Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Y para ello contaba con mucha ayuda. Hartos de Alejo y su incapacidad para frenar las cada vez más frecuentes incursiones de los cruzados por el campo, las masas pidieron a los líderes de la ciudad que eligiesen a un nuevo emperador.
Escogieron a un joven noble, Nicolás Kannavos, que nunca quiso el nada envidiable trabajo, y le nombraron emperador el 27 de enero de 1204.
Desesperado, el joven Alejo, que entonces ya compartía el trono con un tercer emperador, se dirigió a sus antiguos amigos y actuales enemigos, los cruzados, en busca de ayuda. Les propuso aún otro trato más.
Si los cruzados derrocaban a Kannavos, les entregaría su palacio como garantía de que cumpliría su segunda promesa, para poder cumplir así con la primera, es decir, pagarles el dinero que les debía y reunirles un ejército. Éste movimiento para aliarse con los odiados cruzados inflamó a su pueblo aún más. Murzuflo consiguió el apoyo de todas las fuerzas anti-cruzados y la única opción que le quedó a Alejo para permanecer en el poder fue suplicar la ayuda de los cruzados.
Aquella noche, todos cayeron sobre Alejo, que tenía veintidós años. Murzuflo, con el tesoro y el ejército asegurados, se introdujo en los aposentos de Alejo y le hizo prisionero. Al día siguiente, Murzuflo fue coronado quinto emperador vivo del tambaleante imperio, y el cuarto vivo en la ciudad, habiendo permanecido tres de ellos recientemente en prisión. Murzuflo se dispuso entonces a aventar el poblado campo de emperadores. Envió a sus subalternos a la residencia de Isaac; allí encontraron al ciego muerto o le ayudaron a emprender su viaje. Uno fuera. Al cabo de pocos días, Murzuflo capturó al infortunado Kannavos y le encerró en prisión, donde no tardó en morir. Alejo IV era el único competidor que quedaba.
Murzuflo volvió entonces su cólera contra los cruzados, detuvo el flujo de provisiones y les encerró fuera de la ciudad.
Murzuflo decidió aumentar la presión contra los cruzados un poco más y les mandó varias partidas de asalto. Pero los griegos, en lo que ya se había convertido en su costumbre, daban media vuelta y huían cuando se veían enfrentados a un grupo de caballeros. Murzuflo, al ser nuevo en el cargo de emperador, no había aprendido aún cómo retirarse correctamente y perdió el estandarte del emperador y uno de los principales iconos religiosos cristianos que llevaba en la batalla. Los cruzados mostraron este preciado objeto ante la ciudad para burlarse del fracaso de Murzuflo. Al ver que sus tropas no eran capaces de enfrentarse a los curtidos cruzados, Murzuflo solicitó negociar con el dux para resolver sus diferencias. El dux le pidió que soltase a Alejo y que saldase todos los compromisos que había contraído el joven.
Murzuflo se vio arrinconado. Si se decidía a luchar contra los cruzados, era poco probable que lograra vencerles con su huidizo ejército. Dentro de la ciudad gobernaba a un pueblo dividido, puesto que Alejo aún conservaba algo de apoyo. No obstante, si eliminaba a Alejo lo único que conseguiría sería provocar a los cruzados. Tenía todas las de perder. Aun así, debía adoptar alguna postura, así que decidió dar un salto hacia lo desconocido: el 8 de febrero de 1204 visitó a su rival en prisión y lo apuñaló. Otro emperador mordía el polvo. El hecho de haber asesinado a Alejo no impidió que Murzuflo llorara tristemente en el funeral de Estado que había organizado para reunir a la ciudad en el dolor bajo su liderazgo. Pero la jugada de Murzuflo para mantenerse en el poder había acabado con cualquier probabilidad de reconciliación con los cruzados. Con Alejo vivo, los cruzados aún mantenían la esperanza de que acabara saldando sus deudas. Con su muerte, el dinero y cualquier esperanza de terminar la cruzada con un final feliz en Jerusalén se había esfumado. Murzuflo ahora tendría que pagar de una forma u otra.
Los frustrados cruzados se encontraban otra vez ante las murallas de la ciudad, lejos de casa e incapaces de llegar a Jerusalén y se enfrentaban con la tarea de atacar la gran ciudad por segunda vez. No estaban más cerca de Jerusalén de lo que lo habían estado hacía dos años. Ya preferían la muerte en combate a la humillación eterna. Así que se prepararon para la guerra.
Además de preparar los navíos y las máquinas para el sitio, durante los dos meses siguientes los cruzados dieron el importante paso de repartirse por anticipado el botín. Como podía esperarse, el dux, negociante por partida triple, se quedó con la mejor parte del lote: tres cuartas partes de cada cien hasta llegar a sumar los 200.000 marcos. El dux no estuvo dispuesto a renunciar por el bien de los cruzados a ninguna parte del dinero negociado ni siquiera en aquel último momento.
Los invasores también acordaron quedarse otro año en Constantinopla a fin de que el nuevo emperador que se escogiera tuviese tiempo de estabilizar la situación. Jerusalén tendría que esperar de nuevo. Acordaron saquear Constantinopla, la mayor de todas las ciudades cristianas, pero decidieron respetar tanto a las mujeres como a las iglesias. Murzuflo construyó febrilmente las poderosas murallas para hacerlas más altas aún si cabe y preparó a su ejército.
En la mañana del 9 de abril de 1204, los cruzados emprendieron su asalto. Atacaron las murallas con furia, pero tuvieron que enfrentarse al torrente mortal de rocas que les lanzaron los griegos. Después de no haber hecho ningún progreso y con un gran número de bajas, los cruzados retrocedieron. Los griegos celebraron su rara victoria sobre los caballeros enseñando los traseros al enemigo.
Abatidos por la derrota, Bonifacio, el dux y otros jefes cruzados recurrieron a los líderes de la Iglesia para levantar la moral de las destrozadas tropas. Denunciaron que los griegos eran peores que los judíos, y el éxito fue rotundo. Como paso final para purificarse ante Dios y garantizar la victoria, los cruzados expulsaron a sus prostitutas del campamento. Pocas veces habían soportado tal sacrificio los ejércitos cruzados.
La mañana del 12 de abril, los cruzados emprendieron su segundo asalto por tierra y por mar. La batalla creció en intensidad cuando ambos contendientes incorporaron más tropas. Los cruzados catapultaron vasijas repletas de un líquido ardiente a los griegos, que contaban por su parte con rocas, flechas y fuego. A pesar de su determinada furia, los cruzados no pudieron penetrar en las rotundas murallas de la ciudad. Pero entonces la fortuna bendijo a los cruzados. El viento cambió, impulsando a la flota del dux eufóricamente contra las murallas. Los caballeros, luchando con la furia de los desesperadamente endeudados, saltaron desde los puentes de ataque de los navíos —situados a casi cien pies del agua— a las murallas de la ciudad. Los griegos apuñalaron al primer caballero que saltó. El segundo, sin embargo, resistió el azote del enemigo, se alzó con toda su armadura y, como era ya tradición, los griegos dieron media vuelta y huyeron. Otros cruzados se apresuraron a seguirle y una sección de la muralla cayó en sus manos. Con la misma osadía, los cruzados pronto conquistaron otras secciones de la gran muralla de la ciudad.
Mientras se centraban en aquella amenaza, los griegos apartaron la mirada de lo que era tal vez su punto más vulnerable.
A lo largo del borde del agua las murallas tenían puertas que, en tiempos de paz, se usaban para cargar y descargar navíos mercantes. Cuando los cruzados se acercaron por primera vez a la ciudad en 1203, esas puertas estaban ya selladas, pero al parecer el trabajo de construcción no se había hecho allí tan a conciencia como en el resto de la muralla. Varios grupos de caballeros de las fuerzas especiales se concentraron pues en despedazar una de las puertas con espadas y picos mientras otros caballeros los defendían de los bombardeos de piedras y brea hirviendo. Los feroces caballeros ya habían conseguido practicar una pequeña brecha en la muralla. Miraron a través de ella y vieron a un enjambre de griegos que les estaba esperando al otro lado. El primer caballero que osase pasar sin duda sería hombre muerto. Uno de los clérigos cruzados, Aleumes, se introdujo por la estrecha abertura y emergió en la ciudad. Cargó contra los griegos él solo, armado con una espada y, ¿quién lo iba a decir?, los griegos hicieron lo que seguramente se había convertido en una costumbre consagrada de la época: dieron media vuelta y huyeron. Otros caballeros se fueron introduciendo por la brecha practicada en la muralla y, al cabo de unos instantes, ya había tres docenas de cruzados dentro de la ciudad. Murzuflo encabezó una carga y se lanzó contra ellos, pero cuando se acercaba a los caballeros se detuvo y consideró cuidadosamente la situación y… aunque parezca imposible, dio la vuelta y huyó. Un puñado de caballeros cruzados había aislado al poderoso emperador griego y a sus tropas.
A continuación, los caballeros irrumpieron en masa en la ciudad. Se abrieron en abanico y se dirigieron al cuartel general de Murzuflo. Su guardia leal echó una ojeada a los cruzados sedientos de sangre… y dieron media vuelta y huyeron. De hecho, con la invasión en bloque de caballeros en la ciudad, la costumbre griega de dar media vuelta y huir alcanzó una escala impresionante.
Aquella noche, al darse cuenta de que su posición era insostenible, Murzuflo siguió el camino trillado de los anteriores emperadores y huyó de la ciudad.
Cuando la élite de la ciudad se despertó la mañana siguiente, el 13 de abril, se enteró de la noticia de la deserción del emperador. Para organizar la resistencia, echaron a suertes la elección del nuevo emperador, porque nadie en su sano juicio estaba dispuesto a prestarse voluntario para ese trabajo. El infortunado ganador fue Constantino Láscaris, quien conminó a todo el mundo para que resistiera a los cruzados. Pero solamente con ver a los caballeros preparándose para la batalla del día, los griegos dieron media vuelta y huyeron. Su nuevo emperador se unió a ellos a toda prisa abandonando la ciudad: era el segundo emperador que huía ese día y el tercero ese año. Cuando los caballeros estuvieron preparados para abrirse paso a través de la ciudad, no encontraron resistencia alguna. Nadie se opuso a ellos. Un contingente de líderes religiosos se les acercó y les suplicó clemencia. Mientras Bonifacio ponderaba la propuesta, su ejército irrumpió en Constantinopla como la crecida de un río y empezó el saqueo.
Para saquear una ciudad tan grande y rica como Constantinopla no bastaba con los esfuerzos de los indómitos soldados, caballeros vengativos o líderes codiciosos. Las tres facciones del ejército necesitaban unirse en la causa propia de los cruzados de matar, violar, robar, destruir y transgredir seis o siete mandamientos más, ya que la tarea de saquear una ciudad de esas dimensiones, por supuesto, requería la participación de todas las manos posibles. Y, por descontado, todos se pusieron manos a la obra.
Envueltos en una incontrolable e infame horda, los cruzados descendieron a una de las más sangrientas y grotescas juergas de la historia. Los nobles invadieron los palacios yendo directamente a la cámara del tesoro y se apoderaron del botín con sus manos ensangrentadas. Caballeros y soldados violaron a mujeres, cortaron cabezas de niños y robaron todos los objetos de valor de las iglesias. Muchos tesoros fueron simplemente destruidos; otros, en cambio, cuidadosamente empaquetados para ser embarcados rumbo a occidente. Incluso los clérigos entraron en acción y arrebataron objetos religiosos para adornar con ellos sus iglesias en Francia. Asaltaron brutalmente el lugar más sagrado de la Iglesia oriental: la iglesia de Santa Sofía. Destruyeron o robaron prácticamente todo lo que había de valor, dejando montones de excrementos de animales por el suelo. Para regocijo de los cruzados, una prostituta bailó sobre el altar mayor de la catedral.
Cuando al cabo de unos días el saqueo terminó, o tal vez cuando se les acabaron los objetivos, los cabecillas cruzados reunieron todo el botín y se lo repartieron. Habían hecho su agosto. Y el triple negociante dux fue el que obtuvo de nuevo la mayor parte. Los franceses consiguieron lo suficiente para repartirse una buena bolsa para cada uno. Lo único que les quedaba por hacer a los cruzados era nombrar a un nuevo emperador. El ganador, que se convirtió en el séptimo emperador de los griegos desde que los cruzados habían llegado, fue Balduino de Flandes, que por casualidad resultó ser el elegido del dux.
El anciano siempre parecía salirse con la suya. En una recargada ceremonia celebrada en la iglesia de Santa Sofía, supuestamente ya limpia de excrementos de muía y de prostitutas danzantes, Balduino recibió la corona, y marcó el comienzo de lo que se conocería como el Imperio latino. En el nuevo emperador recaía la poco envidiable responsabilidad de restaurar una ciudad carente de recursos monetarios, y repleta de iglesias en rumas y gente furiosa, sin olvidar que la mitad de la ciudad había quedado arrasada hasta los cimientos por los incendios. Para recaudar dinero para su nuevo gobierno, Balduino recurrió al saqueo de las tumbas de los difuntos emperadores, fallecidos mucho tiempo atrás, asegurándose así de que los muertos recibían igual trato de pillaje que los vivos.
Balduino, en una serie de cartas en las que explicaba cómo los cruzados que habían partido dispuestos a matar musulmanes y a liberar Tierra Santa en lugar de eso acabaron endeudados hasta la médula, dieron un rodeo de dudosa legalidad para acompañar a un joven príncipe, derrotaron a seis emperadores griegos, y violaron y asesinaron a indefensos cristianos, concluía que al haber triunfado en su conquista de Constantinopla, sus acciones tendrían que haber recibido la bendición de Dios.
De todos los reyes cruzados que gobernaron en Tierra Santa, tal vez el más poco corriente fue el rey leproso de Jerusalén. Los líderes cruzados, ya fuera para dar testimonio de su espíritu igualitario, ya como muestra de su desesperación, en 1174 nombraron rey a un leproso de trece años. Conocido como Balduino IV, fue ensalzado por su valentía, inteligencia y previsión. Mientras sus ojos aún funcionaban, lideró a las fuerzas cristianas contra el legendario líder musulmán Saladino y luchó contra él en igualdad de condiciones.
A pesar de que las partes del cuerpo del rey se iban marchitando, no dejaba de acumular victorias en el campo de batalla, recuperando así temporalmente el poder del reino de Jerusalén. Tras haber reunido todas sus fuerzas para presentar batalla contra el ejército de Saladino, en 1185, cuando contaba veinticuatro años, murió de lepra poco después de su batalla final. Igual que su rostro y su cuerpo devorados por la enfermedad, su leyenda también se perdió a lo largo de los siglos.