Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por una creciente agitación entre los discípulos que deambulaban por el huerto. Andrés se precipitó sobre nosotros, soltándonos a bocajarro:
-Ha corrido la noticia de que Lázaro ha huido de Betania.
David sonrió irónicamente. Y cuando Andrés se hubo alejado, comentó con pesadumbre:
-No os alarméis. Ha sido uno de mis mensajeros quien ha llevado a Lázaro la noticia de que el Sanedrín se disponía a prenderle hoy mismo. Tiene órdenes de dirigirse a Filadelfia y refugiarse en la casa de Abner.
No consideré oportuno preguntar quién era el tal Abner, aunque imaginé que se trataba de uno de los seguidores de Jesús en la Perea, al otro lado del Jordán.
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José quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al conocer lo sucedido empezó a valorar -en toda su dimensión- la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes de arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús.
Muy cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como habían marchado. Jesús soltó el lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y, mostrándose de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y como tenía por costumbre.
Pero la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado asustados y confusos como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su presencia y aquella jornada, sin él, les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús notó en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntarle. Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada huida de Lázaro...
A pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y, durante un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo, Jesús fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David, bajando los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» -que no cesaban de entrar y salir del campamento- había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole que había dado órdenes para que María y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En aquel instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él.
Aquel sentimiento terminaría por transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento en las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su cuerpo de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el
«corazón» y el «cerebro» del maltrecho grupo...
En vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como deseaba el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo:
-No debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el Templo y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad superficialmente. Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su corazón, echando raíces de vida. Los que sólo conocen el evangelio con la mente y no lo experimentan en su corazón no pueden ser de confianza cuando llegan los malos momentos y los verdaderos problemas.
"Cuando los dirigentes de los judíos lleguen a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y cuando tomen una única consigna, entonces veréis a esas multitudes como escapan consternadas o se apartan a un lado en silencio.
»Entonces, cuando la adversidad y la persecución desciendan sobre vosotros, llegaréis a ver cómo otros (que pensábais que aman la verdad) os abandonan y renuncian al evangelio. Habéis descansado hoy como preparación para estos tiempos que se avecinan. Vigilad, por tanto, y rogad para que, por la mañana, podáis estar fortalecidos para lo que se avecina.
Al oír aquellas últimas palabras, Judas -que había regresado al campamento poco antes que nosotros- levantó la vista, mirando fijamente a Jesús. Pero, a excepción de David Zebedeo y de nosotros tres, ninguno de los discípulos asoció aquella advertencia con la inminente deserción del Iscariote.
Y hacia la medianoche, el Galileo invitó a sus amigos para que se retiraran a descansar.
-Id a dormir, hermanos míos -les dijo con una especial dulzura- y conservad la paz hasta que nos levantemos mañana... Un día más para hacer la voluntad del Padre y experimentar la alegría de saber que somos sus hijos.
6 DE ABRIL, JUEVES
Avanzada ya la medianoche, uno a uno, los discípulos fueron levantándose y abandonando el fuego. Mientras buscaban refugio en las tiendas o se arropaban con sus mantos al socaire del muro de piedra, Andrés procedió a designar el primer turno de guardia: dos hombres armados 171
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con espadas. Uno se situó al sur, en la entrada del huerto y el otro, al norte, en las proximidades de la gruta. El relevo se efectuaría cada hora.
Pero Jesús no se movió. Sentado a metro y medio de la hoguera -y de espaldas al olivar-, permaneció unos minutos con la mirada fija en las ondulantes y encarnadas lenguas de fuego, que chisporroteaban a ratos a causa de algunos de los troncos, algo más húmedos que el resto.
Pronto me quedé solo, frente a él y con la fogata como único testigo, casi mudo, de la que iba a ser mi tercera y última conversación con el Maestro. Sus brazos descansaban sobre las piernas, cruzadas una sobre otra. El Nazareno había abierto sus manos, recogiendo el calor sobre las palmas. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante y sus cabellos y rostro se iluminaban y apagaban, a capricho del jugueteo de las llamas. Su expresión, acogedora y apacible durante toda la noche, se había vuelto grave.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Brillante, tímida y sin prisas, una lágrima había hecho aparición en su mejilla derecha. Era la segunda vez que veía llorar a aquel extraño hombre...
No respiré siquiera, conmovido e intrigado por aquel sereno y súbito llanto del Galileo. Pero Jesús parecía totalmente ausente. Y a los pocos minutos, echando la cabeza hacia atrás, inspiró profundamente, incorporándose. En mi mente bullían y se cruzaban un sinfín de hipótesis sobre el estado de ánimo del Galileo, pero no me atreví a moverme.
Le vi alejarse hacia el interior del olivar y detenerse a cosa de treinta o cuarenta pasos de donde me encontraba. Y así permaneció en pie y con la cabeza baja- por espacio de una hora.
La luna, casi llena, solitaria entre miles de estrellas, se encargó de bañarlo con una luz plateada, oscilante a veces por una brisa que entraba de puntillas entre las hojas verdiblancas de los olivos.
Sin saber exactamente por qué, esperé. La temperatura había descendido notablemente, haciendo tiritar a los astros con escalofríos blancos, azules y rojos. Durante un tiempo que no sabría precisar me quedé con el rostro perdido en aquel negro y soberbio firmamento. Venus, en conjunción con el sol en aquellas fechas, no era visible. Por su parte, Júpiter, con un brillo cada vez más débil (magnitud 1,6 aproximadamente), se levantaba a duras penas sobre el oeste, a escasa distancia del hermoso racimo estelar de Las Pléyades. Y en lo más alto, disputándose la primacía, las refulgentes estrellas Regulus, Capella, Aldebarán, Betelgeuse y Arcturus, arropadas por las constelaciones de Leo, Auriga, Taurus, Orión y Bootes, respectivamente.
Jesús me sorprendió cuando alimentaba la hoguera con una nueva carga de leña.
-Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes de la dureza de las próximas horas. Deberías descansar como todos los demás...
Sentado junto al fuego le miré con curiosidad, al tiempo que le invitaba a responder a una pregunta que llevaba dentro desde que le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú necesita de la oración...? Porque, si no estoy equivocado, eso es lo que has hecho durante este tiempo...
El Galileo dudó. Y antes de responder, volvió a sentarse, pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre, mientras padece su condición de mortal, busca y necesita respuestas. Y en verdad te digo que esa sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el poder, ni la fama, ni siquiera la sabiduría, conducen al hombre al verdadero contacto con el reino del Espíritu. Es por la oración cómo el humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu empieza a estar afligido y yo también necesito del consuelo de mi Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está en el reino de tu Padre?
-No... Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una fuerza que no admitía discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar mi curiosidad e iluminar mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca realmente de tu espíritu. Ninguna súplica recibe respuesta, a no ser que proceda del espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca cuando intenta canalizar su oración y sus peticiones hacia el beneficio material propio o ajeno.
Esa comunicación con el reino divino de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta cuando obedece a una ansia de conocimiento o consuelo espirituales. Lo demás -las necesidades materiales que tanto os preocupan- no son consecuencia de la oración, sino del amor de mi Padre.
-¿Por eso has insistido tanto en aquello de «buscar el reino de Dios y su justicia...»?
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-Si, Jasón. El resto siempre se os da por añadidura...
-¿Y cómo debemos pedir?
-Como si ya se os hubiera concedido. Recuerda que la fe es el verdadero soporte de esa súplica espiritual.
-Dices que la oración -así formulada- siempre obtiene respuesta. Pero yo sé que eso no siempre es así...
El Galileo sonrió con benevolencia.
-Cuando las oraciones provienen en verdad del espíritu humano, a veces son tan profundas que no pueden recibir contestación hasta que el alma no entra en el reino de mi Padre.
-No comprendo...
-Las respuestas, no lo olvides, siempre consisten en realidades espirituales. Si el hombre no ha alcanzado el grado espiritual necesario y aconsejable para asimilar ese conocimiento emanado del reino, deberá esperar -en este mundo o en otros- hasta que esa evolución le permita reconocer y comprender las respuestas que, aparentemente, no recibió en el momento de la petición.
-¿Esto explicaría ese angustioso silencio que parece constituir en ocasiones la única respuesta a la oración?
-Sí. Pero no te confundas. El silencio no significa olvido. Como te he dicho, todas las súplicas que nacen del espíritu obtienen respuesta. Todas... Déjame que te lo explique con un ejemplo: el hijo está siempre en el derecho de preguntar a sus padres, pero éstos pueden demorar las respuestas, a la espera de que el infante adquiera la suficiente madurez como para comprenderlas.
»La gran diferencia entre los padres humanos y nuestro Padre verdadero está en que aquellos olvidan a veces que están obligados a contestar, aunque sea al cabo de los años.
-Según esto, cuando muramos, todos seremos sabios...
-Insisto que la única sabiduría válida en el reino de mi Padre es la que brota del amor.
Después de gustar la muerte, nadie será sabio si no lo ha sido antes en vida...
-¿Debo pensar entonces que la demora en la respuesta a mis súplicas es señal de mi progresivo avance en el mundo del espíritu?
Jesús me miró con complacencia.
-Hay infinidad de respuestas indirectas, de acuerdo con capacidad mental y espiritual del que pide. Pero, cuando una súplica queda temporalmente en blanco, es frecuente presagio de una contestación que llenará, en su día, a un espíritu enriquecido por la evolución.
-¿Por qué resulta todo tan complejo?
-No, querido amigo. El amor no es complicado. Es vuestra natural ignorancia la que os precipita a la oscuridad y la que os inclina a una permanente justificación de vuestros errores.
Guardé silencio. Aquel hombre llevaba razón. Sólo los hombres tratan desesperadamente de justificarse y justificar sus fracasos...
Levanté la vista hacia las estrellas y señalándole aquella maravilla, le dije:
-¿Qué sientes ante esta belleza?
El Galileo elevó también sus ojos hacia el Firmamento y respondió con melancolía:
-Tristeza...
-¿Por qué?
-Si el hombre no es capaz de recibir en su alma la grandeza de esta obra, ¿cómo podrá captar la belleza de Aquél que la ha creado?
-¿Es Dios tan inmenso como dices?
-Más que pensar en la inmensidad de mi Padre, debes creer en la inmensidad de su promesa divina. Rebasa el espíritu del hombre y llega a producir vértigo en las legiones celestiales...
-Ya me lo explicaste, pero, ¿de verdad el acceso al reino de tu Padre está al alcance de todos los mortales?
-El reino de nuestro Padre -me corrigió Jesús- está en el corazón de todos y cada uno de los seres humanos. Sólo los que despiertan a la luz del evangelio lo descubren y penetran en él.
-Entonces, ¿todas las religiones, credos o creencias pueden llevarnos a la verdad?
-La verdad es una y nuestro Padre la reparte gratuitamente. Es posible que el gusto y la belleza puedan ser tan caros como la vulgaridad y la fealdad, pero no sucede lo mismo con la verdad: ésta sí es un don gratuito que duerme en casi todos los humanos, sean o no gentiles, sean o no poderosos, sean o no instruidos, sean o no malvados...
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-¿A quién aborreces más?
-En el corazón de mi Padre no hay lugar para el odio... Deberías saberlo. Guárdate sólo de los hipócritas, pero no viertas jamás en ellos el veneno de la venganza.
-¿Quién es hipócrita?
-Aquel que predica la vía del reino celestial y, en cambio, se instala en el mundo. En verdad te digo que los hipócritas engañan a los simples de corazón y no satisfacen más que a los mediocres.
-¿A quién estimas más: a un hombre espiritual o a un revolucionario?
El Maestro sonrió, un tanto sorprendido por mi pregunta. Y posando su mano izquierda sobre mi hombro, repuso con firmeza:
-Prefiero al hombre que actúa con amor...