Breve Historia De La Incompetencia Militar (2 page)

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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Por otra parte, incluso los mejores oficiales del mundo cometen graves errores. En 1944, algunos generales prusianos de las huestes de Hitler, preparados para la guerra como nadie, reunieron por fin las agallas suficientes para librarse del alarmantemente perturbado dictador, el mayor asesino de la historia. Como es sabido, lo organizaron pésimamente, y su burdo fallo de estrategia y ejecución, cometido mientras el mundo ardía a su alrededor y miles de personas morían a diario como resultado de sus acciones, constituye prácticamente un manual de lo que no debe hacerse cuando se quiere acabar con un dictador asesino. La primera lección es: acude a las citas con armas.

Algunos dirigentes, usualmente de las autoproclamadas «democracias avanzadas», siguen adelante e invaden países aun cuando saben que es una mala idea. Durante la invasión de la bahía de Cochinos en 1961, John F. Kennedy pensó que Estados Unidos podría invadir Cuba sin que nadie supiese que esa superpotencia estaba detrás. Por desgracia para Kennedy, la CIA lo organizó todo chapuceramente y aquel perfecto fiasco se convirtió en la primera invasión fallida aireada por la prensa.

Muchos dictadores e imperios no reconocen una mala idea incluso cuando les da en pleno rostro. Cuando la Rusia soviética, reincidente recalcitrante, invadió Afganistán en 1979, no se dio cuenta de que invadir Afganistán suele ser la primera parada en la ruta hacia la ruina de un imperio. Estados Unidos se dejó llevar y olvidó este hecho cuando inició una guerra por poderes para intentar atacar inteligentemente por los flancos a los soviéticos. El inevitable resultado fueron las nefastas consecuencias posteriores para ambos imperios a manos de los astutos señores de la guerra de aquellas impenetrables montañas.

Otro sorprendente error de cálculo sucedió durante la guerra de las Malvinas, en 1982, cuando la Junta Militar argentina en peso, que estaba arruinando a su país, subestimó gravemente la voluntad del súper acorazado «Maggie Thatcher» para luchar a muerte por las migajas del Imperio británico. Sin darse cuenta, firmaron la sentencia de muerte de su pequeña Junta. Los dictadores veteranos deberían meterse en la cabeza de una vez por todas que matar civiles no les da automáticamente experiencia para luchar contra un ejército en toda regla. La principal enseñanza que pueden extraer los imperios de aquella confusa batallita es que deberían fomentar el uso del radar sofisticado para proteger a su enorme flota de misiles baratos de fabricación francesa.

Pero aunque todas las directrices legalistas para hacer una guerra dieran luz verde, los líderes deberían ser lo suficientemente listos y andarse con pies de plomo. Cuando Estados Unidos invadió Granada en 1983, las dificultades con que se encontró para aplastar al microestado turístico estalinista demostraron los peligros que entrañan las guerras de un día.

Probablemente hubiera tenido menos problemas si hubiesen clavado esta útil lista de control de invasión en la puerta principal del Pentágono:

  1. Confirmar si el país enemigo tiene ejército. En caso afirmativo, no dar por supuesto que puede ser derrotado en un día.
  2. Buscar mapas exactos del país propuesto para ser invadido.
  3. Llevar radios que funcionen.
  4. Asegurarse de que las Fuerzas Especiales sean realmente especiales.
  5. Si se pretende rescatar a rehenes, conviene saber dónde se encuentran. Si es posible, llamar a los rehenes y preguntarles por su paradero.
  6. ¿Empezará la invasión en fin de semana? Si es así, es conveniente coordinar la invasión con el horario adjunto del partido de golf del presidente.
  7. ¿Es el objetivo de invasión propuesto una isla o está en el continente? Si es una isla, notificarlo a la Armada.
  8. ¿Hay suficiente provisión de medallas?

El fin de un imperio presenta retos no menos duros que los que se plantean al principio o a la mitad de un régimen.

Durante el intento de golpe contra Gorbachov en 1991, los golpistas estaban en general borrachos, sudorosos y poco preparados. Olvidaron que los golpes de Estado triunfantes son obras de arte y tienen que estar muy bien organizados, combinados con un tufillo de amenaza y una pizca de fuerza aplastante. Tampoco es aconsejable celebrar conferencias de prensa cuando se tienen los ojos inyectados en sangre tras haber pasado una noche bebiendo vodka con la esperanza de infundirse confianza.

Este libro está dedicado al estudio de la sabiduría que se esconde tras estos extraordinarios ejemplos de estupidez militar. Está claro que el estudio de las guerras exitosas no ha evitado que estallasen nuevas guerras y mucho menos las estúpidas. La tendencia más inquietante de las guerras estúpidas es que son difíciles de terminar. Una vez empezadas, normalmente como consecuencia de las inescrutables acciones de idiotas animados por objetivos irreales y abyectos, los actores de ambos bandos son reacios a finalizar la matanza porque no quieren admitir las estúpidas razones que desencadenaron la guerra. De modo que la guerra continúa y el objetivo se convierte sencillamente en hacer que la guerra prosiga.

Con todo ello en mente, a todos nos corresponde hacer lo posible para evitar que la próxima guerra estúpida estalle.

Valente y el fin del imperio romano
Año 377

Desde los inicios del Imperio romano, que a lo largo de siete siglos evolucionó de la república a la dictadura para acabar finalmente en la ruina, el único principio que respetaron todos los gobernantes fue que los líderes de Roma nunca debían mostrar clemencia con sus enemigos.

Ya desde el siglo V a.C, cuando la tribu original romana se estableció por primera vez en las siete colinas de Roma, después de echar a los etruscos y constituirse en República, los romanos empezaron a conquistar lentamente las tribus de los alrededores y fueron desarrollando la pauta básica que sentaría las bases del Imperio y que, más adelante, serviría de modelo para la mayoría de sistemas de gobierno occidentales. La República romana acabó con la idea de las dinastías hereditarias y la reemplazó por la de dos gobernantes, los cónsules, que compartían el poder y que eran elegidos entre los aristócratas de la clase conquistadora.

El modelo de compartir el poder duró hasta aproximadamente el año 34 a.C. A partir de entonces se impuso el gobierno dictatorial de los emperadores, que se inició con Augusto. Durante siglos, los emperadores expandieron el gobierno fascista de la Pax Romana por una arena de miembros cortados. Hacia el siglo IV, la principal ocupación del emperador era mantener el Imperio y defenderlo de las hordas bárbaras que clamaban ante sus puertas. Sin embargo, en aquel entonces el poder real del emperador residía en la Guardia Imperial, la cohorte de soldados que lo protegía.

La Guardia Imperial romana la creó el primer emperador Augusto hacia el año 1 como su propio ejército privado. Se la denominó Guardia Pretoriana, y su estructura, función y actitud eran muy parecidas a las de las SS. A lo largo de los siglos, los guardias pretorianos se dispersaron, pero fueron reemplazados por una estructura aún más brutal si cabe de guardias imperiales que ejercían su poder para elegir al emperador que querían y asesinaban a los que odiaban. Los guardias imperiales elegían a los emperadores con el objetivo principal de mantener el Imperio en un estado de lucha constante.

La preservación del poder era su objetivo primordial. El hecho de no mostrar clemencia era fundamental para conseguirlo.

Las revueltas y rebeliones incitadas por gente peligrosa como Jesús eran aplastadas brutalmente, aun a riesgo de acabar con ciudades enteras, por no mencionar la vida de la mayoría de sus rebeldes habitantes. Los supervivientes eran vendidos como esclavos o se los arrancaba de su hogar para conducirlos a Roma, donde eran sacrificados ritualmente en el Coliseo, delante del populacho de la ciudad, como prueba de la corrección de la forma de vida romana.

La mayor amenaza para el Imperio a lo largo de los siglos, además de las guerras, las hambrunas y revoluciones, la avaricia, la sed de sangre, la estupidez, la incompetencia y la locura de sus emperadores, era mostrar clemencia hacia los bárbaros. La clemencia, por así decirlo, se encarnó en el emperador Valente, al que le otorgaron el cargo de emperador oriental únicamente porque su hermano mayor era el emperador occidental. Alguien tenía que gobernar la parte oriental, y Valente fue quien abrió la brecha en el caparazón que finalmente condujo a la caída del Imperio romano.

Los actores

Emperador Valentiniano I:
Fue un firme soldado proveniente de la Guardia Imperial al que eligieron emperador porque no suponía ninguna amenaza para las dos dinastías que codiciaban el control de la sucesión.

La verdad desnuda: Irascible y célebre por sus amonestaciones a gritos.

Méritos: Prefirió a su hijo de ocho años antes que a su hermano Valente como su sucesor.

A favor: Buen soldado, sirvió eficazmente al Imperio.

En contra: Arruinó al Imperio al nombrar a su hermano coemperador.

Emperador Valente:
Era el hermano menor de Valentiniano y fue educado en el campo como un sencillo granjero.

Su única calificación para ser coemperador era que la Guardia Imperial había obligado a su hermano a compartir el poder.

La verdad desnuda: No hablaba griego, la lengua franca del Imperio oriental, por lo que tuvo que fiarse de los intérpretes.

Méritos: Construyó un acueducto en su capital, Constantinopla, que aún sigue en pie.

A favor: Confiaba en que la gente era tan simple como un borrego.

En contra: Olvidó a menudo la regla de «no mostrar clemencia hacia los bárbaros».

La situación general

Desde los inicios del Imperio romano en 510 a.C, los aristócratas romanos bien rasurados estaban decididos a superar los logros del Imperio griego de Alejandro Magno recurriendo a una incesante violencia viril con derramamiento de sangre. El poder y las togas eran importantes para los romanos. Después de que los enemigos fuesen sometidos mediante la espada o un tratado, el poder mantenía la paz y llenaba las arcas de oro. A medida que el Imperio se iba expandiendo, los romanos iban apoderándose de los bienes de los vencidos bajo el gran manto de la Pax Romana: obligaban a alistarse a los hombres más capaces y se apropiaban de sus recursos, ya fuera como botín de guerra o como alimentos.

Los generales que acabaron dominando el arte del saqueo y el pillaje de los no romanos forzados a incorporarse al Imperio (es decir, los bárbaros) marchaban por Roma triunfantes llevando consigo oro y esclavos, ostentando poder suficiente para reivindicar sus aspiraciones al trono con la ayuda de la Guardia Imperial.

Ya no importaba si el general era un aristócrata romano o, los dioses no lo quisieran, un vándalo, un godo o un huno. Si recibía la aprobación de la Guardia, ya estaba admitido. Esta flexibilidad permitió que la República Romana se convirtiese en el primer superimperio del mundo.

Hacia el año 364 su vastísima dimensión requería que el emperador pasase la mayor parte del tiempo combatiendo contra los bárbaros en las remotas fronteras, celosamente protegido por su cohorte de guardias imperiales, que no lo abandonaban ni un instante por si en alguno de aquellos difíciles envites acababan encontrándose con un emperador muerto en sus manos.

Y eso fue precisamente lo que sucedió ese mismo año cuando el emperador Juliano murió en combate contra el eterno enemigo de los romanos, los persas. Seguidamente, el sustituto de Juliano murió de camino a Roma. La Guardia se reunió de nuevo y eligió a Valentiniano I como el mejor de la lista de los candidatos al cargo, todos ellos militares de poca enverga dura con las manos manchadas de sangre. Se trataba de una figura de compromiso que salió elegida por no provenir de ninguna de las familias dinásticas de anteriores emperadores, por entonces enfrentadas por reconquistar el poder. Después de nombrar a Valentiniano, los guardias imperiales, prudentes ante los retos y los riesgos de tomar el timón de aquella gigantesca máquina de guerra, le exigieron al nuevo emperador que nombrase a un coemperador para la mitad oriental del Imperio. Valentiniano se inclinó astutamente por la única persona que sabía que no le iba a hacer sombra y a la que le resultaría fácil controlar: su hermano menor Valente.

Los guardias imperiales aceptaron la elección, porque Valente era aún más débil y desde luego más inexperto que Valentiniano. Supusieron con arrogancia que ni siquiera un emperador débil, por no mencionar a su estúpido hermano menor, sería una amenaza para la continuidad del superimperio.

Valente era siete años más joven que Valentiniano y se había educado en la granja que la familia tenía en los Balcanes orientales, mientras su hermano luchaba en las campañas de África y la Galia con su padre, también soldado. Desconocedor de la dura vida del campo de batalla, Valente fue educado en un entorno bucólico y agradable. Era conocido por sus piernas arqueadas y su prominente barriga, rasgos bastante corrientes en la época, pero al parecer poco usuales en un emperador romano susceptible de ser desdeñado por sus contemporáneos.

Al principio, las cosas empezaron bien para Valente y su nuevo Imperio, que comprendía la actual Turquía, los Balcanes, Oriente Próximo y Egipto. Astutamente, se rodeó de gente que hablaba los idiomas locales y podía explicarle los incomprensibles lamentos de sus nuevos súbditos. Se casó con la hija de un militar y empezó tratando a todo el mundo de forma justa. Sin embargo, pronto se le presentaron problemas. Cada vez que intentaba hacer algo más que las tareas administrativas básicas, las cosas le salían mal. Ambos hermanos decidieron mejorar la calidad de las monedas haciéndolas más puras. Estas nuevas monedas ayudarían a estabilizar la divisa en la mente del ciudadano romano medio, pero, al acuñar nuevas monedas con un oro mejor y más fino, los hermanos gobernantes se estaban en realidad robando a sí mismos. Muchas decisiones de Valente acababan perjudicándole sólo a él.

No obstante, pronto se le presentaron problemas mayores. Los godos, bárbaros provenientes de más allá de la actual baja Ucrania y los Balcanes nororientales, volvían a las andadas. Después de derrotarlos en 328 mientras unificaba el Imperio, Constantino les había obligado a contribuir con sus tropas para reforzar las legiones del Imperio oriental, siempre necesitadas de soldados.

En 365, intuyendo la debilidad del lerdo y torpe Valente, los godos se decidieron a invadir el Imperio oriental. Siguiendo las instrucciones del manual del emperador, Valente despachó diligentemente varias de sus legiones para que les diesen su merecido. Pero entonces se le planteó un problema aún mayor: estalló una revuelta en Constantinopla, su propia capital. Un antiguo secretario imperial llamado Procopio, pariente del emperador Juliano, de la dinastía Constantina, tuvo por alguna razón la feliz idea de que merecía convertirse en emperador. Resuelto a llevar su propósito a buen término, convenció a dos legiones de Valente para que le apoyaran, alcanzó un acuerdo con los godos invasores y se autoproclamó emperador. Acuñó nuevas monedas y empezó a citar a su gente en Constantinopla. Se trataba de otra clásica usurpación de poder romana.

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