido dispuesta sobre la superficie del patíbulo, formando un segundo «muro» defensivo. Y la totalidad del pelotón -incluidos el oficial y Arsemus- se agazaparon dando la cara al cada vez más próximo temporal.

Longino, al verme en pie e indeciso, me hizo una señal con la mano para que buscara refugio junto a la piña que formaban sus hombres. Así lo hice sin pérdida de tiempo. Pero, en lugar de acurrucarme como los legionarios, en dirección al «sirocco», me senté de espaldas a la patrulla, sin perder de vista a los crucificados.

El viento, de pronto, se volvió más cálido y silbante. El primer torbellino del «haboob» se precipitó sobre Jerusalén, y sobre el peñasco donde nos encontrábamos, con una estimable violencia. En cuestión de segundos, una masa deshilachada y blanquecina, formada por toneladas de arena y polvo en suspensión, arrasó el lugar, repiqueteando en su choque contra las partes convexas de los escudos.

A pesar del manto que cubría mi cabeza, una minada de granos de una arena fina empezó a acosarme, penetrando por todos los huecos de mis vestiduras e hiriendo la piel -especialmente las piernas- como alfileres. El bramido de aquel tornado fue incrementándose con su velocidad.

Al poco, tanto los soldados como yo, nos vimos obligados casi con desesperación a cerrar los ojos y proteger la boca, oídos y fosas nasales de aquella angustiosa polvareda.

Conforme el «siroco» fue arreciando, los gritos de los «zelotas» -encarados al viento y casi desnudos- se hicieron más y más estentóreos. Las rachas habían empezado a ensañarse con sus cuerpos indefensos, asaeteándoles con millones de partículas de tierra, añadiendo así un nuevo e insoportable suplicio. Levanté la cabeza como pude y, entre las columnas de polvo, más que ver, escuché a uno de los guerrilleros, pidiendo entre aullidos que le rematasen. En cuanto a Jesús, casi no pude distinguir su figura, pero imaginé el sofocante tormento que estaba soportando.

Dudo mucho que nadie en el Gólgota ni en sus alrededores, ni tampoco en la ciudad, pudiera levantar la vista durante aquella pesadilla. Los sucesivos frentes del «haboob», cuyo «techo»

resultaba poco menos que imposible de fijar en semejantes condiciones, se elevaban -eso sí- a una altitud suficiente como para difuminar el disco solar, al menos para cualquier observador que se encontrase inmerso en el tornado. Sin embargo, yo no aprecié una oscuridad o debilitamiento de la luz diurna suficiente como para clasificarlo de « tinieblas». Hubo, naturalmente, un descenso de la visibilidad, como consecuencia del arrastre de arena y polvo, pero no esa cerrada negrura que parece desprenderse de los textos evangélicos. Cualquiera que haya vivido una de estas experiencias sabe que, por muy espeso que sea el fenómeno meteorológico en cuestión, difícilmente desemboca en tinieblas. Fue después cuando ocurrió

«aquello» que sí «oscureció» un amplio radio...

Una vez alejados los tres o cuatro lóbulos «de cabeza», Eliseo abrió de nuevo la conexión auditiva, anunciándome que la «cola» del «siroco», muy debilitada ya, necesitaría otros cinco o diez minutos para cruzar la región. Las masas de tierra en suspensión eran menos consistentes, aunque los vientos en superficie mantenían velocidades no inferiores a los 20025 nudos.

El centurión, al notar cómo el torbellino principal parecía decrecer, se incorporó parcialmente, inspeccionando a los cuatro soldados que se resguardaban a escasos metros de nuestra «empalizada». No debió observar demasiadas anomalías porque volvió a acurrucarse de inmediato, en espera de los últimos coletazos del «haboob». Eliseo no estaba equivocado.

Alrededor de las 14 horas, la fuerza del tornado disminuyó, así como el polverío.

Afortunadamente el cuerpo principal del «siroco» había ido despedazándose desde su nacimiento en los desiertos arábigos, alcanzando las tierras de Palestina con una «cabeza» cuya longitud fue valorada por los instrumentos del módulo en unos 20 kilómetros y un frente de casi 125. Las ráfagas, sin embargo, no cesarían hasta bien entrada la tarde.

Cuando la tormenta cesó, el espectáculo que se ofreció a mi alrededor era sencillamente dantesco. Todos los legionarios, y yo mismo, naturalmente, aparecíamos cubiertos de arena. El polvo había blanqueado las cejas, cabellos y ropajes de los soldados, así como los mantos de 304

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los cincuenta escasos judíos que habían preferido aguantar el azote del viento al pie del Gólgota.

En cuanto a los crucificados, al verlos mudos y con las cabezas inmóviles sobre el pecho, lo primero que pensé es que habían perecido por asfixia. Longino debió imaginar lo mismo porque se precipitó hacia las cruces, palmoteando sobre sus ropas y sacudiéndose la tierra acumulada.

Sin embargo, al situarnos bajo los condenados, comprobamos -yo, al menos, con alivio-cómo seguían vivos. Las costillas flotantes de Jesús registraban esporádicas oscilaciones, señal de una débil ventilación pulmonar. Las heridas y regueros de sangre se hallaban acribillados por infinidad de partículas de tierra y arena, llegando a taponar las profundas brechas de los costados y el desgarro de la rótula. Los cabellos de su cabeza, axilas y pubis, así como el del pecho, eran irreconocibles. Se habían convertido en masas encanecidas. Su cabellera, sobre todo, encharcada por las hemorragias, era ahora, con el polvo, un viscoso y ceniciento colgajo.

Quedé aturdido al ver su barba y bigote cargados de polvo y sus labios, con una costra terrosa que desdibujaba las mucosas e, incluso, las profundas fisuras.

Las heridas de los clavos, tanto en el Maestro como en los «zelotas», habían sido poco menos que taponadas por el «haboob». Aquel viento infernal, que acababa de atentar contra el hilo de vida que aún flotaba en lo alto de aquellos árboles, había logrado lo que parecía un milagro: detener la pérdida de sangre del Nazareno (aunque, sinceramente, a aquellas alturas de la crucifixión ya no sé qué hubiera sido mejor). De todas formas, el destino es muy extraño...

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