Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Pero, de nuevo, el valiente Brackenridge se interpuso entre los dos bandos. Estaba realizando una delicada y peligrosa danza. Cuando finalmente Bradford se desplazó para ordenar la marcha sobre Pittsburgh, después de un día de etílicos discursos y de mucho cabalgar en círculos y disparar al aire, el temerario Brackenridge se colocó a la cabeza de la columna rebelde. Sabía que sería vulnerable a las acusaciones de que también era un rebelde, pero esperaba poder evitar el inminente baño de sangre.
La milicia de Pittsburgh representó su papel perfectamente. Se puso en marcha y fingió estar del lado del bando rebelde, luego se dio rápidamente la vuelta y regresó a Pittsburgh con el ejército rebelde liderado por Brackenridge. Cuando entraron, los ciudadanos les sirvieron whisky gratis y libre de impuestos (puesto que ya estaban avisados de que los sedientos rebeldes estaban en camino), y amablemente los guiaron hacia las barcazas para enviarles de regreso por el río. Habían golpeado al ejército fronterizo justo en su punto débil: licor gratis.
Pero en Filadelfia, Hamilton estaba ansioso por actuar. Los rebeldes habían demostrado estar fuera del alcance del poder de su prodigiosa pluma, pero ahora finalmente los sometería con la espada. El gobernador de Pensilvania se negó a convocar a la milicia contra sus propios ciudadanos, pero ése no era para Hamilton un inconveniente de importancia. Sacó la Militia Act, encontró a un juez del Tribunal Supremo dispuesto a verificar que se había alzado una rebelión sin ordenar realmente una investigación independiente y, puesto que el Congreso no estaba reunido, Hamilton finalmente consiguió su guerra.
El secretario de Guerra, Henry Knox, congregó diligentemente a las milicias el 7 de agosto, pero de pronto le surgieron problemas en sus tierras de Maine, donde había estado especulando. Knox se enfrentaba a una importante decisión: o dejaba su cargo y se ocupaba de su situación financiera personal, o se encargaba de liderar un enorme ejército para atacar a compatriotas americanos en Pensilvania. Ante la urgencia de Hamilton, Knox presentó una excusa y Washington le dejó partir.
Hamilton realizó entonces un casting para encontrar a un sustituto y dio con el candidato perfecto: él mismo. ¡Sorpresa!
Hamilton ocupó el puesto de secretario de Guerra en funciones y redactó para su nuevo ejército órdenes con fecha posterior mientras Washington intentaba una última táctica de paz: una comisión presidencial.
La comisión (que incluía al que pronto sería administrador de las fincas de Washington en Pensilvania occidental) galopó hacia el oeste por las montañas Alleghenies con el objetivo de negociar con 226 delegados rebeldes y cientos de hombres armados el 14 de agosto en Parkinson's Ferry. Con sólo ver a la multitud armada allí reunida, la comisión se convenció de que su situación era desesperada. Entablaron negociaciones con los líderes rebeldes y adoptaron la línea dura que Hamilton había establecido, sabedores de que en Filadelfia se estaban tramando planes de guerra. Tenían a los rebeldes contra las cuerdas, pero ninguno de los líderes allí presentes lo sospechaba: sólo se librarían de la ira de Hamilton si todos y cada uno de los habitantes de la región firmaban un juramento de sumisión a la ley, empezando por el comité negociador allí presente, formado por sesenta rebeldes.
Brackenridge el pacificador y otros rebeldes moderados del comité estaban ansiosos por ceder a las demandas de la comisión. Presentían que tras la fortaleza y la determinación inquebrantable de las fuerzas institucionales estaba la mano invisible de Hamilton, dispuesta a aplastarlos si decidían seguir resistiéndose. Los moderados intentaron convencer a los cabecillas rebeldes radicales para que cediesen, pero estaban tan divididos y airados como siempre. Los disparatados rebeldes lo vieron tal como era: una rendición total. Bradford no estaba de humor para rendirse. El había salido a vencer.
Al principio, la comisión permanente de los rebeldes formada por sesenta hombres decidió no votar en un clásico ejemplo de liderazgo evasivo (en la rebelión, todos los votos solían ser cuestiones de voto abierto, que era la mejor forma de intimidar a las uniones más débiles, por supuesto). Pero los moderados, determinados a hacer valer su postura final, presionaron y convencieron a los radicales para que se llevase a cabo una votación secreta. La elección era difícil: o bien firmaban un juramento de sumisión o bien se enfrentaban a acusaciones de traición a punta de bayoneta.
El resultado de la votación fue de 34 a 23 votos a favor de la capitulación. Pero un solo disidente ya era demasiado para Hamilton, que había ordenado que lo único que podría impedir la invasión era una sumisión total. A pesar de las acusaciones de imperialismo que estaba recibiendo de sus enemigos políticos, convencidos de que esta acción no era más que otro de sus intentos para ganar poder, Hamilton continuó presionando. El ejército se pondría en marcha con Hamilton al frente.
El 30 de septiembre, Washington y Hamilton salieron de Filadelfia en un carruaje. Cuatro días después se reunieron con el ejército en Carlisle, Pensilvania, donde Washington pasó revista a las tropas, asintió gravemente con la cabeza para darles su aprobación y les dejó en las ansiosas manos de Hamilton. La milicia proveniente de Virginia, Maryland y Nueva Jersey se había unido a la milicia de Pensilvania, formando un ejército de 13.000 hombres. Era un ejército mayor que el de las fuerzas americanas en la batalla de Yorktown. Hamilton encabezaba el ala norte del ejército concentrado en Pensilvania este. Light-Horse Harry Lee encabezaba el ala sur, que provenía de Maryland. Lee, padre de Robert E., era un convencido federalista y un héroe revolucionario de Virginia. En una ocasión había ambicionado el mando del ejército del oeste, al que se le había encomendado la misión de aplastar a los nativos americanos, pero había dejado pasar la ocasión debido a su tendencia a ser un optimista ambicioso, especialmente en cuestiones financieras. Por ello estaba feliz de volver a tomar las riendas.
Y también lo estaba Hamilton, porque finalmente vivía su momento de gloria al frente de un ejército y estaba a punto de luchar en una guerra completamente a su medida. Como secretario de Guerra había encargado las provisiones e incluso indicado los detalles de los uniformes para sus tropas. Además, ya se había preocupado de agitar al populacho del este para arrastrarlo a un frenesí patriótico: durante el verano de 1794, había escrito en periódicos públicos bajo el seudónimo «Tully» con el objetivo de exacerbar el sentimiento patriótico contra lo que él consideraba una rebelión no tanto contra el impuesto del whisky, sino contra toda la estructura gubernamental que él había creado. Hamilton, el brillante joven de la Revolución, con sólo treinta y nueve años y un largo trecho recorrido desde sus raíces de humilde cuna en el Caribe, estaba dispuesto a sacrificarlo todo para encabezar a su ejército convocado precipitadamente, inclusive su propia vida, la de su mujer embarazada y la de su hijo gravemente enfermo.
Por desgracia, el ejército que lideraba, desdeñosamente llamado «el ejército sandía» por sus detractores, apenas era un ejército. Una vez en marcha, Hamilton se vio obligado a reprender a los centinelas por su comportamiento relajado y constató que el estado general de las milicias era lo suficientemente lamentable como para consolidar su opinión de que el gobierno necesitaba un ejército permanente. Ni siquiera el frenético Hamilton había podido trabajar lo bastante rápido como para aprovisionar completamente a las numerosas tropas. Mientras las largas columnas se desplegaban por las montañas Alleghenies expuestas al crudo frío otoñal, la falta de provisiones se fue convirtiendo en un problema y los hambrientos soldados se vieron obligados a robar a los granjeros locales, a pesar de la orden de Washington de azotar a todo el que se atrapara robando.
Hamilton, que no estaba dispuesto a permitir que una mala situación de aprovisionamiento disminuyese el ritmo de su marcha, dio la contraorden de que nadie sería azotado y además autorizó al cuerpo de intendencia para que arrebatase a la población tantas provisiones como necesitase el ejército, sin que se indemnizase a nadie por ello. El ejército del gobierno estaba robando legalmente a los ciudadanos a los que supuestamente debía proteger. La fuerza de caballería de Nueva Jersey, vestida con sus gloriosos uniformes y montada en grandes corceles, era particularmente efectiva intimidando a los lugareños.
Los ciudadanos de Pensilvania respetuosos de la ley no pudieron ocultarse del ejército de Hamilton, pero los rebeldes, en cambio, sí lo hicieron. Cuando Hamilton llegó a la parte oeste de las Alleghenies durante la primera semana de noviembre, no había rebeldes contra los que luchar. Simplemente habían desaparecido. No había ningún ejército rebelde buscando confrontación en un campo, ningún terror revolucionario a la francesa, ni tampoco revuelta campesina alguna. Nada. Muchos de los cabecillas que no habían firmado la amnistía aparentemente se habían marchado río Ohio abajo para escapar. Por supuesto, la guerra fantasma no impidió que los jóvenes oficiales del ejército de Hamilton continuaran con sus expolios, comparables a los de Aníbal al cruzar los Alpes.
El ejército, que aún no había entrado en batalla, pululaba sin rumbo mientras Hamilton se lanzaba a la acción determinado a aplastar algo, lo que fuese. Todo ciudadano que no le demostraba por activa y por pasiva que había firmado la resolución de amnistía era blanco legítimo para ser arrestado. Una batida nocturna de sospechosos a punta de bayoneta acabó con un montón de arrestos indiscriminados, tras los que se apiñó a los detenidos en prisiones improvisadas a la espera de ser interrogados. Habían traído hasta allí a un juez federal para que ayudase en el proceso judicial, pero, puesto que estaban en zona de guerra (aunque en realidad no había guerra), el Gran Jurado fue convenientemente pasado por alto. Los sospechosos recibieron malos tratos y tuvieron que pasar noches enteras en graneros helados mientras esperaban para ser interrogados, y muchos de ellos fueron interrogados por Hamilton personalmente. El maestro multifuncional adoptó rápidamente el papel extra de inquisidor general.
El pacificador Hugh Brackenridge fue sometido a un examen minucioso por haber presidido la marcha rebelde hacia Pittsburgh. Pero, tras dos días de súplicas desesperadas, Brackenridge se las arregló para convencer a Hamilton de que él no era en realidad un rebelde y lo pusieron en libertad, libre de todos los cargos. Finalmente, absolvieron y liberaron a casi todos los arrestados.
El mismo ímpetu gubernamental que había decretado la inútil invasión requería un juicio espectáculo de regreso a Filadelfia. La mañana del día de Navidad de 1794, Hamilton hizo desfilar a los rebeldes por las calles de Filadelfia y los encerró en las celdas de la prisión después de una larga y brutal caminata por las montañas. Preparó las causas contra veinte prisioneros. Finalmente se presentaron doce casos y sólo dos fueron encontrados culpables. El siempre reticente presidente Washington, sin embargo, les concedió un indulto. Todo ello concluyó al cabo de un año.
La represión de la rebelión por parte del ejército federal había funcionado. El imperio de la ley ya no sería desacatado abiertamente nunca más, al menos en Pittsburgh. Los impuestos y las rentas se pagarían. El valor de la tierra aumentaría.
Los terratenientes ausentes ya no tenían nada que temer. Habían hecho restallar el látigo. El gobierno federal estaba allí para quedarse.
Cuando Light-Horse Harry Lee (al que también podría haberse dado el apodo de «cartera ligera») regresó de su misión de liderar las tropas durante la Rebelión del Whisky, se enteró de que los ciudadanos, que consideraron su asociación con el federalista Hamilton de una forma muy diferente, lo habían relevado del cargo de gobernador de Virginia. La carrera revolucionaria de Lee, vástago de una prestigiosa familia de Virginia, nunca alcanzó la magnitud de su propia ambición, a pesar de contar con una distinguida hoja de servicios de guerra como jefe de su propio regimiento libre de caballería. La Rebelión del Whisky fue para él el principio del fin, puesto que en los años que siguieron conoció la bancarrota (invirtió en la desafortunada Compañía Potomac de Washington y también compro algunas de las tierras poco prometedoras de Washington). En un frustrado intento de defender el federalismo en las vísperas de la guerra de 1812, fue apaleado por una turba en Baltimore y se retiró al Caribe para recuperarse de sus heridas.
Cuando Washington dejó su cargo en 1797, Hamilton regresó a Nueva York para ejercer la abogacía y asumir un influyente papel en la política. En 1801 Thomas Jefferson ganó relevancia y fue elegido presidente; fue Hamilton quien le colocó en el cargo, tras elegirlo por encima de su aún más acérrimo enemigo Aaron Burr, que fue relegado a la vicepresidencia, un cargo reconocidamente estúpido e inútil incluso ya en aquellos primeros tiempos. Hamilton y Burr se enzarzaron en una disputa de caballeros y en 1804 se enfrentaron en Weehawken, Nueva Jersey, para resolver sus diferencias. Burr disparó a Hamilton durante el duelo y el aspirante a rey murió al cabo de unos días. Como consuelo a su prematura muerte pusieron su rostro en el billete de 10 dólares. Jefferson sólo llegó a figurar en el siempre esquivo billete de 2 dólares.
Mientras, el primer expresidente, George Washington, se retiró para ganar dinero. Mucho después de su muerte le dedicaron un monumento y le pusieron su nombre a una universidad, una ciudad y un estado. A pesar de todo, su rostro sólo figuró después en el billete de 1 dólar, además de en la moneda de 25 centavos.
David Bradford escapó al bosque para evitar a los soldados de Hamilton, bajó por el Ohio al Misisipí y finalmente apareció en Louisiana, controlada por los españoles. En 1799 el presidente John Adams le indultó por su papel en la rebelión. En 1959 su casa de Pensilvania fue convertida en un museo.
En su mayoría, los rebeldes escaparon de Pensilvania y se adentraron aún más en la frontera para continuar fabricando su whisky libres de la interferencia gubernamental. Uno de los lugares más populares donde aterrizaron fue Kentucky, y convirtieron aquel estado en el centro de la fabricación de whisky de Estados Unidos.
En una de las más ambiciosas y rápidas oleadas de poder de la historia americana, Hamilton trasladó la capital de Estados Unidos, hizo ajustes a la deuda de los gobiernos estatal y federal, creó el primer impuesto interno del país, reunió su primer ejército para aplastar a los que se oponían a su plan e invadió Pensilvania, y todo ello antes de cumplir los cuarenta.