Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Cuando los dos ejércitos estuvieron frente a frente, Valente rechazó otra oferta de paz. Una de las anteriores ofertas de Fritigerno incluía una carta secreta en la que se ofrecía la posibilidad de un acuerdo, siempre y cuando los romanos mostrasen su fuerza a los godos: eso le daría a Fritigerno la excusa necesaria para explicar su rendición. Valente, que no confiaba en él, la había rechazado en su momento y, anticipando su victoria, la rechazó entonces.
Las legiones, sedientas y azotadas por el calor, sin duda necesitaban ponerse a la sombra, tomarse un descanso y beber agua. Pero entonces se propuso una nueva oferta para negociar. Esta otra incluía un intercambio de prisioneros de alto rango como primer paso para las negociaciones, un acuerdo típico para mantener a los dos ejércitos frente a frente a unos cien pies de distancia antes de enredarse en la lucha. Valente lo aceptó, tal vez considerando por fin la fatiga de sus soldados y, por alguna razón, creyendo que Fritigerno tal vez se rendiría ante la exhibición de poder de las legiones romanas. Cuando sus legiones se colocaron en formación de batalla para representar la estratagema de la rendición, un rehén de alto rango del entorno de Valente se preparó para entregarse a los godos e iniciar así las negociaciones.
Si era una trampa, estaba perfectamente urdida y sorprendió al lento y pesado Valente. Había caído en manos de los godos. La caballería goda, que había estado recorriendo el territorio sin ser advertida por las patrullas de reconocimiento romanas, surgió como de la nada y se abalanzó sobre la caballería romana, formada por una unidad de élite de la Guardia Imperial, por el flanco izquierdo de Valente. Probablemente se aproximaron cabalgando por las riberas casi secas de los ríos para evitar levantar polvo y pasar así inadvertidos ante los romanos. Cuando arremetieron contra el ala izquierda, la caballería romana se vio obligada a retroceder hacia la infantería que se encontraba en el centro de Valente. Los romanos descubrieron de la peor forma que las fuerzas godas estaban formadas probablemente por 30.000 o más combatientes. Pero los veteranos jinetes romanos se estabilizaron y volvieron a avanzar. Los romanos empezaron a imponerse: la infantería avanzaba imperturbable colina arriba hacia el círculo de carromatos. Pero la caballería del ala izquierda estaba profundamente enzarzada en una lucha con la caballería goda, más numerosa, y Valente carecía de los refuerzos de la caballería necesarios para volcarse en la batalla y darle la vuelta a la situación. Claramente superados en número por los godos, los romanos fueron perdiendo terreno y el ala izquierda de caballería pronto acabó sepultada bajo el otro bando.
El flanco izquierdo de las legiones de infantería había quedado por tanto desprotegido. Tras retroceder sobre sus pasos, se vieron finalmente obligadas a protegerse tras sus escudos de madera y presentar batalla. Sirviéndose de sus largas lanzas, trataron de contener a la caballería del enemigo, pero cuando las espadas de la caballería de los godos las rompieron, los romanos ya sólo pudieron recorrer a sus espadas para evitar la arrolladora masa de jinetes godos. Ahora eran los romanos los que parecían un blanco fácil. La batalla prosiguió hasta que la sangrienta masa de soldados romanos se dispersó y echó a correr. Había empezado la derrota aplastante del ejército del emperador oriental.
En lugar de entrar en batalla e intentar rescatar al emperador, un regimiento de soldados que había quedado en la reserva se unió a la desbandada, presa por el pánico. Otros comandantes clave que hasta entonces habían luchado bajo las órdenes de Valente desertaron aprovechando la creciente oscuridad y abandonaron a su emperador en lugar de caer luchando. Dos tercios del ejército de Valente murieron junto con la mayoría de generales.
Tal vez el simple y terco emperador, aun viendo que sus generales lo abandonaban y sus soldados eran masacrados, quiso seguir en el campo de batalla y acabó malherido en el suelo rodeado de enemigos. Su Guardia Imperial, que sabía acerca del modo romano de dirigir un imperio más que él, lo dejó a merced del enemigo. El cuerpo de Valente nunca se encontró.
Los godos. El nombre es lo único que se ha mantenido a lo largo de la historia hasta llegar a nuestros días. Por extraño que parezca, este pueblo desapareció poco después de saquear Roma, en 410, bajo el liderazgo del rey Alarico. Originalmente, los godos se habían forjado su reputación luchando en una serie interminable de guerras fronterizas contra los romanos y habían ganado la dudosa distinción de servir como esclavos en muchas casas romanas. Más tarde, los hunos invadieron sus tierras natales del mar Negro y, en 376, los romanos permitieron que una gran masa de refugiados godos cruzara el Danubio y entrara en el Imperio romano. Después de aplastar las menguadas legiones del emperador oriental Valente en Adrianópolis, los godos trataron de llegar a un acuerdo de paz con los romanos a cambio de una franja del Imperio que pudieran reivindicar como suya. Pero cuando, tras haber firmado varios tratados con los implacables emperadores romanos, siguieron sin patria, decidieron vengarse saqueando la gran capital imperial. Al final, terminaron instalándose en los territorios visigodos de Francia y España, así como en una considerable franja del norte de Italia de los ostrogodos. Los godos que permanecieron en Italia después de saquear Roma no tardaron en ser dispersados por otros invasores teutones, y su influencia y cultura casi fueron arrasadas por completo. En España y el sureste de Francia, los godos pronto se encontraron con problemas con los papas romanos, y los últimos reinos godos desaparecieron en el siglo VIII con la invasión musulmana de España.
Ningún romano habría imaginado jamás que esto podría sucederle a uno de sus emperadores. Los informes sobre lo que fue del cuerpo de Valente fueron contradictorios. Algunos dijeron que lo quemaron vivo. En cualquier caso, el cuerpo nunca se recuperó, una forma humillante de morir para cualquier hombre, y más aún para el gobernante de un superimperio. Los romanos constataron que habían sufrido su peor derrota desde la batalla de Cannas a manos de los cartagineses, 700 años antes. La tradición de sacrificarlo todo por la victoria, establecida a lo largo de los siglos por los líderes romanos —tales como el general que había muerto espoleando a sus legiones hacia la victoria en la culminante batalla de la tercera Guerra Samnita en 291 a.C, que consolidó el control romano sobre Italia central y puso a los romanos firmemente en la senda hacia el Imperio—, se había desvanecido. Y nada menos que frente a los godos.
El sucesor de Valente, Teodosio, un general que Graciano nombró nuevo emperador oriental, atacó animosamente a los godos, pero no fue capaz de derrotarlos. Se vio obligado a firmar con ellos, y en sus propios términos, un tratado de paz: los godos habían penetrado en el Imperio y pensaban quedarse. El Imperio Romano ya estaba en las últimas; con la aplastante derrota de Adrianópolis había quedado mortalmente herido. En 410 Roma fue saqueada por el rey godo Alarico, que en 376, siendo aún un muchacho, había cruzado el Danubio junto con los demás refugiados.
A finales del siglo V el Imperio ya no existía. Valente fue confinado al agujero negro de la historia, en igualdad de condiciones que muchos de los que habían sucumbido al poder romano. Tales son las recompensas de la clemencia cuando se intenta gobernar un superimperio.
Una gran deuda, así como una gran fe o el calor que produce reverberaciones sobre la arena ardiente del desierto, puede distorsionar la realidad. Una deuda puede llegar a apoderarse de la mente de una persona, falsear la lógica y convertir el no en un sí, y lo equivocado en correcto.
En los albores del siglo XIII, el fervor religioso se propagó de nuevo por toda la población cristiana de Europa.
Congregados por el Papa y los nobles franceses, los cruzados emprendieron por cuarta vez en un siglo una cruzada para arrebatar Jerusalén y Tierra Santa de las manos de los infieles islámicos. Partieron con la más pura de las intenciones, inspirada por la necesidad de matar musulmanes para alcanzar su objetivo sagrado.
Sin embargo, el camino a la salvación eterna se desvió hacia Venecia. Los cruzados deseaban evitar la polvorienta ruta terrestre que pasaba por Constantinopla y encargaron una flota a los venecianos para navegar hasta Tierra Santa. El emergente poder marítimo estaba controlado por el dux, un gobernante artero, amante del dinero y negociante, al que la aristocracia de la ciudad había elegido de por vida. La única misión del dux era enriquecer a su querida ciudad-estado. Pero el ejército cruzado, falto de reclutas procedentes de las buenas familias de Europa, no tardó en acumular una deuda muy considerable que el dux no quiso perdonarle, por muy glorioso que fuera el objetivo de reconquistar Jerusalén. La solución que propuso para liberar a los cruzados de su infortunada carga financiera fue primero que atacaran una ciudad cristiana y, posteriormente, que saquearan y expoliaran la más grande, rica y cristiana de las ciudades de Europa: Constantinopla. El dux recibió todo el pago, pero los santos guerreros nunca pusieron un pie en Tierra Santa.
Príncipe Alejo:
Era un príncipe libre de compromisos y un trotamundos; hijo del depuesto emperador bizantino, daba tumbos por Europa buscando un ejército libre que le colocase en el trono de los bizantinos.
La verdad desnuda: A pesar de ser joven e ingenuo, se las arregló para estar en el lugar adecuado en el momento correcto y logró convencer a todo un ejército de cruzados desesperados para que llevasen a cabo su propuesta.
Méritos: Escapó de la mazmorra en la que su tío le encerró y luego recorrió toda Europa suplicando por su causa para regresar a Constantinopla.
A favor: Nunca renegó de sus promesas, hasta que lo hizo.
En contra: Descrito por un contemporáneo como afeminado y tonto.
Dux Enrico Dándolo:
Fue un líder de Venecia que no dudó en saquear y robar para acabar con sus deudas.
La verdad desnuda: Para extender su influencia ordenó que las monedas venecianas portasen su rostro en una cara y, en la otra, una semejanza de la segunda persona más importante en este mundo: Jesús.
Méritos: Mantuvo su objetivo centrado en una sola cosa: una cruzada triunfante. Aunque… tal vez fueron dos: también quería ganar dinero para Venecia.
A favor: Tenía casi noventa años, estaba ciego y aún cabalgó en la batalla para liderar la Cuarta Cruzada.
En contra: Llevó a los cruzados a todas partes menos a su destino.
Jerusalén. ¡Oh, Jerusalén! Esta pequeña ciudad tiene la fortuna, o la desgracia, de estar situada en el corazón de tres religiones importantes. En ella, los judíos albergaban el Templo de Salomón y los Diez Mandamientos. Después, se convirtió en el lugar de la Crucifixión de Jesús, y, unos pocos siglos más tarde, fue donde Mahoma ascendió a los cielos.
El hecho de ser codiciada por tres grupos religiosos la ha convertido en un campo de batalla durante la mayor parte de su historia. Alentados por el fervor religioso que siguió a la muerte de Mahoma en 432, los ejércitos árabes irrumpieron desde la península Arábiga y conquistaron grandes franjas del mundo conocido, incluyendo Jerusalén. Durante algunos cientos de años después de su conquista, controlaron la Ciudad Santa, aunque permitían que los cristianos europeos peregrinasen a su preciado lugar de la Iglesia del Santo Sepulcro. Los judíos habían sido diseminados por los romanos y los pocos que quedaban en la ciudad no parecían representar ninguna amenaza para nadie ni para nada.
Esta pacífica coexistencia se hizo añicos en el siglo XI, cuando los turcos provenientes de Asia Central irrumpieron en Oriente Próximo y se apropiaron de grandes franjas de territorio del tambaleante Imperio bizantino (formado por los restos de la parte oriental del Imperio romano). Los bizantinos tenían su base en la gloriosa ciudad de Constantinopla (la actual Estambul), que servía de barrera entre los árabes de Oriente Próximo y los europeos occidentales y, de este modo, permitía que los europeos centrasen gran parte de su energía medieval matándose entre sí.
En 1071, los turcos les arrebataron Jerusalén a los árabes, pero en lugar de continuar la política árabe que permitía el libre acceso a los cristianos, los turcos se dedicaban a atacar a los viajeros y los convertían en esclavos. Con ello, los cristianos perdieron el acceso a su amada Jerusalén. Los turcos habían topado con el peligroso tercer raíl de la naciente avalancha internacional monoteísta sobre la ciudad.
Furioso, el papa Urbano II dio rienda suelta a su cólera y declaró que el mundo cristiano debía recuperar Jerusalén. De este modo se creó la Primera Cruzada. El Papa declaró que la cruzada no sólo era necesaria, sino que en realidad la había ordenado Dios. Acuñó un eslogan pegadizo para la aventura: «Es la voluntad divina» e incluso encontró un logotipo, una cruz que los cruzados llevaban cosida en la ropa. Para motivar a sus soldados, el Papa ofreció a cada cruzado la absolución de todos sus pecados, lo que significaba un billete de ida directamente al cielo después de la muerte. En la Edad Media, una época en que los vastos reinos del conocimiento permanecían aún intactos y en que el promedio de vida del ser humano dependía de esquivar constantemente a un Dios vengador, esta recompensa significaba algo muy importante. La felicidad eterna, para siempre, era como dinero en el banco.
En 1097 los cruzados iniciaron su andadura con un ejército formado por caballeros montados, soldados a pie y una vasta multitud de trabajadores destinados a arrastrar las pesadas cargas durante miles de kilómetros. A pesar del hambre, la sed, las enfermedades y seis semanas de sitio, se logró la empresa. Jerusalén cayó el 15 de julio de 1099. Para celebrar la conquista de la tierra del Rey de la Paz, los conquistadores expoliaron y asesinaron a todo el que quedó vivo en la ciudad.
Misión cumplida.
Los cruzados dividieron el territorio conquistado en cuatro regiones, lucharon como animales enjaulados contra todo el que quisiera controlarlos y emprendieron una serie de interminables guerras contra los musulmanes. Los cruzados estaban reforzados por un flujo continuo de cristianos que buscaban nuevas oportunidades, así como por miembros de la realeza europea que buscaban fortuna y aventura lejos de sus patrias ya saturadas de realeza. Una Segunda Cruzada invirtió en la misión aún más tropas. A pesar de la persistente falta de efectivos, los cristianos lograron conservar Jerusalén, la joya de Tierra Santa, gobernada por reyes, algunos de los cuales fueron niños e incluso hubo un leproso o dos.