-Pero, ¿quién puede llegar a amar más?
-Pregunta mejor, ¿quién puede llegar a comprender más?
-¿Quién?
-Aquel que es capaz de amarlo todo. Pero, ¡ojo! Jasón, aquel que ama de verdad no coloca la palabra «amor» sobre su puerta, tratando de justificarse ante el mundo. Y el que da, tampoco escribe la palabra «caridad» para que todos le reconozcan. Cuando alguna vez veas esas palabras, desvergonzadamente ostentadas en el mundo, no dudes que tienen la única finalidad de enriquecer y ensalzar a cuantos las esgrimen y airean.
»EI reino de mi Padre es semejante a una mujer que llevaba un cántaro lleno de harina.
Mientras marchaba por un camino apartado se le rompió el asa y la harina se derramó detrás de ella por el camino. La mujer no se dio cuenta y no supo su desgracia. Cuando llegué a su casa depositó el cántaro en tierra y lo encontró vacío.
-¡Aquel que es capaz de amarlo todo!... -repetí con un ligero movimiento de cabeza-. ¡Qué difícil es eso...!
-Nada hay difícil para el que ha aprendido a ceder.
-Pero, ¿qué me dices de las injusticias? ¿También debemos aprender a amar a los que nos humillan o tiranizan?
-Cuando llegue el caso, pide explicaciones a tu hermano, pero nunca le odies. Sólo cuando miréis a vuestros hermanos con caridad podréis sentiros contentos.
-Ahora empiezo a comprender -comenté casi para mí mismo- por qué mi mundo se siente infeliz...
-El mayor error de tu mundo -repuso Jesús- es su falta de generosidad. El que conoce y practica el amor no suele tener necesidad de perdonar: siempre está dispuesto a comprenderlo todo.
-Puede que estés en lo cierto, pero siempre pensé que el gran error de nuestro mundo era su «empacho» tecnológico...
El Nazareno me miró con una inagotable afabilidad.
-Debéis tener paciencia y confiar. La humanidad, a veces, se emborracha y embota con sus propios hallazgos y triunfos, olvidando que su auténtico estado natural reside en la serenidad de su espíritu. El día que despierte de tan pesado letargo volverá sus ojos al sendero del amor: el único que conduce a la verdadera sabiduría.
El cansancio empezaba a apoderarse de ambos y, de mutuo acuerdo, decidimos descansar las escasas horas que restaban ya para el alba. Mientras me envolvía en el manto, acomodándome lo mejor que pude bajo uno de los olivos, una estrella fugaz -una «lírida»-
cruzó frente a las estrellas Kappa Lyrae y Nu Herculis, rasgando el velo del firmamento y el de mi profunda melancolía.
Sin proponérmelo, había empezado a amar a aquel hombre...
A las 05.42 horas de aquel jueves, 6 de abril del año 30, el sol empezó a abrirse paso sin especiales dificultades. Eliseo procedió a despertarme, facilitándome el habitual parte meteorológico. El día prometía ser magnífico. Temperatura media estimada de unos 17 grados centígrados, baja humedad relativa y cielo despejado.
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Sin embargo -añadió mi compañero-, el «rawin»
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del módulo está captando una alteración en los altos niveles de la atmósfera. Localización: vertical de la frontera de Irak con la Arabia Saudí. Los sistemas electrónicos confirman que se trata de una corriente «en chorro» del Este (tipo ecuatorial), con una velocidad máxima aproximada de 70 nudos y entre niveles de 100 y 150 milibares (entre los 14 y 17 kilómetros de altura)...
»¡Atención, Jasón! Santa Claus está verificando los datos meteorológicos y todo parece señalar que, en el transcurso de las próximas 24 o 48 horas, esta alteración puede provocar intensos vientos del Este, con arrastre de bancos de arena procedentes de los desiertos arábigos de Nafud y Dahna.
»La posibilidad de esta tormenta de arena o siroco sobre Palestina está empezando a confirmarse igualmente por la loca subida de los barómetros de Tonnelot y del "aneroide". Es posible que, si todo sigue igual, mañana tengas que quitarte el manto...
Aquella información resultaba especialmente interesante. En la mañana del día siguiente, viernes, debería tener lugar un extraño fenómeno -así lo había leído al menos en las
Sagradas
Escrituras
(Lucas 23,44-46, Marcos 15, 33-34, y Mateo 27, 45-46)-, desde la hora sexta a la nona (desde las 12 del mediodía a las tres de la tarde, aproximadamente), «cubriendo las tinieblas la totalidad de la tierra», según palabras textuales de los evangelistas. Y aunque no quise sacar conclusiones a
priori,
la advertencia de Eliseo sobre aquellos vientos alisios del E-SE, con la posibilidad de un fuerte arrastre de arena del cercano desierto arábigo, me dio ya una ligera idea sobre la verdadera naturaleza del suceso narrado en el Nuevo Testamento...
Poco a poco, algunas mujeres fueron saliendo de la tienda y preparando el fuego.
Hacia las seis, y cuando daba un pequeño paseo por los alrededores del campamento, tratando de desentumecer mis músculos, vi salir por el cercado de piedra a Judas. Iba solo y, a juzgar por sus andares, con una cierta prisa. Tomó la misma vereda del día anterior, perdiéndose colina abajo, en dirección al Templo o quizá hacia las puertas de la zona sur de la ciudad. Por un instante pensé en seguirle. Pero terminé por desistir. Los planes de Caballo de Troya eran otros. Lo más probable es que el Iscariote fuera a entrevistarse con el jefe de la policía del Sanedrín, tal y como le había sido encomendado el pasado miércoles. Por otra parte, Ismael, el saduceo que había logrado infiltrarse en el consejo de los sacerdotes, había prometido informarnos puntualmente de todos y cada uno de los pasos del traidor, así como de los movimientos de los levitas encargados del prendimiento del Maestro. Esto me tranquilizó y regresé de inmediato al interior del huerto. Jesús y sus hombres seguían durmiendo.
En la medida que me lo permitieron, ayudé a las mujeres a avivar la fogata y a transportar los cuencos de leche, suministrada en el momento por dos cabras que Felipe, al parecer, había conseguido el miércoles y que habían amarrado en el interior de la cueva.
Mientras preparábamos el desayuno, y casi a la misma hora que el día anterior, irrumpió en el campamento el joven Juan Marcos. Llegó con una cesta algo mayor que la de la víspera y, también sin pronunciar palabra alguna, se la entregó a las mujeres, sentándose después junto al fuego. Y allí permaneció, con la barbilla pegada a las rodillas, como hipnotizado por el frágil baile de las llamas.
Algunos de los discípulos empezaron a dar señales de vida, desperezándose sin el menor pudor. Dos de ellos, al descubrir al niño, se aproximaron e intentaron que Marcos les contase qué habían hecho durante aquel largo paseo del miércoles. Pero el muchachito, con los ojos bajos y fruncido el entrecejo, no despegaba los labios. A lo sumo, y cuando las presiones de los hombres de Jesús se elevaban de tono, Juan negaba con la cabeza, con una visible y creciente irritación. Algunas de las mujeres protestaron por este interrogatorio y pidieron a los discípulos que dejaran en paz al chico. Otros miembros del grupo se habían unido a los curiosos inquisidores, rogando y suplicándole que les dijese, al menos, dónde habían estado y si podían haber sido espiados por la policía del Sanedrín. Al final -supongo que aburrido ya por tanta pregunta-, Marcos abrió la boca y dio por zanjado el asunto con una explicación que conocían muy bien los seguidores del Maestro:
-El rabí me pidió que no dijese nada a nadie...
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Caballo de Troya había dotado nuestro módulo, entre otros aparatos de tipo meteorológico, con un «raw¡n» (tipo láser de baja energía) -con retomo «interno»-, y de tan alta sensibilidad que puede medir la fuerza y dirección del viento con escasos metros por segundo de error.
(N. del m.)
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Y allí, como digo, terminó el interrogatorio. En diversas ocasiones, Jesús había hecho partícipes a sus hombres de diferentes confidencias, rogándoles que no dijesen nada. Y todos, en líneas generales, habían sabido respetarle.
Los discípulos no quedaron muy conformes, en especial Simón, el Zelotes, que había cubierto el último turno de vigilancia en la puerta del huerto y que temía más que ninguno por la seguridad del Maestro y del resto del grupo. En cuanto a mí, aquel obstinado hermetismo de Juan Marcos sólo sirvió para despertar aún más mi curiosidad. Tenía que averiguar algo de lo sucedido aquel miércoles y que, en los textos de los evangelistas, aparece igualmente en
«blanco» respecto a las actividades del Nazareno. Pero, ¿cómo podía hacer hablar al fiel acompañante de Jesús? Esa misma tarde del jueves se presentaría la gran oportunidad...
Jesús no tardó en aparecer. Su rostro presentaba unas ligeras ojeras, resultado probablemente de las escasas horas de sueño. Al verle me sentí responsable. Si yo no le hubiera envuelto con mi conversación, seguramente habría descansado algo más. Y al pensar en lo que le aguardaba, me eché a temblar. Aquélla, en realidad, había sido su última noche en paz.
Pero mis preocupaciones se desvanecieron al instante. El Galileo estaba de un humor envidiable. Saludó a todos y, siguiendo su costumbre, se dirigió hacia el ancho lebrillo de barro, con el fin de asearse. Pero, a mitad de camino, Juan Marcos -que acababa de verle- salió corriendo, abrazándose a su cintura. El Maestro, sorprendido por aquel cálido recibimiento, tomó el rostro del niño entre sus grandes manos e inclinándose levemente hacia él le preguntó en un tono de complicidad:
-¿Te has acordado de las pasas de Corinto?
El pequeño sonrió y asintió con la cabeza. Y Jesús, frotándose las manos en señal de satisfacción, comenzó a desnudarse.
«¿Pasas de Corinto?», pensé. «¿A qué puede referirse?» Y de pronto recordé una de las explicaciones de Lázaro. Al Maestro le encantaban las uvas sin grano, como las que brotaban en la parra que había plantado el padre del resucitado en el patio central de su casa.
Y me dispuse a llevar a cabo otra de las misiones encomendadas por la Operación Caballo de Troya. «Aquél -me dije a mí mismo tratando de tranquilizarme- parecía un buen momento...»
El gigante terminó sus abluciones y, cuando recibía de manos de una de las mujeres el lienzo con el que debía secarse, me aproximé hasta él, rogándole que me permitiera ayudarle. El Nazareno se resistió pero, ante mi insistencia, puso parte del paño en mis manos, mientras él -
divertido con lo que parecía un juego y una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del lienzo.
Aquella maniobra tenía en verdad una doble finalidad: de un lado, proceder a una exploración manual y directa del cuerpo de Jesús -hecho éste que no hubiera resultado lógico ni fácil de no haber aprovechado una de aquellas ocasiones- y, en segundo lugar, intentar una medición de sus principales partes anatómicas. Este segundo objetivo, sobre todo, era de vital importancia para un mejor análisis de su organismo durante las horas de la crucifixión.
A través de aquella suave tela, mis manos fueron palpando su cuello, hombros y espalda.
Aquel Galileo -tal y como se desprendía de una simple observación visual- era un ejemplar fornido. Los músculos de la parte posterior y superior del tronco En especial los trapecios-estaban muy desarrollados. Esta sensación de fortaleza -fruto, sin duda, de un duro y continuado trabajo manual durante muchos años- se extendía igualmente a los músculos deltoides, en la zona de los hombros. Aquellos y los también sólidos paquetes musculares que se distribuían a cada lado de la columna (los grandes dorsales e infraespinosos) me inclinaron a pensar que Jesús gozaba de una perfecta sincronización en la elevación y descenso de su caja torácica.
Los brazos, de acuerdo con la configuración y estimable volumen de los músculos de los hombros y parte superior y posterior del tronco, eran igualmente macizos. En mi opinión, sus bíceps braquiales eran especialmente gruesos y potentes. También los grandes pectorales (lo que conocemos familiarmente como el pecho) se hallaban fuertemente consolidados, como si el Galileo hubiera practicado la natación. Su capacidad respiratoria tenía que ser excelente.
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Tanto la cintura como la parte inferior de la espalda aparecían sin un gramo de grasa
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. Y lo mismo aprecié en la cara frontal del abdomen: la pared muscular del gran recto era lisa, sin indicio alguno de tejido adiposo.
En cuanto a sus muslos y piernas, tanto los sartorios como los músculos aductores, bíceps crural, semitendinosos y gemelos surgieron al tacto firmes y duros como piedras. Aquellas extremidades inferiores, en mi opinión, hubieran sido la envidia de un corredor de la maratón...
Esta armónica y musculosa constitución -unida a la gran estatura del Maestro- le convertían, sin ningún género de dudas, en un ejemplar especialmente atractivo. Era como si la Naturaleza se hubiera esmerado muy especialmente a la hora de configurar a aquel hombre. A su evidente perfección natural había que añadir también aquellos tres últimos años de incansable actividad, recorriendo todos los caminos de Israel, que le habían proporcionado una envidiable forma física.
Una vez concluida mi exploración -y ante el desconcierto de cuantos me observaban- extraje el pequeño cordel del fondo de mi bolsa de hule y, antes de que Jesús se enfundara en su túnica, le supliqué que aguardase unos instantes. El Maestro, sin perder su sonrisa, me dejó hacer con una docilidad que sólo sirvió para aturdirme más. De mutuo acuerdo con mi compañero en el módulo, se había previsto que -una vez terminada cada medición-, yo presionaría mi oído derecho, transmitiéndole la cifra correspondiente.
De esta forma, Eliseo podría registrar las medidas, sometiéndolas posteriormente a un estudio más complejo.
Como ya señalé, aquella cuerda -totalmente blanca- había sido dividida en centímetros. Pero, en lugar de numerarlos, cada separación era en realidad una marca de color negro (una circunferencia, para ser más exactos, que rodeaba totalmente el perímetro del cordel). Para poder efectuar los cálculos con exactitud, y con el fin de soslayar cualquier tipo de sospecha, Caballo de Troya había ingeniado un sistema de «numeración», basado en colores y letras.
(Cada 10 centímetros, la separación correspondiente, en lugar de ser de color negro, había sido pintada de acuerdo con los seis colores básicos del espectro. A partir del centímetro número 70