El domingo 7 de octubre, muy de mañana, se descubrieron ambas flotas. Al principio no pudimos decir, tan leves se distinguían las velas contrarias en la bruma, si se trataba de barcas de pescadores. Vi las primeras naos rivales —eran dos— tras el cristal del catalejo de Nicolás Orsini, como si observase una curiosa miniatura enmarcada en un aro de bronce, pero pronto la escena se colmó de manchas blancas, como si a la distancia aleteara un vuelo de albatros. En Lepanto nos aguardaba la escuadra entera del infiel. Entonces Don Juan de Austria nos ofreció un espectáculo estupendo, uno de esos espectáculos que el Renacimiento prodigaba en los momentos necesarios, con su incomparable sentido de la belleza teatral, algo que nos conmovió hasta la médula, que nos inundó, aun a los coriáceos pecadores escépticos, de radiante fervor místico, porque en el joven caudillo reconocimos no sólo al hijo de la pasión del César, al pequeño Marte esbelto, de largas piernas cinceladas por divinos orífices, perfecto como una joya de Benvenuto, sino también al enviado de Cristo, al elegido que arrancó al papa el grito famoso: «Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan».
En una fragata recorrió el ala derecha de la flota. El gran comendador de Castilla recorrió entre tanto la izquierda. Iba Don Juan sin armas, con una cruz de marfil en la mano, pasó delante de Veniero, que se cuadraba fieramente, y le hizo un breve saludo amistoso que traslucía su perdón. Pasó delante de la galera de Spínola, donde navegaba el duque de Parma, nieto de Carlos Quinto y de Pier Luigi Farnese; delante de la de Gil de Andrada, de la del duque de Bracciano. Llevaba, como un monje guerrero, escapularios, rosarios y medallas. Se los arrebataban los generales y los marineros apiñados en las proas. Hasta el sombrero tuvo que dar y los guantes. De regreso, lo contemplé muy de cerca, pues Samuel Luna me había acarreado con la silla hasta la borda. Los veintitrés años de Don Juan se inflamaban, se tornaban densos como si súbitamente fuese mucho mayor que cualquiera de nosotros. Una gravedad dolorosa, responsable, pesaba sobre sus ojos que se ensanchaban como si ya supiese quién iba a morir y quién iba a vivir para llorar a los muertos. Nos miraba un segundo y se dijera que nos escogía, que nos señalaba para la vida y para la muerte, como un juez misterioso. Sus manos pálidas se confundían con el marfil de la imagen. Pronunciaba palabras de aliento, sonoras, viriles, pero se advertía que temblaba de emoción. Nos dijo: «Recordad que vais a combatir por la Fe; ningún cobarde ganará el Cielo». El duque de Naxos me entregó uno de sus rosarios, negro, tosco. Lo enrosqué en mi muñeca sobre la misma mano en la que usaba, desde la niñez, el anillo de Cellini. Siempre lo llevé allí, desde entonces, como un brazalete. A cada movimiento mío, su cruz brillaba en el aire o golpeaba las mesas y los muros. Luego el príncipe revistó su coraza y apareció en la
Real
, llameante. Izaron el estandarte de la Liga. El paño de seda se estiró sobre las mitologías de la popa, como si se desperezara, y mostró el dibujo del crucifijo, entre los apóstoles Pedro y Pablo. Debajo, el Santo Cristo que declinó milagrosamente el pecho, cuando una bala iba a hundirse en él, abría los brazos de leño policromo. Don Juan de Austria se puso de rodillas y oró. Todos lo imitaron. Yo también, doliéndome la herida. En ese instante, en Roma, Pío V se levantó y exclamó ante su tesorero: «Id a dar gracias a Dios, porque nuestra flota va a combatir contra los turcos y Dios le otorgará la victoria». Desde los conventos, desde las iglesias de la vasta Europa desvelada, rezaban por nosotros. Quizás rezaban en el templete de Julia Farnese, en Bomarzo, y Cleria Clementini contestaba a las avemarías de los franciscanos, oronda, cejijunta. Se alzó, en la nave de Alí-Pachá, la bandera del Profeta, blanca, bordada de versículos alcoránicos, mientras, a lo largo de la escuadra infiel, estallaba la algarabía de los muslimes que cantaban y bailaban en los puentes. Había de nuestro lado un silencio enorme. Los sacerdotes bendecían y daban la absolución en los distintos barcos. Alguien me llamó, perdido en medio de las apretadas arboladuras puestas en fila de combate:
—¡Duque! ¡Señor duque de Bomarzo!
Quien me interpelaba así —me costó descubrirlo— era un jesuita, sobre cuyo rostro caía la luz de uno de los fanales de la
Real
. Apoyado en el hombro de Antonello, me incorporé para mirarlo mejor. Entre él y yo, extendíase una revuelta trabazón de gentes agitadas, porque ya habían retumbado los primeros cañonazos que Don Juan hizo tirar provocando al enemigo a la lucha, y los soldados ocupaban sus sitios y preparaban las defensas. Bruscamente, reconocí al sacerdote. Era aquel Ignacio de Zúñiga que me había acompañado con Beppo, en calidad de paje, cuando me enviaron de niño a Florencia y que, a la hora en que Beppo acosaba a las mozas, se entregaba a solitarias meditaciones, escudriñando el cielo. Alcancé a distinguir, en el ajetreo creciente, su gesto de bendición, y fue como si el pasado, ante la inminencia del momento crucial, me perdonase. Por lo menos yo, sin merecerlo, quise creerlo así, pues la intensidad de la atmósfera mística que respiraba era tan aguda que obligaba a participar de ella y tornaba lógicos los prodigios arbitrarios. Intenté hablar con el jesuita para recabar de él la certidumbre del indulto, pero un golpe de remos desplazó las naves y con ellas a la imagen venida del fondo del tiempo, de modo que no pude saber si se trataba de una alucinación. Años y años de culpas, de crimen, de indiferencia, de fatal orgullo, oscilaron un instante sobre mí, con el vaivén del aliento y la desesperanza, en tanto las arboladuras giraban como aves heráldicas, con infinitas pinturas y banderas, mostrándome y ocultándome la bóveda azul, que entrecortaban de símbolos radiantes como una vidriera de catedral. Me dije que acaso yo también había tenido mi signo, como lo había tenido, probablemente, cada uno de los hombres de la escuadra, entre tantas supremas premoniciones y, sin renunciar aún a mi raíz pagana pero impelido por una nueva ansia neófita, besé la cruz del rosario de Don Juan y el aro del anillo de Benvenuto.
Horacio Orsini acudió hasta mi silla, forrado en la armadura escultórica de estilo grecorromano cuyo acero imitaba los músculos del torso, a modo de las que trajeron los césares antiguos y hermoseaban, en la galería de Bomarzo, a algunos de los bustos imperiales que habían pertenecido a los patriarcas de Aquileia. Parecía desnudo y de plata. Su menor movimiento lo encendía con fulgores que obligaban a cerrar los ojos heridos. En las calzas cortas, ostentaba cabezas de sátiros, y en el escudo una ornamentación que se inspiraba en los
Triunfos del Amor
, de Petrarca. Brillaba, relampagueaba, recogiendo y devolviendo la luz, como en un duelo chisporroteante, gracias al juego de sus tornasoladas aristas, y de repente le exigió a mi memoria, como la aparición de Ignacio, algo muy remoto, que no conseguí ubicar y que me preocupó y distrajo en ese trance grave, hasta que lo situé por fin y resultó ser, por asociación fantástica, el poliedro de perfectos cristales de Pantasilea que yo había destrozado en su palacio de Bolonia. Nicolás, tan semejante a su amigo que, apagándola, reproducía su imagen, se agitaba alrededor, negro y empenachado como su sombra de acero oscuro.
Los pintores han exornado a la victoria de Lepanto con dilatadas alegorías. Como en los combates homéricos, para ellos la acción se desarrolló en dos planos, y mientras abajo los hombres se despedazaban, arriba, en ese mismo cielo que escondían los velámenes, santos guerreros, ángeles y demonios musulmanes luchaban cuerpo a cuerpo, observados por la inmutable Trinidad, segura del triunfo, y por los grandes de la Tierra —el papa, el rey Felipe, el dux— que desde una cómoda barca invisible asistían a la rabiosa pugna. Yo sólo vi la atroz batalla humana, aunque comprendo que las fastuosas versiones barrocas cumplen una finalidad reconfortante. No hubo para mí caballos alados, ni querubes de fuego. Mis arcángeles fueron Horacio, Nicolás, Marcantonio Colonna, el duque de Urbino, el duque de Naxos, el duque de Bracciano, el duque de Mandragone, Alejandro Farnese, el marqués de Santa Cruz, el judío Samuel Luna, el paje Antonello; mi celeste mensajero iracundo fue Don Juan de Austria.
Horacio había encargado a Samuel Luna que me encerrase en mi cámara, para disminuir los riesgos, pero cuando el esclavo de Pésaro lo intentó me resistí tan fieramente que renunció a hacerlo, y permaneció junto a mi silla, protegiéndome. También estaba allí Antonello, con su espada virgen.
El entrevero tuvo proporciones horribles. Todavía hoy, mientras escribo en la quietud de mi biblioteca, resuenan en mis oídos los gritos salvajes de los turcos, los ayes de dolor, las órdenes, el estrépito de las galeras chocadas, de los estampidos, de los remos que volaban como insectos gigantescos, en mil pedazos. El ala izquierda tomó contacto con los mahometanos, y el primer jefe nuestro que cayó fue Barbarigo; le atravesó el cráneo una flecha. En seguida lo reemplazó su sobrino Contarini. Y los turcos cedieron. Los vi zambullirse y escapar nadando hacia la costa. El virrey de Alejandría, que dirigía esa parte de la operación, los interpelaba con tremendas maldiciones, en tanto Don Juan y Alí-Pachá, los dos almirantes, se enfrentaban. El espolón de la galera de Alí se hundió tan reciamente en la
Real
española, mordiéndola, que penetró hasta el cuarto banco. Quedaron trabadas y doquier retumbaron los arcabuces. Los barcos, golpeados, sacudidos, formaron una sola masa, bajo los desgarrados velámenes. Toda la inmensa sucesión de navíos que en los cuadros se alinean gallardamente, como en una revista o en una naumaquia teatral, quedó enclavijada, atascada, en grupos que, de puente a puente y de lona a lona, se contagiaban los incendios. Si los santos contemplaban nuestra lucha, les habrá parecido que un enorme dragón erizado de dardos y que lanzaba llamaradas por las escamas encendidas se retorcía en el golfo, encapotando de humo tempestuoso el aire límpido. Los mercenarios del regimiento de Cerdeña, en la capitana de Don Juan, se opusieron a los jenízaros y a los arqueros de Alí. Su Alteza estaba en la proa, al pie del estandarte, cubriéndolo con su cuerpo.
En nuestra galera, las hazañas se sucedían. Pasaban a escasos metros de mi silla, como relámpagos, Marcantonio Colonna, Pompeyo, Mondragone, Bonelli, Gentile, Lelio dei Massimi, el conde Castelar, Malaspina… Horacio descollaba en la refriega por la fosforescencia de su armadura, por la cruz de Santo Stefano que revoloteaba en su manto, por la sombra de Nicolás Orsini que bailaba locamente en torno. Nos apoderamos de la nave del bey de Negroponto y salimos a socorrer a Don Juan. Nuestra capitana se unció a la suya, crujiente, con la de Alí-Pachá y la de Mehemet-Bey. En un momento, arrancaron la insignia del Profeta, en la galera de Alí y fue tan evidente la derrota que el pachá, para evitar que lo prendiesen, se hincó la daga en la garganta. Cortaron su cabeza y, fija en una pica, la presentaron al de Austria quien, asqueado, mandó que la arrojasen a las aguas del mar de Corinto. Pero todavía faltaba para terminar. La batalla comenzó a mediodía y concluyó con el crepúsculo. Faltaba que Uluch-Alí, el estratega famoso, se alejase, llorando de despecho, llevándose el estandarte de Malta que el sultán hizo suspender de la bóveda de la mezquita de Santa Sofía. Faltaban horas de espanto… El clangor de las trompetas y el redoble furioso de los atabales se sumaban al escándalo de los mascarones estrellados en los abordajes. Vociferaban los galeotes, morían los venecianos heroicos de la flota de Veniero, hasta ese fascinador Juan Bautista Benedetti de Chipre, con quien yo había catado los vinos del Asia Menor, en Messina, Kara-Yusuf, hijo del terror, fue acuchillado por la escolta de Honorato Gaetani, general de las tropas pontificias; monseñor de Ligny, capitán de Saboya, se estremecía de convulsiones, herido; Pablo Ghislieri, sobrino de Pío V, se encaró con el corsario Karabaivel, íntimo amigo de un
reïs
cuyo esclavo había sido el propio Ghislieri, y puso fin a sus días de un tiro de arcabuz; Don Juan de Cardona salvó su vida merced a la coraza que le había regalado el gran duque de Toscana, pues para algo sirve la munificencia de los príncipes; mi primo de Bracciano, Pablo Orsini, quedó para siempre cojo de una flecha recibida al saltar, vibrante la espada, en la galera de Pertev-Pachá; por muy poco, muy poco, el
Quijote
no se hubiera escrito nunca… ¿A qué continuar enumerando, si donde quiera se mirase no había más que torsos y piernas inseparables, guardabrazos, petos y faldajes mezclados, como si todos aquellos hierros y aquellos miembros hubieran sido precipitados dentro de un crisol colosal? ¡Ay, como en Hesdin, como en Thérouanne, la belleza decorativa de la guerra de los poetas épicos y los pintores áulicos, con grandes actitudes estéticas, con frases célebres, con capitanes espléndidos que llevaban los aceros como cirios, cedía su lugar a un amasijo consternador, a una repugnante carnicería de vísceras sembradas entre ballestas y estoques rotos, en la cual era arduo reconocer al aliado y al contrario, y en el que el monstruo de metal y de espuma devoraba cuanto hallaba en su camino, vomitando fragmentos de plata cincelada, de esmalte, de oro, de marfil, que la sangre teñía, escarlata, obsesionantemente viva en medio de los estertores de la muerte, hasta que concluyó por confundirse también con las púrpuras serenas del ocaso!
Nuestro puente hervía de enemigos. Acudían de la nave de Alí y de la del sandjak del Negroponto, revoleando los alfanjes. Varios rodaron alrededor de mi refugio, exterminados por la maza de Samuel. Hasta Antonello esgrimió su espada, resguardándose, temeroso, detrás del judío corpulento. Y yo mismo me incorporé, radiante de júbilo, cuando se desclavó la bandera blanca del Profeta y en su sitio flamearon los colores de la Liga. Un clamor que corrió sobre las embarcaciones, como otro incendio, proclamó el triunfo. Yo participaba de él, lo compartía, me fusionaba por fin, extasiado, con la tradición de los ilustres Orsini. Me redimía y gritaba palabras absurdas. Pensé que haría esculpir la estatua de Horacio Orsini, revestido con su armadura imperial, y que esa estatua sería también mi monumento. La última roca intacta de Bomarzo le estaría destinada. Celebraríamos nuestros consejos, como los primitivos señores, al amparo de la figura intrépida. En ese instante, un jenízaro imponente, que chorreaba sangre, avanzó hacia Samuel. La batalla estaba perdida, pero calculaba sin duda que si mataba a aquel hombre más, a aquel determinado enemigo, el paraíso de las huríes sería suyo. Levanté mi espada, para ayudar al esclavo. Horacio lo advirtió y vino en socorro nuestro. La agobiante armadura entorpecía sus pasos, y el jenízaro, tomado entre dos fuerzas, giró velozmente y de una estocada certera le abolló la celada, haciéndolo caer de rodillas. Ciego, Horacio lanzaba mandobles inútiles. Cuando Samuel reaccionó, ya era tarde. El turco alzó la cimitarra con ambas manos, como un hacha, y descargó su peso sobre el casco. Recuerdo que el jenízaro se desplomó a su vez, ultimado por Nicolás; recuerdo que me arrastré hasta el cadáver del infiel y que clavé en él mi espada, revolviéndola, sintiendo cómo se desgarraba la carne bajo el filo; recuerdo que Antonello logró desembarazar a Horacio de su yelmo, y que su hermosa cara apareció, roja de sangre, abiertos los ojos de vidrio opaco; recuerdo que, al enderezarme sostenido por Samuel, vi deslizarse a la deriva, abandonado en el columpio de las olas, un galeón cristiano de quebrados remos, que izaba la enseña de Doria en el árbol central y balanceaba su macabro cargamento de cuerpos inmóviles, como un buque fantasma; recuerdo que se nublaron mis ojos, que me flaquearon las piernas y que resbalé, gimiendo, sobre la forma trágica de Horacio; recuerdo el choque de nuestras armaduras, se destacarían, al sol crepuscular, los parches que el herrero de Bomarzo había puesto en mi espaldar, a causa de la giba: recuerdo el sabor de la sangre caliente que me empapó la boca.