Pero el tropiezo con aquellos doscientos cobardes sí influyó en algo. Longino, hombre de gran experiencia, pensó sin duda que la conducción de los «zelotas» y del «rey» a través de las calles de la ciudad alta de Jerusalén podía revestir complicaciones para sus hombres y para él y con buen criterio varió el camino que tradicionalmente venían siguiendo este tipo de procesiones. En general, los futuros ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas de la ciudad, tratando así de ejemplarizar a las masas. En esta ocasión, insisto, el centurión se decidió por un camino mucho más corto. Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una
« vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea y que discurría casi paralelamente al valle del Tyropeón. (Hoy, esa misma vía atraviesa -algo más al norte- la Puerta de Damasco, en la muralla septentrional.) Los primeros sorprendidos por este cambio en el itinerario fueron los hebreos que habían arrojado las piedras contra la escolta romana. Al poco, encabezados por los saduceos, comenzaron a seguir a Longino y a los legionarios. Supongo que aquella extraña variación en la ruta tradicional de los reos movió aun mas su curiosidad.
Según mis cálculos, Jesús llevaba caminados unos 100 metros desde el patio de la Torre Antonia cuando el centurión, de improviso, salió de la calzada, echándose a la izquierda e iniciando el descenso por la mencionada quebrada del Tyropeón, en dirección a una de las esquinas de la muralla norte de la ciudad. El viento levantaba en aquella zona exterior de Jerusalén grandes masas de polvo y tierra, dificultando el ya penoso caminar del Maestro y de los «bandidos». Estos habían vuelto a ser azotados, aunque aquella pendiente y lo irregular del terreno restaban precisión a los golpes de los verdugos.
Fue precisamente al bajar por aquella corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos, cuando el renqueante y humillado cuerpo del Nazareno perdió nuevamente el equilibrio, cayendo en tierra entre una nube de polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que fueron a estrellarse entre las piedras.
La tercera caída del prisionero obligó a detener la comitiva. Dos de los verdugos retrocedieron y, a latigazos, intentaron que el Maestro se incorporase. Con la boca abierta, resoplando y en mitad de una nueva elevación del ritmo cardíaco, el gigante -que había quedado de rodillas- logró al fin elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el
flagrum,
no respondió. El Hijo del Hombre apretó los dientes con todas sus fuerzas. Los músculos del cuello volvieron a tensarse, produciéndose una peligrosa contractura del esternocleidomastoideo. Sus ojos cerrados reflejaban un firme deseo de vencer el peso del madero, pero el agotamiento, la sed y el cada vez más preocupante descenso de la volemia (en aquellos momentos era muy posible que el rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre), pudieron más que su voluntad y, a pesar de los latigazos, el cuerpo del reo, lejos de recuperarse, fue inclinándose más y más, hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha. En ese crítico instante, la voz del centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por otros dos soldados, se encargó de empujar el
patibulum,
aliviando así la recuperación del 281
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prisionero. Una vez en pie, la comitiva continuó el descenso hasta llegar al fondo de la vaguada.
A partir de allí, y hasta el Gólgota, el camino fue mucho más dramático. Según mis cálculos, la depresión del Tyropeón se hallaba en la cota 745. Habíamos descendido cinco metros (la cota de la fortaleza Antonia y de la pista de Cesarea era de 750 metros) y el Calvario se encontraba a 755 metros de altitud sobre el nivel del mar. Eso significaba, a partir de esos instantes, un camino en continua pendiente...
Pero, ante mi sorpresa, el Nazareno logró descender por el repecho con menos dificultades de lo que imaginaba. Tambaleándose y respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar de metros. Aquello sumaba alrededor de 250 desde nuestra salida de Antonia.
Sin embargo, yo mismo me estaba engañando. La triste realidad no tardó en imponerse. De pronto se detuvo. El leño osciló nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus rodillas, presa de convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la áspera pendiente.
No pude evitar un sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era capaz de continuar -del modo que fuera- hacia su propio fin...
Longino había elegido el perímetro exterior de la muralla norte, evitando así las multitudinarias calles de Jerusalén y, al mismo tiempo, acortando el camino.
A pesar de ello, el agotamiento físico, y estimo que mental, de Jesús estaba rozando nuevamente el estado de shock. Las puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una tonalidad violácea, señal inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores, fruto del agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos momentos, era más que seguro que sus brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización, sumando con ello un nuevo y punzante dolor, consecuencia de la progresiva cristalización de los microscópicos cristales de ácido láctico de sus músculos. (Este proceso de tetanización sería uno de los más arduos suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros minutos de la crucifixión.)
Con la cabeza y el tronco flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno, envuelto en oleadas de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas de polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos, barba y rostro.
La respiración fue haciéndose más y más rápida y, cuando había ganado otros cincuenta escasos metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús avanzaba ya con movimientos muy bruscos, casi a sacudidas, con una típica marcha
«espástica», consecuencia de la rigidez muscular.
De pronto le vi levantar el rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin que nadie pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.
Los soldados no lo dudaron. Y antes de que el centurión tuviera tiempo de intervenir la emprendieron a patadas con el inerme cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de
«5» de las suelas fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las áreas donde descargaron los puntapiés: riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.
Allí, cuando faltaban escasos metros para coronar la pendiente, las fuerzas habían abandonado definitivamente al reo.
La llegada de Longino zanjó aquella estéril paliza. Y digo estéril porque el Maestro había perdido el conocimiento.
El oficial, que estaba enterado de la dura intervención de los legionarios en la flagelación, reprochó a los soldados aquel absurdo comportamiento. Se agachó y colocando sus dedos en la arteria carótida comprobó el pulso.
-Aún vive -exclamó aliviado.
Los cuatro guardianes que le habían sido adjudicados procedieron a levantar el
patibulum.
Pero Jesús quedó materialmente colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho.
Uno de los soldados sugirió al centurión que soltaran el tronco. Longino dirigió su mirada hacia el polvoriento horizonte y al comprobar que nos hallábamos muy cerca de la puerta de Efraím, rechazó la idea, ordenando que transportaran al reo y al
patibulum
hasta el pie mismo de la muralla. Así se hizo. Sin pararse en contemplaciones de ningún tipo, el pelotón reanudó la 282
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marcha. remontando el repecho en dirección a la citada entrada noroeste de la ciudad. Dos de los verdugos depositaron los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así con el cuerpo desmayado del prisionero. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100
metros, fueron arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas, ulcerando aún más los tejidos.
Una vez junto a la muralla, al pie mismo de la referida puerta y del sendero que partía desde aquel ángulo hacia Jaffa, los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del alto muro. Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús.
Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados. Y otro tanto ocurrió con su cabeza, que quedó inclinada sobre el tórax.
Los verdugos que habían venido azotando a los «zelotas» aprovecharon aquel descanso para sentarse al filo del camino, mientras los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.
El tropel de curiosos no tardó en asomar por el repecho. Pero, al ver que el pelotón se había detenido, se mantuvo a una prudencial distancia, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de los romanos.
El tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso. Nos encontrábamos muy cerca de la tradicional celebración de la cena pascual y los peregrinos apresuraban el paso, arreando las caballerías y los rebaños de corderos. Mucho de ellos se detenían bajo el arco de la puerta de Efraím, sorprendidos por el espectáculo de aquellos hombres ensangrentados, medio desnudos y hundidos bajo el peso de los troncos. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y la mayor parte, tras echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos llegaron a reconocer al Nazareno.
El centurión y su lugarteniente volvieron a examinar a Jesús. Ambos se mostraban seriamente preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de cuero extrajo de éste un cántaro de barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas y, protegiéndolo del polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto color verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús que, al contacto con lo que en un principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al fijarme aprecié cómo los labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en sus bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje. Al terminar, su boca quedó entreabierta, con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente sensación de frío. Entonces, al reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis dedos el labio inferior descubrí la dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido y el segundo presentaba sólo una parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber ocurrido en alguna de las cuatro caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.
Al notar la suave presión de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo sus ojos. El izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la ceja. Mi mirada debió ser tan intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en aquella pupila. La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en la gravísima deshidratación que padecía.
La temperatura del labio era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el delicado estado del reo. Longino se incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al camino, observando a los transeúntes. Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de la escolta. Después comprendí por qué se había alejado del pelotón.
Mientras observaba cómo el Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta mujeres apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con su lanza.
Me puse en pie y busqué con ansiedad a la madre del Maestro, pero pronto caí en la cuenta que aquel intento de identificación era ridículo. Yo no conocía a María. Las mujeres rompieron a llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas.
El Galileo giró entonces su cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente.
Después, ante la sorpresa general, exclamó con una voz ronca.
-¡Hijas de Jerusalén...! No lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los vuestros...
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El viento golpeaba los mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una breve pausa, añadió:
-Mi misión está casi cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles males para Jerusalén no ha hecho más que empezar...
Los escalofríos arreciaron y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:
-Veréis llegar días en los que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no amamantaron a sus pequeños...» En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras para libraros del terror de vuestras tribulaciones.
Aquellas mujeres habían sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro.
A excepción de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría pocos minutos después-, el resto no había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro, ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por ello dirigió aquellas palabras al puñado de seguidoras.
El soldado, sujetando el
pilum
con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una de ellas, en lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la mujer en su otra mano la dejó pasar. La hebrea, a quien yo había visto en las faenas domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas!