Caballo de Troya 1 (50 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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El ábside que constituía la pared del
triclinium
-igualmente forrada con madera de cedro-presentaba media docena de lucernas o lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que no era otra cosa que la prolongación de la pared donde yo había contemplado el busto del César descubrí una estrecha puerta, magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles de cedro. Por allí, precisamente, fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos ataviados con cortas túnicas de color marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepción hecha de un galo de larga melena rubia. En el transcurso de la comida, Pilato me confesaría que aquel bello mancebo era una «joya». Después de no pocos regateos había conseguido comprarlo en el mercado de esclavos de Jerusalén por la nada despreciable suma de mil sestercios (unos 250

denarios de plata).

Cada uno de aquellos sirvientes era portador de un barreño o lavapiés de cobre, con un pequeño apoyo de madera en el interior, que servía para situar la planta del pie, haciendo así más cómodo el lavado.

Después del obligado ritual, Poncio me sugirió que no calzara mis sandalias. El y el centurión habían hecho otro tanto. Al principio no comprendí, pero Pilato, sonriendo y señalando el entarimado del piso, aclaró el por qué de aquella sugerencia:

-Así tendrás la oportunidad de experimentar por ti mismo las excelencias de mi sistema subterráneo de calefacción, que tanto te preocupa...

Al posar mis pies sobre la madera de ciprés empecé a sentir, en efecto, un calor muy sutil y reconfortante. Sinceramente, quedé maravillado. El circuito de agua caliente que discurría bajo el piso transmitía al suelo la suficiente energía calorífica como para templar la estancia, sin necesidad de chimeneas o incómodas estufas.

Naturalmente, y conociendo un poco la especial psicología de mi anfitrión, no dudé en hacer grandes elogios de aquel «revolucionario» e ingenioso artilugio, prometiéndole hablar de ello a cuantos dignatarios y cortesanos tuviera la oportunidad de conocer.

Y mientras los esclavos iban situando sobre la mesa las diferentes viandas, yo aproveché aquellos primeros instantes del almuerzo para -tal y como tenían por costumbre los ciudadanos romanos- obsequiar a Pilato y a Civilis con sendas pequeñas esmeraldas, obtenidas por Caballo de Troya de las minas de Muzo
1
. El proyecto, como ya expuse en su momento, había planeado
1
Debo dejar constancia que los hombres de Caballo de Troya trataron por todos los medios de conseguir las esmeraldas en los yacimientos de los Urales, en territorio soviético. Estas minas fueron citadas ya por el historiador Plinio el Viejo (que vivió del año 23 al 79 de nuestra Era) en su obra
Tratado sobre las piedras preciosas.
Ello hubiera proporcionado a la acción un carácter más puro y objetivo. Pero los obstáculos levantados por los rusos fueron tales que el general Curtiss decidió cambiar el origen de las esmeraldas, recurriendo entonces a las no menos famosas minas 161

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simplificar mi acceso hasta el procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión me había hecho entrega de dos únicas piedras de «fulgor verde» -como las definió Plinio- que deberían ser obsequiadas a Pilato. Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la jornada del viernes por la Torre Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de los centuriones, decidí sobre la marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que hacerle entrega de una de aquellas bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el mundo romano después de los diamantes y las perlas
1
.

Fue la primera -y la única- vez que vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de Civilis. Pilato, en cambio, se mostró generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados que no olvidaría mi rostro ni mi nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu voluble me recordara, al menos, hasta el viernes...)

Y aunque el procurador trataba de imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones -

especialmente en aquellas que tenían una resonancia pública-, a la hora de comer, en cambio, distaba mucho de la extrema sobriedad de Tiberio.

El «refrigerio» que habían empezado a servir los esclavos constaba, entre otras «minucias», de erizos de mar y ostras traídas expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina; de pollas cebadas y engrasadas sobre empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados por Poncio «bellotas de mar» (negras y blancas). Y todo esto, como «entrada».

El cuarto, quinto y sexto platos fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros rebozados en harina y algo que no había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y, como final, morena procedente del Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro y dulce caldo de las viñas sicilianas.

Aquel banquete estuvo permanentemente regado con el vino que habla traído José, así como por otros no menos estimables de Lesbos y Chios.

Dada la época del año y el largo viaje que habían soportado las ostras y el resto de los mariscos, procuré no probarlos, excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia estomacal. Como contrapartida, me vi en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de cerda...

Entre risas y bromas, Pilato me preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como aquellos en la mesa de Tiberio, en Capri. Naturalmente -y con gran regocijo por su parte- le comenté que la frugalidad del César estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.

(En una oportuna y rápida intervención del módulo, mi hermano completó mi información, recordándome algunos de los platos favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la
Historia Natural
de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente vegetales y en especial, unos espárragos y pepinos que su jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al sol o a la sombra, según el tiempo. También comía unos rábanos que hacía transportar desde la Germania. Estos vegetales fueron motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque éste se negaba a probarlos. El Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras eran sus favoritas. Tiberio se vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del mundo. Su sobriedad llegaba al extremo de beber -ya en su vejez- un vino agrio de Sorrento, parecido al chacolí vasco.»)

Cuando fui exponiéndole estos pormenores de la dieta diaria del César, Poncio Pilato --que no estaba muy bien informado sobre este particular- exclamó tras soltar un largo y cavernoso eructo:

-¡Por Júpiter...! Tiberio bebe vinagre. Ahora comprendo por qué no necesita de médicos. Yo había oído hablar de su sentido del humor, pero no imaginaba que, además, le gustara sufrir...

colombianas de Muzo, a unos 150 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. El color de estas esmeraldas es más sedoso, graso y aterciopelado que las rusas, con una birrefrigencia (0,0006) y una densidad (2,71) menores que las de los Urales. Caballo de Troya adquirió por tanto dos piezas en forma de prisma hexagonal, de 27 gramos de peso cada una y de un bellísimo color verde. El proyecto estimó que, aunque las piedras procedían de un continente no des cubierto aún en el año 30, las personas a las que iban dirigidas no disponían de los medios técnicos precisos para averiguarlo.
(N. del m.)

1
Sospechando el alto grado de superstición del pueblo romano, Caballo de Troya quiso regalar precisamente esmeraldas, ya que esta gema gozaba en la antigüedad de un carisma especial. Se le atribuían propiedades curativas contra las fiebres perniciosas y las picaduras de animales venenosos, tan comunes en los bosques y desiertos de Palestina en aquellas fechas. (N. del m.)

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Y soltando una de aquellas grasientas empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a carcajadas, al tiempo que hacía una señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El mancebo esperó a que su amo hubiera lavado sus manos y, como si se tratase de una costumbre habitual, se inclinó sobre el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera.

Pilato, sin mirarle siquiera, fue secándose con el pelo del esclavo.

José y yo cruzamos una mirada de repugnancia.

Pero Poncio había centrado el tema de la conversación en el conocido sentido del humor de su Emperador y me rogó que le contara algunos de los últimos chistes y anécdotas protagonizados por Tiberio.

Aquello me pilló tan de improviso que a punto estuvo de costarme un serio percance con el procurador. Y aún sabiendo que lo que iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención popular que al rigor histórico, eché mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos años de destierro voluntario del César.

-Se cuenta -comencé, esperando que Eliseo me ofreciera nueva documentación- que no hace mucho, el Emperador fue asustado por un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para regalarle un pez. Tiberio, con la crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara con el pescado. Y, entre ayes de dolor, el pescador -que debía tener un humor tan especial como el del César- se felicitó por no haberle ofrecido una langosta...

»Al oír esto, el Emperador -siguiendo el humorístico comentario de su súbdito- hizo que trajeran una langosta con un caparazón erizado de púas, refregándoselo por la cara.

Pilato asintió con la cabeza, exclamando:

-Ese es Tiberio...

Para ese momento, Santa Claus había memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del profundo desprecio que sentía Tiberio César por sus semejantes.

Y aún a riesgo de que Poncio los conociera, procedí a relatárselos:

-Se cuenta también, admirado procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a unos embajadores de Troya, que habían acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo del César. Como estos troyanos llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor... »

Pilato apuró su enésima copa de vino, reclinándose aún más en los mullidos almohadones de plumas y haciéndome una señal para que prosiguiera.

-En Roma circula también otra anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al entrar en el
triclinium
observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El César, entonces, les hizo ver «que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero»...

Tal y como empezaba a suponer, los vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer efecto. Y Poncio, que intentaba sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha, comenzó a dar súbitas cabezadas.

En un tono algo más bajo conté el que sería el último suceso:

-Hubo veces en que ese humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un acontecimiento ocurrido al poco de ser nombrado Emperador. Como sabéis -proseguí sin perder de vista los cabeceos del gobernador-, cuando Augusto murió dejó en su testamento un importante legado económico, que Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día acertó a pasar un entierro por delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al cadáver, simulando que le hablaba al oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había hecho aquello. El bromista le dijo que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto que él no había cobrado todavía. Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para que fuera él mismo quien llevase el recado al fallecido emperador Augusto»
1
.

Al concluir mi exposición, Poncio Pilato yacía ya -boca arriba-, sumido en un profundo sueño.

Y sigilosamente, por consejo del centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los sirvientes -siguiendo, al parecer, otra rutinaria obligación- iniciaba una más que penosa tarea: hurgar con una pluma en las fauces de su señor, a fin de provocarle el vómito... y pudiera disfrutar de las delicias de la siguiente comida.

1
Algunas de estas anécdotas fueron introducidas en el ordenador del módulo siguiendo los textos de Suetonio (Los doce Césares), Tácito (Tibére ou les six premiers livres des Annales. París, 1768), y Casio Dión (Historia de Roma, LVI, 14) (N. del m.)

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Ya en el vestíbulo, y cuando nos disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos salió al paso. En latín y casi al oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a las palabras de su compañero. Dudó un instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de excusarse, informándonos que el tribuno de la legión -destacado también con él y sus hombres desde Cesárea- le aguardaba para proceder a la ejecución de una sentencia.

Aquello era igualmente nuevo para mí y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no llegué a despegar los labios, Civilis -que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeaban-debió captar mis deseos y, dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio hacia su condición de judío:

-Si así lo deseáis, ahora podéis presenciar una prueba más de la justicia del pueblo romano...

Ni el anciano ni yo teníamos idea del asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi como una orden y nos apresuramos a seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió por las escaleras, de mármol, dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba desierto, con la excepción de aquel legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su cuello y hombros y la del centinela que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la tropa?

Pronto iba a salir de dudas.

Al cruzar una de las puertas del ala norte del patio nos encontramos de pronto en una explanada, también al aire libre, de algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura.

Aquel lugar, totalmente cubierto por arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de la fortaleza, ocupando buena parte de su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado por el muro exterior de la Torre Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus restantes alas. En el extremo más oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña, ocupando la totalidad de aquel lado del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que -

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