Caballo de Troya 1 (84 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Y muy despacio, como tratando de absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el rostro, hasta situarlo frente al disco solar. Durante escasos segundos, sus profundas ojeras y la 268

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catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío.

Pero, al alzar la cabeza, las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.

Juan Zebedeo, paralizado ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y soltando el brazo de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los pies del rabí. Los legionarios interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al joven amigo del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran.

Durante algunos minutos, tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el desconsolado llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.

El Maestro intentó por dos veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus temblorosas y ensangrentadas manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos y la rigidez del improvisado vendaje se lo impidieron.

- Aquel nuevo gesto de valentía del discípulo y el derrotado semblante del Nazareno conmovieron sin duda al procurador. Y levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el filo de la escalinata. Después, señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos, exclamó, tratando de mover la piedad de los acusadores:

-¡Aquí tenéis al hombre...! De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún crimen... Después de castigarle, quiero darle la libertad.

Pilato, una vez más, se equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el sumo sacerdote y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».

Y poco a poco, la multitud fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando sin piedad:

-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!

Poncio, decepcionado, regresó al tribunal y esperó a que el gentío se apaciguara. El viento, cada vez más cálido y molesto, había empezado a levantar grandes torbellinos de polvo que eran arrastrados desde el Este, azotando cada vez con mayor dureza aquella ala norte de la Torre Antonia. Civilis captó de inmediato aquel cambio atmosférico y, tras comprobar cómo los centinelas de vigilancia en los torreones de la muralla procuraban refugiarse del viento racheado, me miró fijamente, recordándome con su rostro grave el presagio que le había hecho esa misma mañana. Yo asentí con un movimiento de cabeza.

Pero nuestro silencioso «diálogo» se vio interrumpido por la voz del procurador. Una vez calmada la turba, Poncio, con su mano derecha aplastando el peluquín (gravemente comprometido por el incipiente «siroco»), habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de desaliento en sus palabras:

-Reconozco perfectamente que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué ha hecho para merecer su condena...? ¿Quién quiere declarar su crimen?

Caifás, congestionado por la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró con el gobernador, gritándole:

-Tenemos una ley sagrada por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!

Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.

El procurador miró a Jesús con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente, manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.

Caifás retornó con paso decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, con la faz pálida y los cabellos en desorden, golpeó los brazos de la silla con ambas palmas, ordenando a Civilis que llevara al galileo al interior de su residencia.

Los legionarios hicieron girar al rabí, conduciéndole nuevamente al «hall». Siguiendo un impulso me agaché sobre Juan, animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto.

Después, pasando mi brazo sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al interior del Pretorio.

Pilato, con las manos a la espalda, había empezado a dar cortos paseos por el centro del

«vestíbulo». Mientras tanto, Civilis y los soldados aguardaban a escasa distancia de la puerta.

Al verme, el procurador interrumpió sus nerviosos pasos y dirigiéndose hacia mí me interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle:

-Jasón, ¿tú crees de verdad que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como las divinidades del Olimpo?

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Los ojos claros del romano chispeaban y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y, en mi opinión, cada vez más profundo. Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de alisarse el postizo dio media vuelta, acercándose al Maestro.

Y con voz temblorosa le formuló las siguientes preguntas:

-¿De dónde vienes...? ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios...?

El Nazareno levantó su rostro levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel juez débil y acorralado por sus propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no llegaron a articular palabra alguna.

Pilato, cada vez más descompuesto, insistió:

-¿Es que te niegas a responder? ¿No comprendes que todavía tengo poder suficiente para liberarte o crucificarte?

Al escuchar aquellas amenazantes advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz:

-No tendrías poder sobre mí sin el permiso de arriba...

La extrema debilidad del Maestro hizo que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los oídos del procurador. Y éste, aproximándose cuanto le fue posible hasta los plastones rojizos que habían quedado prendidos en su barba y bigote, le pidió que repitiese.

-¿Cómo dices?

-No puedes ejercer ninguna autoridad sobre el Hijo del Hombre -añadió Jesús haciendo un esfuerzo-, a menos que el Padre celestial te lo consienta...

Poncio se echó atrás, con los ojos desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no había terminado.

Pero tú no eres totalmente culpable, ya que ignoras el evangelio. Aquel que me ha traicionado y entregado a ti ha cometido el mayor de los pecados.

El romano sabía de sobra a quién se refería el prisionero y aquella inesperada confesión, descargando en parte a Poncio de su responsabilidad, pareció aliviarle sobremanera. El gobernador se olvidó de sus preguntas y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la terraza. La escolta se dispuso a seguirle pero el Nazareno, dirigiéndose a Juan, colocó su mano sobre la cabeza del discípulo, haciéndole un último ruego:

-Juan, no puedes hacer nada por mí... Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de que muera.

Civilis escuchó también aquellas dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a Juan Zebedeo para que cumpliera aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de tiempo.

Solté al muchacho y disimulando mi angustia asentí con la cabeza, ratificando la noble intención del centurión. Juan cruzó el umbral del Pretorio, perdiéndose entre la multitud. Previamente, el oficial ordenó a uno de sus hombres que acompañara al apóstol hasta las puertas de la muralla, ayudándole a franquear el paso.

Al regresar a la terraza, Poncio -mucho más animado por las recientes frases del reo- había empezado a hablar a la muchedumbre. El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a Jesús. El rostro de José de Arimatea volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que había sido uno de los pocos que no se había unido a los gritos de crucifixión, pareció aliviado por la decidida actitud del procurador.

-… Estoy convencido que este hombre -anunció Pilato- ha faltado solamente a la religión, por lo que debe ser detenido y sometido a vuestras propias leyes... ¿Por qué esperáis que le condene a muerte, por estar en conflicto con vuestras tradiciones?

El inesperado cambio del gobernador de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que formaron un corro, discutiendo acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la crispación general de los sacerdotes, se sentó en la silla transportable, haciendo un guiño a Civilis. Pero, antes de que el procurador pudiera terminar de saborear aquel efímero triunfo, Caifás, pálido y con los ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a Poncio con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:

-¡Si sueltas a este hombre, tú no eres amigo del César...!

La cólera del sumo sacerdote era tal que su voluminoso vientre comenzó a subir y bajar, arrastrado por su agitada respiración. Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio.

Y trataré por todos los medios -remachó el astuto yerno de Anás- de que el emperador tenga conocimiento de ello.

Conociendo como conocía el procurador la oleada de delaciones, arrestos y ejecuciones que se había cernido en aquellos últimos meses sobre el imperio, el fulminante ultimátum de Caifás 270

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terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del templo para la construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas amonestaciones. Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error político que precipitó su fin
1
.

El sumo sacerdote, además, se había referido intencionadamente a su título de «amigo del César». Y aquella referencia humilló aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio Pilato, indudablemente, era conocido y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita.

El jefe de los sacerdotes sabía que el gobernador era miembro del «orden ecuestre», ostentando el título de
aeques illustrior
y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y

Poncio lo sabía.)

En mi opinión, esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:

-¡He aquí vuestro rey...!

Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato:

-¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!

El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:

-¿Voy a crucificar a vuestro rey?

Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del Pretorio:

-¡No tenemos más rey que a César!

Pilato era consciente de aquella hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a Civilis y, después de intercambiar unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su intención de soltar a Barrabás.

El populacho aplaudió la decisión del gobernador. Pero Poncio, ajeno a este reconocimiento, pidió que le trajeran una jofaina con agua. El centurión, al oír a Poncio, mostró su extrañeza.

Pero obedeció, ordenando a uno de los legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del procurador. Creo que, salvo Pilato y yo mismo, ninguno de los presentes sabía con qué intención había solicitado el romano aquel recipiente.

Jesús, con la cabeza inclinada y víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última parte del debate dialéctico entre los judíos y el representante del César.

Cuando el soldado regresó a la terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de agua, se situó frente a Poncio y esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el recipiente, frotándolas durante unos segundos. A continuación, ante la atónita mirada del centurión, de sus legionarios y de la multitud, ordenó al soldado que se retirara. Y levantando los brazos por encima de su cabeza, gritó de forma que todos pudieran oírle con nitidez:
1
Pocos años después de la muerte de Cristo, numerosos samaritanos se congregaron en torno a un supuesto Mesías, que les prometió descubrir los vasos sagrados enterrados por Moisés en uno de los montes de Samaria. Pilato supo de esta multitudinaria manifestación en el monte Garizim y, rodeando con sus tropas a los samaritanos, dio la orden de cargar sobre ellos, dando lugar a una gran mortandad. Samaritanos y judíos se dirigieron entonces a Vitelio, supremo gobernador de la provincia de Siria, acusando a Pilato del horrible asesinato de miles de samaritanos. Vitelio no tenía autoridad para juzgar al procurador de Israel y le envió a Roma, con el fin de que compareciese ante el emperador. Pero, durante el viaje, Tiberio murió, haciéndose cargo del imperio Cayo, alias «Calígula». Éste, al conocer los hechos, desterró a Poncio y a su familia a las Galias donde, al parecer, murió. (Algunas tradiciones apuntan hacia el hecho de que Pilato terminó por refugiarse en lo que hoy conocemos por Lausanne, en Suiza, suicidándose.)
(N. del m.)
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-¡Soy inocente de la sangre de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien, por mi parte no le encuentro culpable...

El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:

-¡Que su sangre caiga en nosotros y sobre nuestros hijos!

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