Caballo de Troya 1 (49 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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-¿Estás seguro? -balbuceó Poncio.

Pero antes de que tuviera oportunidad de responderle, miró al centurión, interrogándole a su vez:

-¿Qué sabes tú?

El oficial negó con la cabeza, sin despegar siquiera los labios.

-Una conjura contra Tiberio...

Pilato hablaba en realidad consigo mismo. Se llevó los dedos a la cara, acariciándose el mentón en actitud reflexiva y, al fin, levantando los ojos hacia el techo, me preguntó como si acabara de pillarme en un error:

-A ver silo he comprendido... La astrología dice que los dioses están de parte de Sejano...

Pero tú acabas de anunciar también que prepara una conjura contra el César... Si eso fuera así, y puesto que dices que Tiberio está informado, ¿cómo es posible que el jefe de los pretorianos siga gozando de la confianza del Emperador? ¡Responde!

Pilato había vuelto a mirarme de frente. Y con una fiereza que hizo temblar a José de Arimatea.

Pero yo sostuve su mirada. Tal y como habíamos previsto, el procurador romano había mordido el anzuelo.

Con toda la calma de que fui capaz entré directamente en busca de lo que realmente me había llevado hasta allí.

-Existe un plan...

Poncio se apaciguó. Ahora estoy seguro que mi imperturbable serenidad le desarmó.

-¡Habla...!

-Pero antes -repuse-, quisiera solicitar de ti un pequeño favor...

-¡Concedido!, pero habla. ¡Habla...!

-Sabes que, además de mis estudios como astrólogo, me dedico al comercio de maderas.

Pues bien, un rico ciudadano romano de Tesalónica ha sabido del maravilloso sistema de calefacción subterránea que Augusto mandó construir bajo el suelo de su
triclinium
(comedor imperial). Toda Roma está enterada de tu exquisito gusto y de que has mandado colocar bajo tu
triclinium
otro sistema parecido. He recibido el encargo expreso y encarecido de este amigo mío de Grecia de consultarte -si lo estimas prudente- algunos detalles técnicos sobre su
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El procurador estaba al tanto de las argucias empleadas por los colaboradores del temido Sejano para acusar a Tito Sabino, hombre leal a Agripina y ejecutado, como ya dije, en el año 28. Cuatro pretores que aspiraban al consulado planearon, con el fin de congraciarse ante Sejano, cómo capturar in fraganti a Sabino. Se trataba de Latino Laciano, Forcio Cato, Petelio Rufo y Opsio. El primero de ellos se fingió amigo y confidente del infeliz Sabino y excitó con sus críticas a Sejano y a Tiberio la profunda aversión que sentía el amigo de Germánico (marido de Agripina) hacia el César y hacia su ministro. Y el día convenido. Laciano llevó a la víctima a su casa, provocando su locuacidad contra el César y su favorito. Sabino ignoraba que los otros tres cómplices le estaban escuchando desde el desván, a través de unos agujeros practicados en el suelo. Poco después, las violentas manifestaciones de Sabino estaban en poder de Tiberio y Sejano, que ordenaron su ejecución. (N. del m.)

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Reconozco que aquella exclamación, y la actitud en general del procurador respecto a Sejano, nos confundió.

Tanto Eliseo como yo sabíamos que Poncio Pilato había sido designado posiblemente por el general y favorito de Tiberio, con la intención premeditada de provocar al pueblo judío. Sejano había sido uno de los hombres que más se había distinguido por su odio contra los hebreos que habitaban en Roma. Poco tiempo antes de la muerte de Cristo, el emperador ordenó la expulsión de 4000 judíos, que fueron conducidos a la isla de Cerdeña, con la misión de eliminar las bandas de bandidos que tenían allí sus cuarteles generales. Este destierro masivo estuvo propiciado en buena medida por consejo de Sejano y a raíz de una malversación de fondos por parte de cuatro hebreos que habían sido encargados por Fulvia, esposa del senador Saturnino y recién convertida al judaísmo, del traslado de valiosos regalos al templo de Jerusalén. Pero estos judíos se quedaron con los regalos y el comandante de la guardia pretoriana, Sejano, aprovechó este suceso informando a Tiberio. Este se enfureció y, como digo, ordenó que todos los judíos y prosélitos fueran expulsados de Roma. Esta fue, precisamente, la primera persecución de los judíos en Occidente. (N. del m.) 158

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instalación. Soy portador de una carta, en la que te ruega me permitas hacer algunas consultas al respecto...

Y acto seguido rescaté de mi bolsa de hule el pequeño rollo de pergamino, meticulosamente lacrado y confeccionado por los hombres de Caballo de Troya
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. Se lo extendí a Pilato que, a decir verdad, no salía de su asombro.

Después de leer el mensaje de mi inexistente amigo lo dejó caer sobre la mesa, visiblemente satisfecho por tanta adulación.

-No sabía que en Roma conocieran...

Asentí con una sonrisa.

-Bien, concedido. Mañana mismo podrás hacer todas las preguntas que creas conveniente...

-Mañana, estimado procurador -le interrumpí- no podré acudir a la fortaleza Antonia. Pero sí el viernes.

-No se hable más: el viernes.

-No deseo abusar de tu consideración -forcé-, pero, tú sabes lo difícil que resulta el acceso a tu residencia. ¿Podrías proporcionarme una orden o un salvoconducto, que facilitara mi trabajo?

Poncio empezaba a perder la paciencia. Y con un gesto de desgana indicó al centurión que le acercase uno de los rollos que se alineaban en un amplia estantería, empotrada a espaldas del oficial y que, a simple vista, debía reunir un centenar largo de rollos. El procurador enderezó el papiro y, tomando una pluma de ganso, garrapateó una serie de frases con una letra casi cuadrada y en latín.

-Aquí tienes -comentó un tanto molesto, mientras me hacía entrega de la orden-. El viernes, cuando presentes esta autorización, deberás preguntar por Civilis... Y ahora, por todos los dioses!, habla de una vez.

«¡Bravo!» La exclamación de mi compañero Eliseo desde el módulo me hizo recobrar el ánimo.

-Cuanto voy a relatarte -repuse bajando un poco el tono de la voz- es sumamente secreto.

Sólo el Emperador y algunos de sus íntimos en Capri, entre los que se encuentra mi maestro, Trasilo, lo saben. Espero que tu proverbial prudencia sepa guardar y administrar cuanto voy a revelarte.

»Tiberio, como te dije, no es ajeno a esa conjura. Él sabe, como tú, de las intrigas de Sejano y de su responsabilidad en las muertes y destierro de Agripina y de sus hijos. Pero ha dado órdenes secretas para que Antonia
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y su nieto Calígula viajen hasta Capri y se pongan bajo su protección...

Poncio Pilato permaneció boquiabierto, como si estuviera viendo a un fantasma. Al fin, casi tartamudeando, acertó a expresar:

-¡Calígula...! Claro, el bisnieto de Tiberio... ¡El «Botita»!...
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Caballo de Troya había fabricado aquel pergamino, siguiendo las antiguas técnicas de los especialistas de Pérgamo, en el noroeste de Asia Menor. Se utilizó una porción de piel de cordero. Después de eliminar el pelo fue raspada y macerada en agua de cal para eliminar la grasa. Después del secado y sin ulterior curtido se frotó con polvo de yeso, puliéndola a base de piedra pómez. La escritura, en latín, fue realizada siguiendo la técnica llamada capitalis rustica, a base de letras esbeltas y elegantes. (N. del m.)

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Para poder comprender mejor estas luchas intestinas, que azotaron, sobre todo, aquellos últimos años del imperio de Tiberio, quiero recordar a los principales componentes de la llamada familia de los Claudios: Primera generación: Tiberio Claudio Nerón, casado con Livia, de la que tuvo a Tiberio (emperador) y a Druso I, sospechoso de ser hijo de Livia y el emperador Augusto.

Segunda generación: hijos de Tiberio Claudio Nerón y Livia (hijastros de Augusto): Tiberio (emperador), que se casó con Vipsania y de la que tuvo a Druso II. Después se casaría con Julia I que le dio un hijo muerto. Druso I: se casó con Antonia II, de la que tuvo a Germánico, Claudio (que fue emperador) y a Livila.

Tercera generación (hijos de Tiberio y Vipsania): Druso II: se casó con Livila, de la que tuvo a Julia III, Germánico Gemelo y Tiberio Gemelo.

Tercera generación (II) (hijos de Druso I y Antonia II y, por tanto, sobrinos de Tiberio y sobrinos-nietos de Augusto): Germánico, Claudio (emperador) y Livila.

Cuarta generación (hijos de Druso II y Livila y, por tanto, nietos de Tiberio y sobrinos-bisnietos de Augusto): Julia III, Germánico Gemelo y Tiberio Gemelo.

Cuarta generación (II) (hijos de Germánico y Agripina I y, por tanto, sobrinos-nietos de Tiberio y bisnietos de Augusto): Nerón I, Druso III, Caio (más conocido por Calígula), Agripina II, Drusila y Julia Livila.

(Antonia II, en consecuencia, era madre de Germánico y abuela de Calígula.) (N. del m.)
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Así llamaban familiarmente a Calígula los soldados con los que se crió en la Germania, por el calzado que usaba, de tipo militar. (N. del ni.)

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Entonces, silos planes del César se cumplen -comentó dirigiéndose a su jefe de centuriones-, ya podemos imaginar quién será su sucesor...

Después, como si todo aquello resultase sumamente confuso para su mente, volvió a interrogarme:

-Pero, ¿qué dicen los astros sobre la vida de Tiberio? ¿Durará mucho?

Mi respuesta -tal y como yo pretendía- desarboló el incipiente entusiasmo del procurador, que parecía soñar con la desaparición del rígido y cruel Tiberio.

-Lo suficiente como para que aún corra mucha sangre...

(Yo sabía, obviamente, que la muerte del César no se produciría hasta el año 37.) La súbita irrupción de uno de los sirvientes del procurador en el salón oval -anunciándole que el almuerzo se hallaba a punto- vino a interrumpir aquella conversación. Yo, sinceramente, respiré aliviado.

Pero Pilato, entusiasmado y agradecido por mis revelaciones, nos rogó que le acompañásemos. José y yo nos miramos y el de Arimatea -que no había abierto la boca en toda la entrevista- accedió con gusto.

(Yo no podía sospechar que, esa misma tarde, tendría la ocasión de presenciar un hecho que resultaría sumamente ilustrativo para comprender mejor el oscuro suceso de la huida de los guardianes de la tumba donde iba a ser sepultado Jesús de Nazaret.) Algo más relajados, los cuatro nos dirigimos hacia el extremo opuesto donde habíamos mantenido la entrevista. El procurador, adelantándose ligeramente, nos fue conduciendo hacia un recogido
triclinium,
separado del «despacho» oficial por unas cortinas de muselina semitransparente.

La rapidez con que habíamos sido introducidos en aquel salón oval y la circunstancia de haber permanecido todo el tiempo en el sector norte, de espaldas al resto, me habían impedido observarlo con detenimiento. Mi misión en la mañana del próximo viernes me obligaba a conocer lo más exactamente posible la distribución del mismo. Así que aproveché aquellos instantes para -simulando un interés especial por un busto alojado en un amplio nicho practicado en el centro de la pared que albergaba también la biblioteca de Pilato- «fotografiar»

mentalmente cuantos detalles pude.

Poncio se detuvo al ver que me quedaba rezagado. Me incliné ligeramente sobre aquel pequeño busto de bronce, reconociendo con sorpresa que se trataba de una efigie idéntica (quizá fuera la misma) a la que yo había contemplado durante mi entrenamiento en el Gabinete de Medallas de la Biblioteca de París. En este busto del emperador Tiberio se apreciaba en su boca el característico rictus de amargura del César.

-¡Hermoso! exclamé.

Y el romano, con una irónica sonrisa, preguntó:

-¿Quién? ¿El César o el busto?

-La escultura, por supuesto. En mi opinión -añadí señalando el gesto de la boca- es uno de los pocos que le hacen cierta justicia...

-Me gusta tu sinceridad, Jasón -repuso el procurador, acercándose hasta mí y golpeando mi espalda con una palmadita.

-¿Sabes? Me gustaría adivinar qué dirá la Historia de este tirano...

-Eso -le respondí-, precisamente eso: «Aquí yace un déspota cruel y un tirano sanguinario...»

Poncio Pilato no podía sospechar siquiera que yo le estaba anunciando el epitafio que sus biógrafos escribirían sobre su tumba en el año 37. Aunque también es cierto -y en esto comparto la opinión del gran historiador Wiedermeister- que si Tiberio hubiera nacido en el año 6 antes de Cristo, la Historia le hubiera dedicado una frase muy distinta: «Aquí yace un gran estratega.»

-Yo, en cambio, haría cincelar su frase favorita: «¡Después de mi, que el fuego haga desaparecer la tierra!»

Pilato llevaba razón. Tal y como recogen Séneca y Dión, ésa era la frase más repetida por Tiberio.

A derecha e izquierda del busto del César, clavadas en sendos pies de madera, habían sido situadas la enseña de la legión y el signo zodiacal de Tiberio, respectivamente. La primera: un 160

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águila metálica (probablemente en bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos entre las garras. El segundo, un escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado.

Estas sagradas insignias romanas aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos metros de longitud y provistas de conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas en tierra o, como en este caso, en una base cuadrangular de madera rojiza.

Siguiendo esa misma pared, el salón presentaba una puerta mucho más sobria y reducida que la del acceso por el vestíbulo. Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí -

supuse- podría llegarse hasta las habitaciones privadas del procurador.

El resto del salón se hallaba prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido comedor que cerraba aquella estancia elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18

metros de diámetro superior, por otros 9 de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de unos 13 metros, y totalmente abovedado, me pareció una muestra más del alarde y concienzudo trabajo llevado a cabo por Herodes en aquella fortaleza.

Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando, al separar las cortinas que dividían el
triclinium
del

«despacho», una cascada de luz nos inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al existente en el otro extremo del salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz rectangular de más de tres metros de lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su cenit, entraba a raudales, proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio calor que agradecí profundamente. En el centro se hallaba dispuesta una mesa circular -de apenas 40 centímetros de alzada-cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un centro de fragantes flores de azahar, casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y esparcidos por el suelo, se amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos de plumas, que servían habitualmente de asiento o reclinatorio.

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