Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Aun así, los cabecillas debatieron. El dux, como era de esperar, se entusiasmó con toda esta nueva trama griega. Los dubitativos Tomases recordaron a todo el mundo que su labor como cruzados era matar musulmanes en Jerusalén en nombre de Cristo y no a hermanos cristianos en Constantinopla. Para eso podían haberse quedado en casa. Pero el dux, como siempre, ganó el debate con un giro de lógica propio de un teólogo: convenció a los cruzados de que el hecho de reinstaurar a un emperador cristiano en el trono, mediante lo que seguramente prometía ser una guerra corta y fácil, era de hecho un acto muy cristiano.
Sin embargo, algunos de los soldados no estuvieron de acuerdo con el impresionante razonamiento del dux. Matar cristianos no era tan satisfactorio como matar musulmanes y, en consecuencia, muchos soldados abandonaron. Pero no todo eran malas noticias: el papa Inocencio III se retractó entonces de su primera postura. Les perdonó a los cruzados todos los pecados que habían cometido en el ataque a Zara, pero les hizo jurar que nunca volverían a atacar una ciudad cristiana. Los cabecillas, esforzándose por alcanzar nuevas cotas de doblez, estuvieron de acuerdo, sabiendo, sin embargo, que su plan secreto de reinstaurar al príncipe Alejo, probablemente, requeriría atacar Constantinopla.
En abril de 1203, la flota zarpó dejando atrás las humeantes ruinas de Zara. Las iglesias, dado el espíritu de devoción de hombres dedicados a una elevada causa como una Cruzada, fueron perdonadas.
El mes siguiente, cuando se encontraban a medio camino de su destino, la flota se detuvo en la isla de Corfú. Allí, parte del ejército, tal vez distraído por las maravillosas vistas, cambió de idea y se negó a navegar hasta Constantinopla. Se dirigieron al otro lado de la isla, para disfrutar de una especie de autoimpuesto descanso de las cruzadas. Alejo y los jefes cruzados se enfrentaron a los desertores, sabiendo que su pérdida paralizaría a su ya renqueante ejército. Suplicaron, imploraron, lloraron y babearon. Los desertores acordaron quedarse con ellos, pero, siguiendo el verdadero espíritu de la Cuarta Cruzada, quisieron hacer otro trato. Estaban dispuestos a quedarse solamente hasta Navidades; luego serían libres para avanzar hacia Jerusalén. Los jefes cruzados estuvieron de acuerdo. Alejo, complacido, informó al dux de que el plan para saldar la deuda aún estaba en pie.
Exultante por haber sobrevivido de nuevo a una experiencia cercana a la muerte, el ejército zarpó y alcanzó las afueras de Constantinopla a finales de junio de 1203. Nunca habían visto nada parecido y contemplaron asombrados las monstruosas murallas de la gran ciudad que se elevaban ante ellos. Constantinopla, con una población de 400.000 habitantes, empequeñecía a cualquier ciudad de Europa. Las murallas defensivas eran altas y gruesas y parecían interminables. Los cruzados contemplaron a su pequeño ejército formado por unos 20.000 hombres y se preguntaron cómo iban a entrar. Además de su enorme tamaño y su evidente riqueza, que había conseguido por ser el centro comercial del mundo, la ciudad alardeaba de tener una poderosa tradición militar.
Sin embargo, las luchas políticas intestinas que habían asolado el imperio en las décadas anteriores habían consumido la fuerza militar de la ciudad y el espíritu de lucha de sus ciudadanos. A pesar de que hacía meses que sabían que los cruzados se acercaban, el emperador Alejo III tomó pocas precauciones para defender la ciudad. La antaño poderosa flota griega se estaba pudriendo y era incapaz de emprender cualquier acción naval seria, las murallas protectoras de la ciudad, en realidad, necesitaban reparaciones, y, lo que tal vez era más importante, el ejército adolecía de espíritu de lucha. Su núcleo consistía en miles de mercenarios, la mayoría varegos startrekoides, duros luchadores escandinavos. La debilidad del ejército griego se ocultaba temporalmente tras su tamaño.
Constantinopla está ubicada en la parte occidental europea del Bósforo, un estrecho canal de agua que separa Europa de Asia. Los cruzados acamparon en la parte oriental, asiática, del Bósforo, donde el emperador había almacenado ingentes provisiones de comida, aparentemente ajeno a que con ello podía acabar ayudando a su enemigo. El emperador desplegó a su ejército a lo largo de la orilla europea para repeler una invasión por la costa.
Para provocar un golpe de Estado contra el emperador y evitar así la batalla, el doblemente negociante dux tomó a su joven príncipe Alejo, le colocó en la proa de un barco y navegó con él ante las murallas de Constantinopla. El dux pensó que los habitantes de la ciudad probablemente identificarían a su auténtico gobernante, se pondrían rápidamente de su parte y depondrían a Alejo III, el falso emperador. ¡Estaba equivocado! Nadie en la ciudad siquiera reconoció al príncipe. La pequeña expedición regresó al campamento asentado en la otra orilla del Bósforo completamente desanimada. A los cruzados les costó aceptar el fracaso de esta última estratagema del dux, conscientes de que la única opción que les quedaba era conquistar la imponente ciudad. El ejército del emperador ocupaba toda la playa que se extendía bajo las murallas de la ciudad.
La mañana del 5 de julio de 1203, los cruzados, con el dux ciego al frente, atracaron en la playa a tocar de las espadas del inmenso ejército del emperador. Los caballeros cruzados descendieron al galope las rampas de sus novedosos navíos y los sorprendidos y asombrados griegos dieron media vuelta y huyeron. El emperador se dio tanta prisa en desaparecer que dejó tras de sí su tienda repleta de pertenencias personales. Crecidos por el éxito, los cruzados pronto superaron el cordón que protegía el puerto interior de Constantinopla, atravesaron el Cuerno de Oro y penetraron en el punto débil de la ciudad.
A pesar de que su búsqueda de provisiones no fue infructuosa, a los cruzados se les terminaba la comida. Estaban acampados justo en la parte exterior de la muralla norte de la ciudad y sabían que tenían que actuar con rapidez: o se apoderaban de Constantinopla o se retiraban. El 17 de julio los cruzados movieron pieza. Se dividieron en dos grupos; los franceses, más numerosos, atacarían desde tierra, y los caballeros venecianos asaltarían las murallas de la ciudad desde sus navíos. Una y otra vez los griegos hacían retroceder a los atacantes en ambos frentes. Al ver que a su ejército se le estaban acabando las oportunidades, el dux ordenó que su navío cargase hacia la ciudad. Su temeraria decisión cohesionó a los cruzados: nadie quería verse superado en valentía por un anciano ciego. Se abalanzaron hacia la costa y los griegos dieron media vuelta y corrieron al interior de la ciudad, mientras los venecianos les pisaban los talones. El emperador Alejo III lanzó a su ejército contra los venecianos, que ya estaban dentro de Constantinopla. Cuando los cruzados se retiraron hacia la puerta, provocaron un incendio con la intención de emplearlo como escudo; las llamas crecieron y engulleron una gran área de la ciudad mientras los venecianos se apresuraban a pegarse a una sección de la muralla.
Finalmente, el temeroso emperador Alejo III consiguió reunir un poco de coraje. Volcó a su ejército fuera de la ciudad para aplastar el campamento cruzado francés. Su superioridad numérica encogió al pequeño grupo de cruzados, conscientes de pronto de las pocas oportunidades que tenían de sobrevivir. No tenían comida, estaban lejos de casa y se enfrentaban a ridículas probabilidades. Los dos ejércitos se acercaron y esperaron. Un grupo de caballeros cruzados rompió filas y, después de haber soportado humillaciones, la ira del Papa, la perspectiva de las hogueras del infierno y aquella deuda persistente, se abalanzaron con un desesperado ímpetu hacia las líneas enemigas. No eran más de quinientos y entre ellos estaba Balduino de Flandes, uno de los líderes fundadores. Avanzaron rápidamente con sus brillantes armaduras y, cuando casi habían alcanzado las líneas griegas, se detuvieron ante un pequeño río. Todos esperaban. Sin duda los griegos iban a avanzar vertiginosamente y, tras aplastar al reducido grupo de caballeros, obligarían a retirarse al resto de cruzados. Pero mientras la tensión aumentaba y los cruzados sopesaban su próximo movimiento, Alejo III recuperó de nuevo su cobardía y ordenó a los griegos que hicieran lo que sabían hacer mejor: dar media vuelta y huir. Los cruzados observaron asombrados cómo su numeroso enemigo escapaba a la ciudad, mientras los caballeros les seguían de cerca para rematar la humillación. El emperador Alejo se había largado.
Aquella misma noche, el emperador cogió algo de oro, abandonó a su esposa y, con un círculo de allegados, huyó de la ciudad. El emperador bizantino, uno de los dos líderes más poderosos del mundo occidental, escapaba sumido en la desgracia con su ejército aún por derrotar y sin siquiera haber entrado en batalla.
Cuando amaneció el 18 de julio, Constantinopla descubrió que no tenía emperador. Los líderes griegos, temiendo la destrucción total de la ciudad abierta, sacaron al antiguo emperador Isaac, ahora ciego, padre del príncipe Alejo (y hermano de Alejo III) de su mazmorra y le instauraron de nuevo emperador, protagonizando tal vez el ascenso más rápido de la historia: de prisionero a emperador. En el campamento cruzado estaban exultantes ante su gran fortuna. Ahora lo único que tenían que hacer era simplemente colocar al joven príncipe en el trono junto a su padre, recoger su dinero y canalizar sus mortíferas habilidades para alcanzar un objetivo mejor: recuperar Jerusalén y matar musulmanes.
Una delegación de cruzados se apresuró a rendirle visita a Isaac en su espléndido palacio y le informó en privado del acuerdo que había contraído su hijo. Aunque el nuevo emperador se quedó asombrado ante la deuda que había contraído su joven hijo, no tuvo otra elección que, como siempre hacen los padres, sacar de apuros a su manirroto hijo. Si lo rechazaba desencadenaría otro asalto de los cruzados, y el emperador, con una base política tan débil, no estaba seguro de cómo iba a responder el ejército. Los griegos abrieron las puertas de la ciudad de par en par y Alejo entró por fin en Constantinopla. Fue coronado Alejo IV, coemperador con su padre. Los griegos abastecieron generosamente de comida al ejército cruzado, que después se retiró gentilmente por el Cuerno de Oro. ¡Misión cumplida!
Mientras los nobles cruzados paseaban por la ciudad mirando boquiabiertos el tesoro escondido de los maravillosos objetos religiosos, los venecianos evaluaban su potencial lucrativo. Los gobernantes padre-hijo empezaron a desempeñar el trabajo habitual de un nuevo régimen, tal como vaciar las cárceles de enemigos de los antiguos gobernantes. Entre esta multitud, por desgracia para ambos, se encontraba Alejo Ducas, apodado Murzuflo.
Para cumplir con su trato, el recién coronado Alejo IV pagó una gran cantidad de dinero a los cruzados y éstos empezaron a planear el último tramo de su tortuoso viaje a Tierra Santa. Alejo, sin embargo, no disponía de suficiente dinero para acabar de saldar su deuda con los cruzados. Desesperado, ordenó que despojaran las iglesias de sus objetos religiosos, la envidia de todo el mundo cristiano, y los fundiesen. A los ojos de los griegos, el nuevo emperador había cometido un acto sacrílego.
También se encontró con problemas al no conseguir formar el ejército que había prometido a los cruzados. Además, sabedor de que los griegos le consideraban una simple marioneta de los cruzados, se dio cuenta de que, sin su ejército, sus días en el poder estaban contados. Necesitaba tiempo y estaba dispuesto a sumergirse en un agujero de deudas aún más profundo para conseguirlo.
Les hizo a los cabecillas cruzados otra oferta que no podían rechazar. Pagaría el resto de la deuda que les debía, además financiaría a la flota hasta septiembre de 1204, un año más del que los venecianos habían acordado, y aprovisionaría al ejército cruzado. Lo único que tenían que hacer era quedarse en la ciudad hasta la siguiente primavera. El coemperador razonó que por entonces ya tendría controlado firmemente su Imperio. Pero su mente bizantina falló: no cayó en la cuenta de que tal vez fuera poco sensato pedirles a los cruzados que se quedasen por más tiempo cuando eran ellos la causa del resentimiento que su pueblo sentía hacia él.
Tal como había ocurrido con el primer trato, éste causó también división de opiniones entre los líderes cruzados. Y, sorpresa, sorpresa… ¡El dux amante de los tratos les aconsejó que aceptasen el trato! Los usuales disidentes apuntaron el nimio detalle de que Alejo aún no había pagado completamente su primera promesa. El dux y su gente pensaban en las provisiones gratis y el dinero extra que el emperador les pagaría. Además, destacaron que si zarpaban enseguida llegarían a Tierra Santa a principios de invierno, una época sabidamente poco propicia para empezar a matar musulmanes. Entonces el dux cerró el trato y acordó mantener a su flota junto con los franceses hasta Navidades de 1204. Los cruzados doblaron la apuesta en su inversión en el joven emperador.
Una vez definitivamente investido Alejo como el emperador, los cruzados trabajaron duro para garantizar su éxito. Pero la labor estaba resultando realmente ardua. Un incendio de grandes dimensiones arrasó sectores de la ciudad que no habían quedado afectados por las llamas durante el conflicto. Los devastados griegos culparon a los cruzados del fuego. Para empeorar las cosas, empezaron los enfrentamientos entre ambos emperadores, padre e hijo. El anciano Isaac, que nunca había destacado por tener una mente despierta, se volvió aún más irracional, y acabó provocando la mofa y el odio de su pueblo. Padre e hijo se peleaban tratando de conseguir cada uno el mando político. El pueblo, humillado por la derrota, la deuda, la destrucción de muchos de sus iconos religiosos, los incendios y los líderes reprobables, empezó a odiar a sus dos emperadores casi tanto como a los cruzados.
Y si alguien estaba dispuesto a explotar esta ira ese era Murzuflo, que lideraba el ala griega para expulsar a los cruzados.
Obligado por su creciente presión, Alejo dejó de pagar a los cruzados. En diciembre, éstos se reunieron con Alejo en su palacio. Ante los nobles de la ciudad, le reclamaron ásperamente que les pagase su deuda; de lo contrario, le atacarían.
Insultado, Alejo no tuvo otra elección que rechazar el trato. Doblegarse ante los cruzados delante de los nobles de la ciudad habría significado un suicidio político y, probablemente, su asesinato. La hostilidad era tan grande que la delegación cruzada escapó temerosa de la ciudad.
Con la esperanza de evitar el conflicto y restituir el flujo de fondos hacia su bolsillo, el dux, negociante ya por partida triple, se reunió en secreto con Alejo. Durante un año, el anciano había alimentado a Alejo, lo había llevado al trono en sus propios barcos y había cumplido todos los compromisos que había contraído. Él simplemente quería que Alejo cumpliera a su vez el trato y pagase sus deudas. Pero Alejo le dijo al dux que no podía. Furioso por la traición y tal vez avergonzado por haber puesto tanta fe en Alejo, el dux se volvió entonces contra su protegido y juró destruirle.