Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Valente solicitó desesperadamente la ayuda de su hermano, el emperador occidental. Valentiniano, sin embargo, se encontraba demasiado ocupado para acudir al rescate. Adujo que estaba comprometido luchando contra los germanos en la Galia. En 366, no obstante, Valente se las arregló para derrotar a Procopio con el apoyo de un respetado general llamado Arbitio, quien desertó para irse con el emperador oriental después de que sus propiedades fueran expropiadas por Procopio.
El persuasivo Arbitio convenció a la mitad del ejército de Procopio para que desertase y la mitad que quedó, superada por la situación, rápidamente se pasó al bando de Valente. Para celebrar su primera victoria militar, Valente ajustició con regocijo a Procopio y, siguiendo un protocolo de larga tradición imperial, envió la cabeza cortada a su hermano mayor, que se encontraba ya en Roma. Valente, sin embargo, no había esquivado más que el primer mandoble; pronto iban a seguirle muchos más.
A continuación guerreó contra los godos, que habían apoyado el golpe de Procopio, pero, a pesar de lograr la derrota de Atanarico, el rey godo, en una batalla campal librada en julio de 369, no consiguió acabar con los escurridizos bárbaros.
Ocurrió que Valente no remató la victoria con el golpe de gracia: se retiró para dejar descansar a sus tropas en el bajo Danubio durante el invierno y dejó pasar la ocasión de rematar a los tambaleantes godos, que no tardaron en enviarle emisarios para solicitar clemencia. ¿Pedir clemencia a un emperador romano? Era un ruego que nunca hasta entonces había sido escuchado, pero Valente estaba impaciente por poner en práctica esta novedosa idea. Él y el rey Atanarico de la tribu goda de los tervingos firmaron un tratado de paz en el Danubio medio, mediante el que el emperador le permitía al bárbaro volver a poner los pies en territorio romano. Se trataba de una concesión impropia de los romanos, puesto que violaba la ley no escrita de gobernar el Imperio con mano de hierro y sin concesión alguna al vencido. Hasta entonces, todos los tratados romanos se habían firmado en Roma o en el campo de batalla bajo los estandartes romanos.
Después de pasarse tres años sudando tinta en los Balcanes orientales, Valente era libre de volver a dedicarse a su pretensión más gloriosa de reconquistar Armenia a los persas, que habían estado saqueando todo el territorio. Maltratar a los godos no se consideraba más que como un quehacer cotidiano necesario para el mantenimiento del Imperio, pero aplastar a los persas y reconquistar Armenia sin duda impresionaría a su hermano. Por lo tanto, en 370 Valente se dispuso a atacar a los persas.
Valente aún sufría de la escasez crónica de personal por la que se caracterizaba el Imperio oriental. A pesar de que una ley obligaba a servir a los hijos de los veteranos, a menudo se entregaban incentivos para mantener el número de reclutas, lo cual costaba muy caro a las arcas del Imperio. Además, los soldados romanos detestaban servir en el este. Subyugar y obligar a los bárbaros era la forma más barata de dotar a las legiones. Sin embargo, apoyar al rey de Armenia y convencerle para que atacase a los hirsutos persas requeriría un gran esfuerzo. Por desgracia, el clemente tratado que había firmado con los godos les ahorraba el pago de un tributo en oro y les libraba de la obligación de proporcionar tropas al emperador romano, como establecía el tratado firmado por Constantino. Valente había exacerbado su escasez crónica de personal justo cuando más hombres necesitaba. A pesar de ello, Valente, falto de gloria, se otorgó a sí mismo el título de Gothicus Maximus, Gran godo, y lo estampó en las monedas para pregonar su victoria manchada de clemencia por todo el Imperio. Aun así, Valente no conseguía que su hermano mayor le mostrase amor o respeto. Valentiniano había utilizado astutamente uno de los típicos ardides de los emperadores romanos para consolidar su posición como líder de una nueva dinastía imperial. En 367 había nombrado a su hijo Graciano, de ocho años, como su sucesor y luego lo casó con la hija de un ex emperador. A ojos del romano medio, el niño tenía ahora más legitimidad como emperador que su tío.
De nuevo, otro duro golpe sobrevino en 375: Valentiniano cayó muerto víctima de una apoplejía mientras estaba amonestando a embajadores bárbaros que trataban de justificar su invasión del superimperio. Valente había perdido a la mano que le guiaba y a su antiguo protector, y ahora se encontraba compitiendo con su sobrino, el adolescente Graciano, ya emperador Graciano.
Valente se vio convertido en el emperador pelele. Los regentes de Graciano echaron aún más sal a la herida cuando elevaron a otro hijo de Valentiniano I, Valentiniano II, de tres años de edad, al cargo de coemperador junto con su hermanastro Graciano. Este hecho era una ofensa directa a Valente, cuyo único hijo, Galates, cónsul a la tierna edad de tres años, había muerto poco después de la rebelión de Procopio, sumiendo a Valente en un profundo dolor.
Después de nombrar emperador a Valentiniano II, los regentes le entregaron parte del territorio de los Balcanes sin molestarse en consultarlo con Valente. Las tropas destacadas en aquellas provincias habrían solucionado los problemas de personal con que se encontraba Valente a la hora de hacer frente a los persas y los godos. Pero, en lugar de repasarse el manual del emperador y matar a un montón de bárbaros para así consolidar el Imperio bajo su gobierno, siguió trabajando como un buen granjero.
Al enfrentarse a numerosos enemigos con pocos amigos, los problemas del Imperio empezaron a superar al emperador-granjero. Preocupado como estaba con los problemas con los persas, Valente, que creía que había manejado a los godos con su tratado plagado de clemencia, no se dio cuenta de que estaban empezando a ser de nuevo un problema.
En 376, los godos, ya debilitados, se encontraron de pronto a merced de los hunos, una terrible horda procedente de las estepas orientales y cuya clarividente habilidad para la lucha móvil obligó a los godos a retroceder hasta el Danubio, la frontera nororiental del Imperio en los Balcanes. Los godos se vieron atrapados entre los hunos, aparentemente ajenos a la existencia de algo siquiera parecido a la clemencia, y los romanos, cuya supervivencia dependía del mantenimiento de una zona libre de clemencia. Los godos, desesperados, se afanaban por encontrar una brecha.
La masa de godos, un grupo de hombres, mujeres y niños que tal vez alcanzaba las 200.000 personas, se había convertido para Valente en una gigantesca crisis de refugiados. Todavía falto de tropas, el emperador decidió tener un gesto de magnanimidad y permitió que los bárbaros cruzaran el Danubio… aunque no todos: únicamente los del clan del jefe Fritigerno, oponente de Atanarico, el rey con el que Valente había firmado su primer tratado en el río medio. Fue una mala decisión, que el emperador tomó empujado por la necesidad de engrosar sus filas contra los persas. Por desgracia, las otras tribus godas tuvieron que quedarse en la otra orilla y fueron exterminadas por los hunos.
Los godos que fueron acogidos en el Imperio no se consideraron inmigrantes temporales o refugiados sin tierra, sino ciudadanos de la misma categoría que los romanos, que les habían prometido tierra y comida a cambio del reclutamiento de sus jóvenes. Pero los soldados romanos, ajenos a toda clemencia, sabían cómo tratar a los refugiados mejor que el propio emperador. Al no haber recibido la habitual orden de sacrificar a los hambrientos bárbaros, las tropas de la frontera, encabezadas por el general dux Maximus, aprovecharon la situación de los empobrecidos refugiados para crear un mercado negro en el que se intercambiaba carne de perro por esclavos. Los godos estaban tan desesperados que incluso entregaban a sus hijos a cambio de un mendrugo de pan mohoso y un poco de vino de pobre cosecha. Pero las legiones romanas asignadas al sector eran tan insuficientes que cuando los refugiados se rebelaron contra aquel maltrato, decidieron empujarlos hacia el interior del imperio para aislarlos. Ocupados felicitándose mutuamente por su inteligente estrategia, los romanos no cayeron en la cuenta de que habían dejado la frontera desprotegida y los godos de la tribu de los grutungos estaban aprovechando el descuido para colarse a hurtadillas en el Imperio.
Mientras, los generales romanos, al parecer poco convencidos del acierto de invitar a los bárbaros a penetrar en el territorio y ansiosos de asaltar a los godos como a cualquier otro bárbaro indefenso que pasase por la vía, invitaron a los líderes godos a un festín en la ciudad de Marcianópolis. Su plan era usar un viejo truco romano: invitarían a los líderes godos a un festín que iba a ser la última comida de sus vidas. Mientras las agotadas y hambrientas masas godas agolpadas a las puertas de la ciudad empezaban a rebelarse contra los caciques romanos, en el interior de Marcianópolis los astutos romanos se encargaban de eliminar a los guardias godos y arrinconar a Fritigerno, su jefe. El conde Lupicinus, el jefe romano de la provincia, le acercó entonces un cuchillo al cuello de Fritigerno. Ya le tenían. Pero de pronto la clemencia mostró una vez más su horrible rostro y Lupicinus, tal vez afectado por el ambiente lánguido de alguna reunión reciente con Valente, retiró el arma. Fritigerno, un hombre de mente ágil, convenció a los romanos para que le dejaran salir a calmar a su pueblo. Fritigerno se apresuró a fundirse entre su gente, que se encontraba ante las puertas de Marcianópolis, y no tardó en escabullirse de sus descorteses anfitriones. Los romanos formaron filas y salieron a buscarle ajenos al peligro al que iban a enfrentarse: en cuanto cruzaron la puerta de la ciudad se encontraron superados en número y las tropas romanas quedaron gravemente diezmadas. Lupicinus se retiró al interior de la ciudad con sus tropas supervivientes. En aquellos momentos, los godos se paseaban por el Imperio sin impedimentos, y sus filas se iban engrosando gracias a los bárbaros que cruzaban a montones las fronteras desprotegidas del Imperio y a los soldados bárbaros desertores de las legiones romanas.
En 376, mientras Valente luchaba con los persas atrapado en el borde oriental del Imperio, le llegaron las noticias de los problemas con los godos. Acordó una rápida tregua con los persas y envió una petición de refuerzos a su ingrato sobrino Graciano, entonces emperador occidental. Valente, en Mesopotamia, necesitaba un año para deshacer lo andado y poder plantarse personalmente en el lugar de la insurrección; y, además, las fuerzas prometidas por su sobrino no llegaban.
Mientras tanto, el emperador oriental decidió ordenar a los generales que tenía en la zona del conflicto que atacasen a los godos con las pocas legiones romanas de que dispusieran. Las menguadas legiones romanas, muchas de ellas formadas por guardias de frontera poco preparados, fueron derrotadas una tras otra por los invencibles godos, que continuaban su avance por el Imperio.
Cuando Valente llegó en 377, los veloces godos ya estaban ante las puertas de Constantinopla. Valente, que no estaba dispuesto a entretenerse en la despreciable ciudad que había apoyado al aspirante a rebelde Procopio a levantarse contra él, reunió improvisadamente a algunas tropas, e incluso reclutó a algunos ex monjes pacifistas para que se incorporasen al menguado ejército imperial oriental. Valente consiguió salir de la ciudad y obtener un poco de espacio para que su ejército maniobrase en las llanuras al oeste de la ciudad. Su plan era detener a los godos ocupando la ruta este-oeste, por donde debía llegar la esperada oleada de tropas de Graciano.
Pero mientras, en el imperio occidental, Graciano seguía al pie de la letra el manual y estaba por tanto resuelto a no tener clemencia con los familiares que se habían convertido en rivales, y menos aún con los bárbaros que pretendían apoderarse de un lugar cálido y seco dentro de las fronteras del Imperio. Graciano se preparó para ayudar a su tío, pero demoró su marcha al este para pararles los pies a unos invasores germanos que habían cometido el error de cruzar el Rin. Los asesores de Graciano insistieron en la conveniencia de sacrificar hasta el último de los hombres para que su primer triunfo fuera deslumbrante, aun a riesgo de tener que retrasar su avance en el camino para ayudar a Valente. El único esfuerzo oportuno de Graciano fue despachar Danubio abajo algunos de sus barcos, que, por desgracia, desembarcaron a unos cientos de kilómetros de donde Valente y su tropa de 20.000 hombres acampaban, al oeste de Constantinopla. Las tropas de Graciano sólo sirvieron para informar a Valente de que el grueso de los tan esperados refuerzos se retrasaría a causa de la victoriosa matanza de hordas germánicas que había llevado a cabo el emperador occidental. Valente había sido pues definitivamente eclipsado por su joven sobrino.
Mientras, el rey godo Fritigerno había reunido sus fuerzas al noroeste de Constantinopla, ante la ciudad de Adrianópolis, en el territorio occidental de la actual Turquía. Valente, cansado de esperar los refuerzos de su ingrato sobrino adolescente Graciano, estaba ansioso por concluir su propia campaña triunfante aplastando definitivamente a esos fastidiosos godos.
Valente celebró un consejo de guerra y se le notificó que se había visto a un ejército de unos 10.000 soldados godos avanzando por un paso de montaña hacia el sur, probablemente con el objetivo de tomar Adrianópolis. Si esta fuerza triunfaba, Valente quedaría aislado de su base de aprovisionamiento.
Los comandantes de Valente no se ponían de acuerdo: algunos querían luchar inmediatamente, mientras que otros recomendaban esperar los refuerzos para garantizar una victoria abrumadora. Pero Valente finalmente sucumbió a su ira, sus celos y su impaciencia. Decidió dar rienda suelta a sus frustraciones como sólo un emperador puede hacerlo. Las fuerzas de Graciano no estaban a la vista, pero no le importaba. Había llegado la hora de castigar a esos indeseables godos de una vez por todas. Había llegado el gran momento de Valente. Con su ejército de unos 20.000 hombres, se puso en camino para acabar con los godos en el paso.
El día antes de la batalla, Fritigerno hizo una oferta de paz a cambio de Tracia, una buena franja de territorio que formaba parte de los Balcanes orientales que bordeaban el mar Negro. Valente, dejándose llevar de pronto por una sensación de seguridad digna de un emperador, la rechazó. Tal vez interpretó la oferta de paz de Fritigerno como una señal de debilidad.
Valente decidió atacar al día siguiente, 9 de agosto.
En 378, Valente y sus tropas avanzaron diecisiete kilómetros al norte a través del polvoriento calor de los campos de los alrededores de Adrianópolis. El calor del verano debía de ser atroz. Cuando llegaron ante el enemigo a primera hora de la tarde, encontraron al ejército godo protegido dentro de un círculo de carromatos gigante, la costumbre de su tribu móvil. Los godos, frescos y bien descansados, parecían un blanco fácil. Podían ser destruidos cuando Valente dispusiera.