»Como hombres mortales sois en verdad ciudadanos de los reinos terrenales y debéis ser buenos ciudadanos y mucho más cuando habéis vuelto a nacer en el espíritu. Tenéis, por tanto, una triple obligación: servir a Dios, servir al hombre y servir a la hermandad de creyentes en Dios.
»No adoréis a los jefes temporales ni empleéis la fuerza para el fomento del reino espiritual.
Pero manifestaros en un honrado ministerio de servicio amoroso, tanto a los creyentes como a los no creyentes. Es en el evangelio del reino donde reside el poderoso Espíritu de la Verdad. Yo verteré sobre vosotros ese Espíritu de Verdad y sus frutos serán poderosas palancas sociales que elevarán a las razas de las tinieblas. En verdad os digo que este Espíritu llegará a ser vuestro fulcro, con un poder multiplicador.
»Desplegad sabiduría y mostrad sagacidad en vuestros tratos con los dirigentes civiles no creyentes. Por medio de la discreción, mostraros expertos a la hora de allanar desacuerdos poco importantes y arreglar fútiles faltas de entendimiento. Buscad, por todos los procedimientos leales, el vivir apaciblemente con todos los hombres. Sed siempre sabios como las serpientes y tan inofensivos como las palomas...
»Seréis mejores ciudadanos si sabéis iluminar vuestro espíritu con la verdad del evangelio. Y
los dirigentes en los asuntos civiles mejorarán corno resultado de esta creencia en el reino celestial.
»Mientras los jefes de los gobiernos terrenales busquen ejercitar la autoridad, como dictadores religiosos, vosotros -los que creéis en este evangelio- sólo podéis esperar problemas, persecuciones e, incluso, la muerte...
Jesús hizo una pausa, dejando que aquellas últimas palabras flotasen como un negro presagio.
Pero yo os digo -prosiguió el Maestro en un tono firme y esperanzador- que esa misma luz que llevéis al mundo, y hasta la forma en que padezcáis por ella, iluminará finalmente por sí misma a toda la humanidad y dará, como resultado, la separación gradual de la política y la religión.
El Galileo volvió a fijar sus ojos en mi. Y continuó:
La persistente predicación de este evangelio del reino llevará algún día a las naciones a una nueva e increíble liberación, a una libertad intelectual y a la libertad religiosa.
»Yo os anuncio ahora que, bajo las próximas persecuciones de los que odian este evangelio de la alegría y de la libertad, vosotros floreceréis y el reino de mi Padre prosperará. Pero no os 180
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engañéis. Correréis grave peligro cuando, en los tiempos posteriores, la mayoría de los hombres hablen bien de los creyentes en el reino y muchos, incluso, ocupando altos cargos, acepten el evangelio. Aprended a ser leales al reino, incluso en tiempos de paz y prosperidad.
No tentéis a los ángeles que os vigilan. No les tentéis a llevaros por caminos sembrados de dificultades, como amante disciplina, cuando os dejéis arrastrar por la molicie y la vanagloria.
Recordad que estáis encargados de predicar este evangelio cl supremo deseo de hacer la voluntad del Padre, junto con la alegría suprema de la realización de la fe de ser hijos de Dios-y no debéis dejar que nada desvíe vuestra atención. Haced que toda la humanidad se beneficie del desbordamiento de vuestro amante ministerio espiritual, iluminando la comunión intelectual e inspirando el servicio social. Pero ninguna de estas humanitarias labores deben ocupar el verdadero objetivo de vuestros corazones: proclamar el evangelio.
»No debéis buscar la promulgación de la Verdad, ni establecer la honradez, por medio del poder de los gobiernos civiles ni tampoco por la promulgación de leyes seculares.
»Podéis trabajar para persuadir a las mentes humanas, pero nunca -nunca- debéis atreveros a imponeros. No olvidéis la gran ley de la justicia humana que os he enseñado: lo que deseéis que otros os hagan, hacédselo vosotros a ellos...
«Cuando un creyente sea llamado a servir al gobierno terrenal, dejad que rinda ese servicio como ciudadano temporal de dicho gobierno, aunque tenga que mostrar todos los rasgos y señales ordinarios en la ciudadanía. Éstos han sido realzados por la ilustración espiritual de la ennoblecedora asociación de la mente del hombre mortal con el espíritu divino que habita en él.
Si el no creyente llega a cualificarse como un sirviente civil superior, debéis preguntaros seriamente si las raíces de la Verdad de vuestro corazón no han muerto por falta de las aguas vivientes de la comunión espiritual con el servicio social. La conciencia de ser hijos de Dios debe acelerar toda la vida de servicio a vuestros semejantes.
«No debéis ser místicos pasivos o desvaídos ascetas. No debéis volveros soñadores o veletas, cayendo en el cómodo letargo de creer que una ficticia Providencia os va a proveer, incluso, de lo necesario para vivir.
»En verdad, debéis ser suaves en vuestros tratos con los mortales que se equivocan. Y
pacientes en vuestras conversaciones con los hombres ignorantes. Y contenidos ante la provocación... Pero también debéis ser valientes a la hora de defender la honradez y fuertes en la promulgación de la verdad y hasta audaces para predicar este evangelio del reino. Y deberéis llegar hasta los confines del mundo...
»Este evangelio es una Verdad viviente. Os he dicho que es como la levadura en el pan y como el grano de mostaza. Y ahora os declaro que es como la semilla del ser viviente que, de generación en generación, mientras siga siendo la misma semilla viviente, se despliega indefectiblemente en nuevas manifestaciones y crece de forma aceptable, adaptándose a las necesidades peculiares y condiciones de cada generación. La revelación que os he hecho es una revelación viva...
El Galileo recalcó estas dos últimas palabras con una fuerza indescriptible.
-… Una revelación viva -dijo-, y es mi deseo que lleve frutos apropiados a cada individuo y a cada generación, de acuerdo con las leyes del crecimiento espiritual. Es mi deseo que se incremente y que tenga un desarrollo. De generación en generación, este evangelio debe mostrar vitalidad creciente y mayor hondura de poder espiritual. No se debe permitir que llegue a ser un simple recuerdo sagrado, una mera tradición sobre mí o sobre los tiempos en los que ahora vivimos...
Aquella mirada profunda y afilada como un puñal se paseó por todos y cada uno de los oyentes. Y al llegar a mi, Jesús volvió a repetirlas:
-… No se debe permitir que llegue a ser un simple recuerdo sagrado, una mera tradición sobre mi o sobre los tiempos en los que ahora vivimos.
Después, descendiendo a un tono más calmado, prosiguió:
-Y no olvidéis que no hemos dirigido un ataque personal a los individuos ni a la autoridad de los que se sientan en la silla de Moisés. Tan sólo les hemos ofrecido la nueva luz, que ellos han rechazado con tanto vigor. Hemos arremetido contra ellos sólo por su deslealtad espiritual para con las mismas verdades que confiesan enseñar y salvaguardar. Hemos chocado con estos establecidos dirigentes y reconocidos jefes sólo cuando se han opuesto directamente a la predicación del evangelio. E incluso ahora no somos nosotros los que arremetemos contra ellos, sino ellos los que buscan nuestra destrucción. No estáis para atacar las antiguas formas. Debéis 181
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poner diestramente la levadura de la nueva Verdad en medio. de las viejas creencias. Y dejad que el Espíritu haga su propio trabajo. Dejad que venga la controversia, sólo cuando aquellos que os desprecian os fuercen a ella. Pero, cuando los no creyentes os ataquen intencionadamente, no dudéis en manteneros en una vigorosa defensa de la Verdad que os ha salvado y santificado.
»Recordad siempre amaros el uno al otro. No luchéis con los hombres, ni siquiera con los no creyentes. Mostrad misericordia, incluso, con los que, despreciativamente, abusen de vosotros.
Mostraros ciudadanos leales, honrados artesanos, vecinos merecedores de alabanza, parientes devotos, padres comprensivos y sinceros creyentes en la hermandad del reino del Espíritu. Y yo os aseguro que mi espíritu estará sobre vosotros ahora y siempre, hasta el final del mundo...
Entre las horas sexta y nona (en nuestro sistema horario actual podrían ser las 13 horas), Jesús dio por finalizada su alocución. Y fueron los griegos que asistían a la reunión los que más preguntas formularon. Desde mi punto de vista, aquellos gentiles habían asimilado mejor que los propios apóstoles las intenciones y enseñanzas del Maestro. Los once casi no abrieron la boca. Y si debo juzgar por sus comentarios mientras descendíamos hacia el campamento, no terminaban de entender qué relación podía existir entre sus martirios, persecuciones y muerte -
anunciadas por el rabí- y la inevitable propagación del evangelio por todo el mundo.
Persuadidos como estaban, con la excepción del joven Juan, de que aquel «reino» del que hablaba Jesús tenía mucho que ver con un sistema político que liberase a Israel de la dominación extranjera, tampoco acertaban a comprender que la difusión de la «Verdad»
pudiera llevarse a efecto «sin la promulgación de leyes seculares», como había pedido el Maestro.
Sus mentes, una vez más, habían naufragado en un sinfín de especulaciones y dudas. Para la mayoría, las últimas frases del rabí, sobre la destrucción que buscaban los dirigentes judíos, fueron interpretadas como una gran tragedia que estaba a punto de asolar el mundo. Y aunque conocían la orden concretísima del Sanedrín de dar caza a Jesús, su fe en los poderes del Galileo era tal que se resistían a admitir que los sacerdotes pudieran tocarle siquiera. «En otras oportunidades -se decían unos a otros en un simple afán de tranquilizarse-, el Maestro les ha burlado. ¿Por qué no iba a hacerlo ahora...? Es casi seguro que esa "destrucción" a la que se refiere Jesús tiene que ver con un cataclismo o con el fin del mundo...»
Estas impresiones de los discípulos se vieron alimentadas por la actitud personal de Jesús en aquella mañana. Salvo en el breve parlamento con José de Arimatea, el Nazareno había demostrado un humor excelente... «Si el Maestro temiera por su seguridad -argumentaban en buena lógica- no adoptaría una postura tan alegre e inconsciente...»
(Deseo insistir en este momento de mi relato en una circunstancia a la que ya he hecho alusión pero que, dada su importancia, estimo que debe ser considerada nuevamente. Aquel discurso de Jesús de Nazaret había tenido una duración aproximada de algo más de dos horas.
Yo he referido únicamente los pasajes que he considerado más interesantes. Pues bien, tal y como se refleja en el Nuevo Testamento, ninguno de los evangelistas llegó a recogerlo con un mínimo de rigor y amplitud. A lo sumo, en los textos evangélicos aparecen algunas frases o sentencias, perdidas aquí y allá y desvinculadas de lo que era en realidad todo un contexto uniforme y perfectamente estructurado. Para mí, estas graves deficiencias -repetidas, como digo, en otros capítulos- no son la consecuencia de una acción negligente por parte de los escritores sagrados. La única razón por la que los Evangelios Canónicos no se hacen eco de estas enseñanzas está en una realidad mucho más sencilla pero, no por ello, menos lamentable: desde mi personal punto de vista, cuando los evangelistas trataron de poner por escrito la vida, obras y parlamentos de Jesús había pasado el tiempo suficiente como para que la inmensa mayoría de sus enseñanzas no pudieran ser recordadas textualmente. De no ser por mi sistema de filmación-grabación, yo tampoco hubiera sido capaz de memorizar todo lo que llevaba oído. Y debo insistir en algo que no puedo terminar de comprender: ¿por qué ninguno de aquellos discípulos se preocupó de ir tomando notas de cuanto veía y escuchaba? De esta forma tan elemental, hoy hubiéramos dispuesto de una visión mucho más amplia y acertada de lo que dijo e hizo el Maestro de Galilea.)
Para mi, a nivel personal, algunas de las afirmaciones de Jesús en aquella inolvidable mañana en la cima del Olivete han revestido una gran importancia. Por ejemplo, jamás he 182
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podido olvidar sus alusiones a la esperanza: «...La persistente predicación de este evangelio -
había prometido- llevará algún día a las naciones a una nueva e increíble liberación...»
¡Cuánto he ansiado ver cumplida tal afirmación! Sin embargo, hoy por hoy, esa maravillosa realidad parece aún lejana... «Si Jesús fue capaz de pronosticar -¡40 años antes!- la total destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito, ¿por qué iba a equivocarse en aquella otra profecía?»
También me desconcertó su recomendación sobre la forma en que debía ser promulgada la Verdad. «No debéis buscar -aseguró- la propagación de esta Verdad por medio de leyes seculares.» Y una punzante duda quedó en mi corazón: ¿hubiera aprobado el Hijo del Hombre la intrincada maraña de leyes, normas y códigos que han regido y siguen rigiendo los destinos de las iglesias y que, en el fondo, no son otra cosa que una asfixiante burocracia secular, agazapada bajo pretextos espirituales y sagrados más o menos claros?
Pero mi misión no era enjuiciar, sino observar y dar testimonio. Ruego a quien pueda leer este diario me disculpe...
Cuando entramos en el campamento, David Zebedeo tenía lista la comida. Le noté nervioso y malhumorado. En un primer momento, lo atribuí a nuestro retraso. Normalmente, aquel almuerzo -a mitad de jornada- solía celebrarse alrededor de las doce. «El disgusto del Zebedeo
-pensé- está más que justificado...» Pero, una vez más, me equivocaba La desazón del jefe de los emisarios no se debía a la demora del grupo...
Nos fuimos acomodando en torno al fuego y las mujeres comenzaron a servir: guiso a base de lentejas, aromatizado con sendos «pellizcos» de comino negro y cilantro
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, espigas frescas pasadas ligeramente por la lumbre o grano tostado (proporcionado por Juan Marcos) y una pequeña ración de requesón, elaborado por las mujeres con la leche de cabra. Y como complemento, amén del vino, unas tortas de harina, amasadas esa misma mañana a base de agua y sal. El procedimiento utilizado por las mujeres del campamento en la cocción de aquellas tortas de unos 12 centímetros de diámetro era muy singular. Al menos para mí.
Empleaban un «horno» -si es que se le puede llamar así- consistente en un gran jarro, perfectamente recubierto de barro en su exterior. Se aseguraba en el suelo y en su interior se encendía un fuego. Una vez que la candela había calentado suficientemente las paredes del jarro, las mujeres procedían a apagar las llamas, pegando entonces las tortas a la superficie interior del «horno». En general, se comían calientes. Pero, cuando Jesús y los restantes discípulos llegaron al huerto, las tortas hacía tiempo que se habían enfriado. Algunos de los comensales subsanaron, sin embargo, aquel contratiempo rociándolas con miel.