Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
No obstante, la guerra aún no había acabado para los rumanos. Los soviéticos obligaron a su nuevo «amigo» a reformar su ejército, que ya estaba grogui, y a alinearlo junto con sus nuevos aliados para luchar contra los alemanes en Hungría. En total, unos 210.000 soldados rumanos lucharon en Hungría y sufrieron unas 47.000 bajas. Este alto índice de bajas se debió a la táctica rusa de «permitir» a sus nuevos «amigos» que tuviesen el «honor» de encabezar los ataques más arriesgados.
Después de despachar a Hungría, la diversión continuó en Checoslovaquia cuando a principios de 1945 los rusos empujaron a los rumanos a invadir su tercer país en la guerra. Lucharon duramente y sufrieron aún más duramente, de nuevo llevándose más bajas de las que les correspondían causadas por sus aún formidables examigos alemanes.
El triste destino de posguerra de Rumania fue sellado en la Conferencia de Yalta el 4 de febrero de 1945. Roosevelt y Churchill no pidieron nada a cambio de permitir que Rusia controlase el país después de la guerra. Ni siquiera pidieron una provincia para después poder decirlo. Casi se podría afirmar que ésta fue la última vez que los líderes occidentales pensaron en Rumania durante más de cuarenta años.
En los años 1943 y 1944 Rumania era la segunda potencia después de Alemania en el poder del Eje; en 1944 y 1945 sufrió el tercer índice de bajas más alto de los aliados. En menos de un año, los rumanos contribuyeron con 540.000 soldados a la causa Aliada, detrás solamente de Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña. Sufrieron 167.000 bajas, una cifra más alta que la de los británicos en el norte de Europa durante el mismo período. Por ese esfuerzo, los soviéticos le concedieron una medalla al rey Miguel y Rumania cayó en un agujero negro por lo que respecta a Occidente.
Ploesti encontró su perdición principalmente a causa de las bombas lanzadas por el bombardero B-24, el Liberator, el más fabricado durante toda la guerra. En 1939 el ejército estadounidense comprendió que un bombardeo a larga distancia desempeñaría un papel clave en cualquier guerra futura y buscó actualizar la fuerza de su bombardero B-17.
El Liberator era una máquina con imperfecciones, puesto que le era difícil volar cargado de combustible y los sistemas hidráulicos a menudo se estropeaban. Olía a combustible de avión, hacía un frío glacial en él, no estaba presurizado, aunque volase a altitud media, y no poseía la mínima comodidad, hasta el punto de que su tripulación tenía que orinar en un tubo. Sin embargo, transportaba montones de bombas, volaba largas distancias y destruyó gran parte de Europa. En tiempos de guerra, esto se considera un éxito atronador.
Como era de esperar que le pasase a cualquiera que encabezase un ejército contra la Unión Soviética, el gobierno rumano, respaldado por los soviéticos, sacó a Ion de la cárcel para fusilarle el 1 de junio de 1946. Pero no fue fácil. La primera ráfaga simplemente hirió al mariscal, que iba elegantemente vestido con un traje cruzado y con el sombrero alzado bien alto en su mano derecha, justo antes de ser acribillado a balazos. Aún creyendo que estaba al mando, ordenó una muerte más: la suya.
Los soldados acabaron rápidamente con el trabajo. Un oficial después le disparó en la cabeza unas cuantas veces más, porque podía. Los ojos azules arios del Conducator ya no volverían a mirar amorosamente a Adolf.
Por lo que se refiere al joven rey Miguel, rodeado por sólo dos marionetas rumanos dirigidos por los soviéticos, abdicó en 1947 y se marchó del país. Miguel pasó los siguientes cuarenta años más o menos en Suiza, trabajando para la industria aérea. Finalmente, pudo regresar a Rumania a mediados de la década de 1990. Era el único jefe de Estado de la Segunda Guerra Mundial que seguía vivo.
El general Spaatz fue de triunfo en triunfo, después de haber ayudado a reducir Europa a escombros, prosiguió lanzando dos bombas atómicas sobre Japón. Se retiró en 1948 con el pecho lleno de condecoraciones. Cuando murió en 1974 fue enterrado en la Academia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos.
Los rumanos, después de alimentar con petróleo la máquina de guerra de Hitler, participar activamente en el Holocausto, luchar contra los soviéticos durante tres años, absorber el embate de la vasta fuerza aérea americana, contemplar como su único activo nacional de algún valor importante era destruido, ser robados e invadidos por los rojos, enfrentarse a los alemanes, invadir Hungría y Checoslovaquia y ser tratados como un pariente chiflado por todos los implicados, fueron ignorados completamente por el mundo entero durante dos generaciones. Todo ello con un poco de ayuda de sus amigos.
Resultó que Antonescu, de hecho, encontró la forma de que les devolvieran Transilvania. Simplemente era preciso luchar contra todos los contrincantes importantes de la Segunda Guerra Mundial en ambos lados de la guerra y soportar una ocupación soviética. Su amada Transilvania ha formado felizmente parte de Rumania desde 1947.
Según parece, Adolf Hitler se creó muchos enemigos. Hay quien puede encontrar sorprendente que el loco que mató a millones de personas e inició la guerra más devastadora de la historia no cayese tan bien como James Stewart o Elmo. Pero lo cierto es que mucha gente estaba de verdad furiosa contra el Führer.
Este selecto grupo de enemigos no se limitaba a los rusos, franceses, checos, judíos, polacos…, ya saben. También incluía a alemanes, aunque la mayoría de los alemanes que se atrevieron a expresar en público su desagrado hacia Hitler, e incluso alguno que expresó estos sentimientos en privado, fueron encerrados y ejecutados. Sin embargo, algunas de esas personas poseían el poder real y la competencia necesaria para plantarle cara a Hitler. Muchos de esos hombres eran mandos del ejército alemán. Esos oficiales eran los descendientes de los grandes guerreros del reputado Estado Mayor Prusiano que había reordenado Europa durante casi doscientos años. Aquellos conspiradores se reunieron, conversaron y planearon varias formas de matar a Hitler, el despreciado excabo y mensajero del cuartel general.
Después de numerosas reuniones secretas, que tenían que celebrarse sin llamar la atención de los guardaespaldas de Hitler, las SS, y de la Gestapo, el complot llegó a su punto álgido en una última gran ofensiva contra Adolf.
El 20 de julio de 1944, mientras los ejércitos alemanes luchaban desesperadamente contra el creciente avance de las fuerzas aliadas, este pequeño grupo decidió emprender su acción más audaz. Colocaron una bomba prácticamente a los pies de Hitler en su cuartel general en los bosques de Prusia oriental. Con Adolf borrado del mapa, los conspiradores pensaban tomar el control de Alemania efectuando un rápido golpe de Estado. Después, los generales mandarían inmediatamente una propuesta a los aliados para acordar un tratado de paz y finalizar aquella terrible guerra.
Pero ese esfuerzo, igual que sus numerosos intentos anteriores, fracasó. Los lamentables fallos que los conspiradores cometieron durante muchos años fueron causados por el error de intentar acabar con un dictador del siglo XX con una mentalidad del siglo XIX. El número cada vez más reducido de conspiradores, educado en la tradición militar prusiana del combate noble, se aferraba a sus creencias pasadas de moda sobre la santidad del honor y el cumplimento de las órdenes a pesar del uso que hacía Hitler de sus tácticas revolucionarias de Blitzkrieg (guerra relámpago), que usó para partir brutalmente Europa. Hitler y sus secuaces eran radicales que creían en la guerra total y en la conveniencia de matar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Este conflicto de principios, en muchos casos un choque de siglos, condenó a los conspiradores al fracaso
General Ludwig Beck:
Beck, un anciano sabio y experimentado, ostentaba el cargo de jefe del Estado Mayor alemán, el cargo más alto del cuerpo de oficiales de todo el ejército. Adquirió fama en Alemania al manejar con destreza la humillante retirada de noventa divisiones del frente occidental al final de la Primera Guerra Mundial.
La verdad desnuda: Durante el período de entreguerras escribió la obra fundamental sobre táctica militar.
Méritos: En 1938, en un arrebato de honor prusiano, dimitió como protesta por las maniobras agresivas de Hitler contra Checoslovaquia. Fue el único que lo hizo.
A favor: Fue el cabecilla del grupo anti Hitler.
En contra: Tenía el aspecto del anciano antipático que en la calle siempre asusta a los niños.
Coronel Klaus Schenk Graf von Stauffenberg:
Descendía de una larga saga de líderes militares, lo que significaba que sus antepasados habían invadido prácticamente todos los países de Europa, y ostentaba el título de Schenk (que significa «copera» y que, mira por dónde, era un título importante). El joven coronel, que era el jefe del Estado Mayor del Ejército de Reserva, despreciaba a Hitler y fue el que realmente hizo estallar la bomba el 20 de julio.
La verdad desnuda: Gracias a su alta figura y a su noble estampa, era uno de los soldados más famosos de Alemania.
Méritos: Héroe de guerra muy condecorado, que perdió un ojo, un brazo y dos dedos en una batalla en el Norte de África a las órdenes de Rommel.
A favor: Estaba muy motivado para matar a Hitler por cuestiones morales.
En contra: No hay que apostar nunca por asesinos con tres dedos.
General Friedrich Fromm:
Este rechoncho general ostentaba el aletargado cargo de comandante del Ejército de Reserva, lo que le puso al frente de las tropas que, dentro y fuera de Berlín, iban a tomar el control de la ciudad una vez que Hitler hubiese muerto.
La verdad desnuda: Primero apoyó el golpe, luego, no; comió más schnitzel, cambió de opinión otra vez y luego no se acabó de decidir. Desde luego no podía decirse que tuviese fibra.
Méritos: El corpulento comandante creía que él era especial porque defendía Alemania de antiestéticos y desnutridos trabajadores extranjeros.
A favor: Al menos llevaba un arma a la oficina.
En contra: Ejecutó cobárdemente a los conspiradores para salvar la piel.
Hitler y sus generales mantenían una tensa relación. Por una parte, el ejército cumplió con su obligación y conquistó la mayor parte de Europa, expandiendo el imperio asesino de Hitler. Por otra, el ejército odiaba a Hitler e intentaba frustrar sus ambiciones prácticamente a cada paso. La mayoría de generales consideraba a Hitler un cabo venido a más, pues ese era el rango que ostentaba durante la Primera Guerra Mundial. A su vez, Hitler desconfiaba del ejército y tenía tanto miedo de sufrir un atentado que casi rechazaba reunirse con alguno de sus jefes.
Para consolidar mejor su dominio sobre el sistema militar, Hitler construyó su propia cadena de mando, el OKW, de la cual él mismo era el jefe y que se erigió sobre el mando del ejército, el OKH. Por lo tanto, Hitler controlaba directamente a los militares.
Hitler y sus generales vivían como una pareja mal avenida obligada a compartir la casa. Por lo menos desde la época de Federico el Grande, el ejército había sido la espina dorsal del estado alemán moderno. Sus jefes provenían casi exclusivamente de la nobleza, de las familias Junker, nobleza terrateniente con grandes fincas en las que el hijo seguía al padre en la tradición militar.
Después de la humillante derrota de la Primera Guerra Mundial, el ejército, además de tener que ver a los franceses pavoneándose con la victoria, se vio reducido al tamaño de un cuerpo policial. Los viejos prusianos estaban decididos a mantener vivo el ejército y, por esta razón, muchos apoyaron la fascinante visión de Hitler de usar al ejército para restituir a Alemania su antigua gloria. Para ellos la supervivencia del ejército era primordial puesto que el ejército era el estado y cualquier cosa que se pudiera hacer para garantizar su supervivencia, incluido cerrar un trato con la odiosa ideología nazi, era aceptable. En 1934, Hitler exigió a todos los miembros de las fuerzas armadas que le declarasen lealtad eterna personal haciéndoles jurar el Fahneneid, el juramento de sangre de los caballeros teutones. Se cerró un trato. El ejército no pudo resistirse a sacrificar su honor por la oportunidad de ir montado en el carro de Hitler hacia la dominación del mundo. Por otra parte, los militares, al verse obstaculizados por su juramento, eran incapaces de resistirse a la nazificación del ejército por parte de Hitler.
Sin embargo, unos pocos generales expresaron su opinión valientemente contra Hitler. Los jefes de este grupo eran el general barón Werner Freiherr von Fritsch, el comandante en jefe del Ejército, y su jefe del Estado Mayor, el general Ludwig Beck. Hitler estaba al corriente de su oposición y rápidamente se apresuró a aislarles. Pero Hitler, siendo Hitler, fue más allá y consiguió su objetivo a principios de 1938, acusando a Fritsch de homosexualidad. Fritsch dimitió ofendido en su honor, ciñéndose a las antiguas reglas de su casta. Desgraciadamente para la historia, los otros jefes del ejército no consiguieron alzar armas en defensa de Fritsch en ese momento crítico. Hitler supuso que si el ejército permanecía en silencio cuando humillaba a su líder, nunca tendría arrestos para oponerse a él en nada más.
No obstante, unos pocos oficiales unieron fuerzas en una sociedad secreta destinada a derrocar a Hitler, la Schwarze Kapelle, la «Orquesta Negra». Durante los siguientes años, la Schwarze Kapelle estuvo encabezada por el general Beck, que conspiró desde el sillón de su casa en las afueras de Berlín, mientras padecía un cáncer. El contraalmirante Wilhelm Franz Canaris, el astuto jefe del departamento de Inteligencia del ejército, el Abwehr, fue su coconspirador. Los conspiradores, por dos veces, estuvieron a punto de conseguir asestar su golpe contra Hitler. La primera en 1938, cuando Alemania planeaba atacar Checoslovaquia. Emplazaron soldados listos para caer sobre las SS y la Gestapo y arrebatarle el poder a Hitler. Todos ellos esperaban una señal de que Gran Bretaña se oponía a la invasión de Hitler. Mientras se desarrollaban las negociaciones, las esperanzas de los conspiradores aumentaban y disminuían. En un momento dado estaban seguros de que los británicos rechazarían cualquier acuerdo y lucharían al lado de los checos. Luego, el primer ministro británico Neville Chamberlain cedió a las demandas de Hitler en Munich y estuvo de acuerdo en repartir Checoslovaquia, con lo que truncó sus esperanzas y le dejó bien preparada la Segunda Guerra Mundial a Adolf. Los planes fueron quemados.