Caballo de Troya 1 (96 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Los guerrilleros y Jesús de Nazaret se hallaban sin conocimiento. En el fondo era lo mejor que les podía haber ocurrido.

Y sucedió. A las 14.05 horas, mi compañero en el módulo -con una excitación similar a la que había experimentado durante mi permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente la conexión, anunciándome algo que hizo tambalear mis esquemas mentales.

¡Ahí está otra vez...! ¡Jasón, lo tengo en pantalla...! El radar registra un eco... ¿Dirección...?, afirmativo: procede del Este. ¡Esto es de locos!

Me volví hacia el lugar, pero, una vez más, no observé nada anormal. Era lógico. Aunque la

«ola» de polvo se había extinguido, aquel objeto se hallaba aún, según el «Gun Dish» de a bordo, a 135 millas del «punto de contacto» donde reposaba la «cuna».

No viene muy fuerte -prosiguió Eliseo, que debía tener la nariz pegada a la pantalla del radar-. Calculo que a unos 400 nudos... oh...!

La voz de mi hermano se cortó. Rodeado como estaba por los 12 legionarios y los dos jefes no pude pulsar mi conexión y dirigirme a él. ¿Qué demonios pasaba en el módulo?

-… ¡Jasón, nunca nos creerán...! El eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados... Lo tengo en rumbo 190... Si sigue así pasará casi sobre tu vertical... Pero, ¿cómo ha podido...?,

¿qué clase de «cosa» puede hacer un giro así...? Jasón, entiendo que no puedes hablarme.

Seguiré informando... ¡Reduce, afirmativo, reduce su velocidad! ¡Y también el nivel...! A ver..., en electo... ¡Roger!, pasa de 400 nudos a 275... ¿Nivel...? 300 y sigue bajando... Te doy

«pegeons»
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al módulo: 90 millas y mantenido en 190... ¡Un instante...! ¡Acelera...! Afirmativo, está acelerando: ¡400..., 700..., 900 nudos...! ¡No es posible...! Se ha estabilizado en nivel 120

(cuatro mil metros)... Lo tendrás a la vista en seguida si mantiene esa velocidad... Entiendo que a las «dos» de tu posición...

Efectivamente, a los cinco minutos y seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi cabeza. Pero, esta vez silo tenía a la vista: al principio como un punto brillante. Después, conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna llena», de un color mate.

Los soldados no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan perplejo como yo.

-… ¡Jasón...! ¿lo tienes? Yo lo veo casi a mis «12» y alto... Sigue a 12000 pies. ¡Se detiene...! ¡Afirmativo!, ¡ha hecho estacionario...!

Las últimas palabras desde el módulo, cargadas de emoción, terminaron por contagiarme.

Me restregué los ojos, pensando en una posible alucinación... Pero pronto caí en la cuenta que aquella

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«Pegeons»: entre pilotos y astronautas, proporcionar distancia y rumbo.
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hipotética explicación era ridícula: Longino, los legionarios y yo podíamos sufrir algún tipo de trastorno pero, ¿y el radar?

Aquella «cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que se encontraba y por su tamaño aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran enormes.

Mientras observaba boquiabierto aquel fenómeno pasaron por mi mente un sinfín de posibles explicaciones, que, por supuesto, no terminaron de satisfacerme. Era el segundo objeto volante que veía en las últimas 14 horas. ¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? Y, sobre todo,

¿quién o quiénes lo tripulaban?

Pero mis elucubraciones se vieron definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después de verificar hasta tres veces el diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1

757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente superior a la de toda la ciudad santa...

La presencia de aquel monstruoso disco, totalmente silencioso y flotando en el cielo como una frágil pluma, hizo pasar a la escolta y a los hebreos de la estupefacción al miedo. En un movimiento reflejo, el centurión y algunos de sus hombres desenfundaron sus espadas, replegándose hacia la base de las cruces. Pero ninguno acertó a expresarse. Un pánico irracional se había enroscado en sus corazones y lo mismo ocurría entre el medio centenar de curiosos que permanecía junto al Gólgota. Las miradas de todos estaban fijas en aquella «luna»

misteriosa.

A las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente -

como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.

Un alarido colectivo se escapó de las gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel artefacto empezaba a interponerse entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste (siempre considerada la observación desde el Calvario y sus inmediaciones).

En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado radio en el que, naturalmente, me encontraba.

Esta interposición con el sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes gobernaban aquel inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación quisieron que el

«eclipse» pudiera ser observado paso a paso.

En menos de 120 segundos, el astro rey desapareció y, con él, la claridad. Mejor dicho, un ochenta por ciento de la fuente luminosa. Obviamente, aunque la gran masa metálica -

confirmada por el radar- proyectó al instante un gigantesco cono de sombra sobre la ciudad santa y sus alrededores, las radiaciones solares siguieron presentes, formando una «corona» o

«aura» luminosa que abarcaba toda la curvatura del enigmático objeto. Las «tinieblas», en electo, se hicieron sobre Jerusalén, aunque no con el carácter absoluto de una noche cerrada, por ejemplo. La claridad existente alrededor del disco era suficiente como para que pudiéramos distinguir el entorno con un índice de luminosidad muy similar al que suele seguir a una puesta de sol. Y así se mantuvo hasta que llegó el momento fatídico...

(No creo necesario extenderme en profundidad sobre esa ilógica explicación científica, que trata de resolver este fenómeno de las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. Basta recordar que en aquellas fechas se registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal eclipse de sol era imposible. La luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún oculta por debajo del horizonte oriental. Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta naturaleza siempre se inicia por la cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés.

El oscurecimiento del sol se inició por el Este.)

Eliseo, una vez consumado el ocultamiento solar, verificó los parámetros de a bordo, confirmando que aquella especie de «superfortaleza» volante había quedado «anclada» a 18

000 pies de altura, manteniendo una velocidad de desplazamiento de 1 431,055 km/ hora. En los 45 minutos que duró el fenómeno de las «tinieblas», aquel objeto cubrió un total de 1

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073,2912 kilómetros, siempre a una altitud de 6 000 metros. (El diámetro solar aparente correspondía a un arco cuyo valor aproximado era de 33 minutos y 10 segundos.)
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Al consumarse el «eclipse», que insisto, sólo pudo tener una proyección puramente local, muchos de los judíos –espantados- cayeron rostro en tierra, golpeándose el pecho con ambas manos y profiriendo alaridos de terror. Los saduceos, desconcertados, no sabían cómo reaccionar. Al fin, la mayoría de los hebreos escapó hacia la puerta de Efraím, mientras los dirigentes judíos -no demasiado convencidos- intentaban retenerles, gritándoles que «todo aquello sólo podía obedecer a algún encantamiento del crucificado o a un fenómeno celeste...»

Fue inútil. La turbación de los incultos y supersticiosos enemigos de Jesús era tal que ni siquiera escucharon los razonamientos de los sacerdotes. Y allí permaneció el desamparado puñado de jueces, mucho más pendiente de lo que ocurría en los cielos que en el patíbulo.

Supongo que, si siguieron al pie del Gólgota no fue porque les sobrara valentía, sino por obediencia a Caifás y al resto del Consejo.

El oficial romano tuvo que hacer un supremo esfuerzo para calmar su nerviosismo y el de sus hombres. Si los hebreos eran temerosos de este tipo de manifestaciones, los romanos aún lo eran mucho más. A fuerza de imperiosos gritos, Longino logró finalmente que sus soldados ocuparan los puestos de vigilancia asignados por el
optio
antes de la tormenta de arena. A juzgar por el vocerío que se levantaba más allá de la muralla, la confusión y el miedo entre los peregrinos y habitantes de Jerusalén tenían que ser extremos. Mientras aquella área permaneció en la penumbra, muchos curiosos llegaron a asomarse bajo el arco del portalón de Efraim, intrigados y, supongo, ansiosos por saber si todo «aquello» tenía alguna vinculación con el prodigioso Maestro de Galilea. Pero ninguno tuvo valor para aproximarse. Mejor dicho, hubo un grupo que silo hizo...

A los pocos minutos de iniciarse las «tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se destacó una veintena de personas. Con paso ligero y decidido fue acercándose al filo de la gran roca. A causa de las sombras no pude distinguir al joven apóstol Juan hasta que se detuvo a escasos metros de donde me encontraba. Al fin había vuelto. Le acompañaba otro hombre y unas 18 mujeres, todas ellas semiocultas por sus ropones. Pero no supe reconocer a ninguno de los amigos del Zebedeo.

Era sumamente extraño. En realidad, todo lo era desde la aproximación de aquel objeto, que seguía fijo e imperturbable sobre nuestras cabezas. Precisamente a raíz de su aparición en el espacio -aunque no me percaté de ello hasta la llegada de Juan y su grupo-, el viento había cesado. Y con él, todos los sonidos propios y naturales del campo. Al menos, los que habitualmente venía percibiendo. Incluso, los fugaces trinos de las golondrinas y demás aves y el zumbido de los insectos y de aquellas nubes de moscas verdes y gruesas como monedas de un centavo que, antes del paso del «haboob», habían empezado a posarse a decenas sobre la sangre de los crucificados.

Cuando estaba a punto de descender por el canal, a fin de reunirme con Juan, un súbito gemido del Galileo me detuvo. El Maestro parecía haber recobrado la conciencia. El centurión y yo caminamos unos pasos y, efectivamente, comprobamos cómo el crucificado se esforzaba nuevamente en sostener un acelerado ritmo respiratorio. La forzada caída del diafragma había hinchado su vientre y su tórax aparecía rígido como el madero del que colgaba. A pesar del polvo y la tierra que le cubrían -casi como un fatídico adelanto de su sepultura-, los signos de la cianosis eran cada vez más palpables. Las escasas uñas de sus pies que no se hallaban bañadas por la sangre habían empezado a tornarse de una típica coloración azulada. Otro tanto ocurría con las puntas de sus dedos. La tetanización de los miembros inferiores era ya galopante. Los músculos de los muslos y piernas seguían registrando espasmos, aunque cada vez más espaciados. Los dedos gruesos de ambos pies habían entrado ya en aducción, desviándose hacia el plano central del cuerpo del Nazareno.

De pronto, una mano se posó sobre mi hombro izquierdo. Era Juan. Con su coraje habitual había ascendido hasta lo alto del Calvario. Venía solo. La verdad es que ni siquiera se entretuvo
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No puedo resistir la tentación de recordar al lector otro suceso que parece guardar una estrecha relación con éste: el sol que «bailó» en Fátima en 1917. En cuanto al objeto que provocó las »tinieblas» sobre Jerusalén y su entorno, el computador del módulo estimó que giraba geosincrónicamente sobre la ciudad santa (paralelo estimado para Jerusalén: 5 463 kilómetros).
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en contemplar a su Maestro. Sus ojos se hallaban hundidos y el rostro, marcado por las largas horas de insomnio y sufrimiento. Parecía un viejo...

Con voz temblorosa se dirigió a Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante, permitiera a la madre de Jesús de Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo primogénito. Juan acompañó su petición dirigiendo su brazo derecho hacia el reducido número de mujeres que esperaba a escasa distancia de los saduceos.

A pesar de cuanto llevaba vivido y sufrido en aquella misión, al oír al Zebedeo mis rodillas temblaron. ¡María estaba allí!

Longino no tuvo valor para negarse. Y autorizó al discípulo a que acompañara a la madre del Maestro hasta lo alto del patíbulo, con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de que la permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible.

Juan agradeció el humanitario gesto del centurión y se apresuró a volver junto al grupo.

Intercambió unas palabras con las mujeres y, seguidamente, una de las hebreas comenzó a subir por entre las rocas, asistida por Juan y el otro hombre.

Conforme se aproximaban, mi pulso se aceleró. A los pocos segundos tuve ante mi a la madre terrenal de aquel gigante...

Los legionarios, algo más tranquilos, habían descendido por el segundo peñasco, entregándose a la búsqueda de leña seca con la que poder encender una fogata. Ellos, lógicamente, no podían prever la duración de la oscuridad y Arsenius, prudentemente, ordenó a los infantes que se hicieran con una buena provisión de combustible. Faltaban cuatro horas para el ocaso y la custodia de los condenados podía ser larga.

En el instante en que María llegaba al pie de la cruz central, dos de los soldados depositaron sobre la roca sendos haces de ramas de la llamada retama «de escobas», muy ligera y de excelente calidad para sus propósitos.

Apoyándose en los antebrazos de Juan y del segundo hombre (que resultó llamarse Jude o Judas y que, según pude averiguar al día siguiente, era hermano carnal de Jesús), aquella hebrea de rostro extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba clavado su hijo. No era muy alta. Su cabeza, levantada hacia el Maestro, había quedado poco más o menos a la altura de las rodillas del Nazareno. Posiblemente mediría entre 1,60 y 1,65

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