y hasta el 100, los colores volvían a repetirse.) El orden establecido para dichos colores básicos era el siguiente, de menor a mayor: violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo. Y a partir del centímetro número 70, como digo, de nuevo el violeta, azul, verde y amarillo. Los centímetros existentes entre estas diez numeraciones fueron «convertidos» en letras, siguiendo el alfabeto griego. Así, por ejemplo, cuando la medición arrojaba 30 centímetros, yo debía anunciar a Eliseo: «verde». Si se trataba de 80 centímetros, «azul-doble». Si, por el contrario, eran 41
centímetros, la clave era «amarillo y alfa» (primera letra del alfabeto griego)
2
.
Sin pérdida de tiempo, empecé por las extremidades superiores. Desde el hombro a la punta del dedo medio, la medición arrojó 82 centímetros. La clave para transmitir aquella cifra fue, por tanto, «azul-doble» y «beta». A estas medidas siguieron las de las extremidades inferiores, perímetros, altura de cabeza, cuello, etc.
3
1
En esta exploración me llamó poderosamente la atención la gran superficie que debía ocupar la lámina aponeurótica romboidal (en toda la región lumbar) y que marcaba igualmente la tremenda fortaleza de aquel hombre.
(N. del m.)
2
Los nueve primeros números -correspondientes a cada uno de los centímetros- fueron asociados a las nueve primeras letras del alfabeto griego: alfa para el 1, beta para el 2, gamma para el 3, delta para el 4, epsilón para el 5, dseta para el 6, eta para el 7, zeta para el 8 e iota para el 9.
(N. del m.)
3
Las lógicas dificultades para proceder a una medición antropológica rigurosa -que hubiera exigido la utilización de un instrumental más idóneo- fueron subsanadas en parte en el módulo, mediante un estudio computarizado de las cifras que fueron transmitidas por mi, de acuerdo con patrones estándar. Estas mediciones anatómicas -una vez procesadas- arrojaron los siguientes resultados:
Extremidades superiores (total): 82 centímetros (brazo: 37 cm y antebrazo: 45 cm. De estos últimos, 20
correspondían a la mano).
Longitud de las extremidades inferiores (total): 94 cm (medidas desde el talón a la articulación de la cadera).
Muslo: 55 cm, y pierna, 39 cm.
Anchura de los hombros (medida entre los puntos acromiales): 45 cm.
Tronco (desde el manubrio ozona superior del esternón al punto trocantéreo o saliente del fémur a nivel de articulación): 62 cm.
Diámetro torácico (por la espalda): 41 cm.
Perímetro de la caja torácica (medida a la altura del gran pectoral): 99 cm.
Longitud máxima de la cabeza (desde el punto opisto-craneano a la gabela): 19,9 cm.
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Caballo de Troya
J. J. Benítez
Como salta a la vista, el Maestro era un hombre de complexión atlética, con un poderoso desarrollo del esqueleto y de su musculatura. Sus extremidades eran largas y el tórax realmente imponente, con unos hombros anchos y sólidos como rocas. La grasa o panículo adiposo era muy escaso; prácticamente inexistente.
La cabeza se presentaba firme y alargada, con un rostro igualmente alargado en su parte media y un mentón y relieve óseos acentuados. El cráneo, como ya dije, alto y estrecho.
Estas características le hacían destacar sobre la media normal de la raza judía de aquella época. Según los estudios de Von Luschan y Renan, entre los judíos de la Rusia del Sur, la altura media oscilaba alrededor de 1,60 metros, llegando a 1,70 entre los hebreos de Londres y los judíos españoles de Salónica. El tipo mesocéfalo de Cristo tampoco era frecuente. Entre los hebreos de la Rusia del Sur, por ejemplo, el porcentaje de individuos braquicéfalos (de cráneos cortos) era de un 81%, alcanzando los mesocéfalos un 18% y los dolicocéfalos un 1%. Entre los judíos de Salónica -expulsados de España-, los dolicocéfalos suponían un 14,6% y los braquicéfalos un 25%.
Además de por su considerable estatura -1,81 metros-, Jesús de Nazaret llamaba la atención por su perímetro torácico, más grande que la media de sus compatriotas.
Esta tipología «atlética» encajaba además considerablemente con el temperamento
«enequético», descrito por Mauz: escasa reacción ante los estímulos, movimientos seguros y vigorosos, aunque escasamente pródigos. De mayor fuerza que precisión.
Fue sin duda esa fortaleza física la que pudo contribuir a soportar en parte el brutal castigo que le aguardaba. A pesar de todo -como veremos muy pronto-, los médicos y especialistas de Caballo de Troya jamás pudieron entender cómo aquel Hombre logró resistir hasta el final la cadena de horribles torturas a que fue sometido.
Debo confesarlo. Aquella parte de la misión fue posiblemente la más ingrata. Durante mucho tiempo, y a pesar de la mansedumbre demostrada por Jesús, tuve la sensación de que, sometiéndole a las citadas mediciones antropométricas, había abusado de aquel hombre. Y aún hoy mismo sigo creyéndolo...
Anchura máxima de la cabeza (entre parietales): 15 cm.
Anchura bicigomática (desde la apófisis cigomática: de pómulo a pómulo): 14 cm.
Altura total de la cara (desde el gonion hasta el punto alveolar o prostion): 18,9 cm.
Perímetro de la cabeza: 58 cm.
Perímetro máximo de los brazos: 35 cm. Perímetro máximo de antebrazos: 31 cm.
Perímetro máximo de muslos: 57 cm. Perímetro máximo de piernas: 46 cm.
Rodillas (perímetro máximo): 42 cm.
Estatura total: 1,81 metros.
La línea media o axial (desde la nuca al canal interglúteo ten: punto superior del pliegue interglúteo) aparecía recta, sin desviación.
Longitud máxima del pie: 31 cm (planos de primer grado).
Según los índices de Decourt y Pende, el morfotipo somático de Jesucristo resultó fundamentalmente macrosómico, participando del tipo «atlético» y, en cierta medida, del «pícnico». Los índices -resultantes de la multiplicación de sus medidas reales por los factores hallados por los mencionados científicos para el caso de los hombres- fueron los siguientes:
Talla: 181 centímetros x factor 0,470 = 85,07; altura trocánter: 94 cm x 0,457 = 42,96; bitrocantéreo: 37 cm X
1,250 = 46,25; bi-humeral: 45 cm X
1,052 = 47,34; occipito mentón: 22 cm x 0,870 = 19,14; perímetro torácico: 99
cm x 0,470 = 46,53 y bi-maxilar: 14 cm x 1,820 = 25,48.
En cuanto al índice de Pignet, Caballo de Troya comprobó que el Maestro correspondía a la descripción de «MUY
FUERTE» (índice de Pignet = altura en centímetros - perímetro torácico en espiración máxima más su peso, en kilos =
181 - 97 más 80 = 4). Naturalmente, las últimas dos cifras -perímetro torácico en máxima espiración y peso- son aproximativas. (El referido índice de Pignet establece la siguiente clasificación medía: IP 10 = persona muy fuerte; IP
15 a 20 = persona fuerte; IP 20 a 25 = persona mediana; IP 25 a 30 = persona débil e IP 30 = persona muy débil.) En relación con el índice craneal o cefálico, los expertos de Caballo de Troya -siempre de acuerdo con las medidas obtenidas-, dedujeron que Jesús de Nazaret era mesocéfalo, con una ligerísima dolicocefalia. Este índice -75 %- se obtuvo de acuerdo con la fórmula convencional:
I.C.: DT (medido entre ambos eurión) x 100 = 15 x 100 = 75
DAP (medido entre opistión y gabela) 19,9
En la valoración lateral, el índice craneal arrojó 100,5 %. Es decir, hipsocéfalo. En otras palabras, con una altura craneal claramente superior al diámetro longitudinal.
Por último, al examinar el cráneo frontalmente, el índice del Galileo resultó de 75 %. Es decir, con una ligera tendencia a la estenocefalia (cráneo estrecho).
(N. del m.)
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Caballo de Troya
J. J. Benítez
Por fortuna para mi, ninguno de los presentes acertó a preguntar por qué me había empeñado en aquella insólita -casi ridícula- operación. La verdad es que, desde un principio, gozaba entre los seguidores del rabí de fama de hombre extraño y esto -no lo sé muy bien-pudo justificar quizá mi comportamiento singular en aquella espléndida mañana del jueves, 6
de abril.
El Maestro terminó de vestirse y siguiendo con aquel buen humor se incorporó al grupo de amigos que le esperaban para desayunar.
Felipe volvió a repartir el pan -aún caliente- que nos había proporcionado el muchacho y las mujeres distribuyeron sendos tazones de leche. En el cesto había también abundante grano tostado, higos secos y una jarra de barro, repleta de las famosas pasas de Corinto. Todo ello, obsequio de la familia de Juan Marcos al Maestro y a su grupo.
El propio Juan se encargó de abrir la jarra y, radiante de satisfacción, derramó un buen puñado de aquel fruto negro y brillante en las palmas de Jesús. Después, siguiendo las instrucciones del Galileo, fue repartiendo el resto de las pasas a cuantos nos hallábamos en el huerto.
Aquella colación matutina transcurrió en un ambiente distendido. Los apóstoles parecían algo más calmados que en la noche anterior, aunque algunos como Pedro, Tomas y el Zelotes- no tardaron en descubrir que faltaba Judas. Sin embargo, por los comentarios que pude captar, los discípulos lo atribuyeron a las obligaciones habituales del Iscariote como administrador general del grupo y, más concretamente, a los detalles de la preparación de la inminente fiesta de la Pascua. Ninguno de los ahí reunidos, por cierto, sabía dónde y cómo pensaba celebrarla el Maestro. En mi opinión, y a la vista de los graves acontecimientos que venían produciéndose, en relación con la determinación del Sanedrín de apresar a Jesús, aquel asunto de la Pascua tampoco les preocupaba excesivamente.
Hacia las diez de la mañana hizo acto de presencia en el campamento José de Arimatea. Le acompañaba uno de sus sirvientes. Al verle, el Nazareno le invitó a sentarse junto al grupo.
Pero José rehusó amablemente, indicándole que necesitaba conversar a solas con él.
El Maestro se levantó y ambos se alejaron unos pasos, hasta situarse junto al muro de la cuba de piedra destinada a almazara.
El de Arimatea, con el semblante serio, gesticulaba, exponiéndole al Galileo lo que yo ya sabía sobre los planes de Judas. Por fortuna, ninguno de los discípulos alcanzó a escuchar el tema de la conversación del anciano y su Maestro. Este le escuchó sin inmutarse. Y una vez que José hubo hablado, le tomó por el brazo, iniciando un corto paseo a lo largo del parapeto de piedra.
Durante cosa de quince o veinte minutos, Jesús dialogó con el dimitido miembro del Sanedrín. Esa misma noche -ya madrugada- del jueves, José me revelaría las palabras que le había dirigido el Maestro durante aquel breve encuentro en el campamento.
La súbita llegada de José de Arimatea y el misterioso cambio de impresiones con el rabí no pasaron inadvertidos para los discípulos. Todos se hicieron lenguas sobre la razón de aquella visita. Y la mayoría acertó..., a medias. Cuchicheando entre si, los apóstoles se inclinaban a pensar que algo grave estaba sucediendo y que ese «algo» tenía mucho que ver con la captura del Maestro y con la posible desintegración del movimiento que llevaban entre manos. Y sus ánimos volvieron a tensarse.
Finalizada la conversación, José se dirigió a una de las tiendas, intercambiando unas palabras con David Zebedeo. Por último, y tras despedirse de todos, se alejó en dirección a Jerusalén.
Jesús, que había retornado hasta el grupo que esperaba en torno a la hoguera, parecía algo más serio. Y antes de que nadie acertara a preguntarle, pidió a sus hombres y mujeres que le acompañasen.
Hacia las diez y medía, el grupo completo -integrado por unas cincuenta personas- comenzó a ascender por la ladera del Olivete. Yo, algo rezagado, advertí a Eliseo de la dirección que seguía el grupo, en previsión de cualquier aproximación a la zona de seguridad del módulo.
Al llegar a la cima del monte, el Nazareno rogó a sus amigos que tomaran asiento y que escucharan sus palabras. Por suerte, la nave se hallaba mucho más al norte.
Había tanta inquietud como expectación en las miradas de aquellos galileos. En el fondo, los allí reunidos sólo deseaban asegurarse de algo: que el Maestro había tomado la decisión -como ya hiciera en otras ocasiones- de retirarse de la jurisdicción de la ciudad santa, evitando así a 179
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J. J. Benítez
las amenazantes castas sacerdotales. Pero no fue esto lo que escucharon, aunque el rabí hizo algunas alusiones al poder terrenal...
-Los reinos de este mundo -dijo entre otras cosas-, siendo como son materiales, pueden estimar a menudo que es necesario emplear la fuerza física para la ejecución y desarrollo de las leyes y del mantenimiento del orden. En el reino de los cielos los creyentes no recurren al empleo de la fuerza física. El reino del cielo, siendo como es una hermandad espiritual entre los hijos de Dios, puede promulgarse únicamente por el poder del espíritu. Esta distinción de procedimiento no anula, sin embargo, el derecho de los grupos sociales de creyentes a mantener el orden en sus filas y administrar disciplina entre los miembros ingobernables e indignos. No es incompatible ser hijo del reino espiritual y ciudadano del gobierno secular y civil. Es deber del creyente dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...
»No puede haber desacuerdo entre estos dos requisitos. A no ser -aclaró Jesús- que resulte que un César intenta usurpar las prerrogativas de Dios y pida homenaje espiritual y se le rinda culto supremo. En tal caso sólo debéis adorar a Dios, mientras intentáis iluminar a esos dirigentes mal guiados. No debéis rendir culto espiritual a los gobernantes de la tierra. Ni tampoco debéis emplear la fuerza física de los gobiernos terrenales.
»Ser hijos del reino, desde el punto de vista de una civilización avanzada -prosiguió Jesús, dirigiéndome una significativa mirada- debe convertiros en ciudadanos ideales en los reinos terrenales. La hermandad y el servicio -no lo olvidéis- son las piedras angulares del evangelio.
La llamada del amor del reino espiritual debe probar que es efectiva a la hora de destruir el instinto del odio entre los ciudadanos no creyentes y guerreros del mundo terreno. Pero estos hijos de las tinieblas, con mentalidad material, nunca sabrán de vuestra luz espiritual, a no ser que os acerquéis a ellos. Por ello debéis ser honorables y respetados entre los ciudadanos y entre los dirigentes de este mundo. Ese servicio social generoso sólo es la consecuencia natural de un espíritu que vive en la luz.