Bomarzo (40 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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El consejo de mi abuela, la fractura de Maerbale, las pruebas de cordialidad de Galeazzo Farnese y el desagravio que yo suponía haber obtenido del desdén de Pantasilea, que vindicaba otras humillaciones, me incitaron a dar un paso que no hubiera osado en distintas circunstancias, al cual me impulsó también el alborozo saludable que experimentaba como fruto del teatral desfile —pues nada me conmovía tanto como la suntuosa belleza—, y que no conseguía empañar la arbitrariedad evidenciada por los organizadores del protocolo frente a un miembro conspicuo de una de las dos estirpes —Orsini y Colonna— a las que pertenecían los asistentes al solio pontificio. No bien mi abuelo regresó de Santo Domingo, donde el emperador había armado varios caballeros, fui a felicitarlo por su actuación en la ceremonia, y a sugerirle que solicitara a Galeazzo Farnese la mano de su hija Julia para el duque de Bomarzo. El cardenal, rejuvenecido por el acicate de la pompa, me escuchó en silencio, se rascó la cabeza, me miró de hito en hito y respondió:

—Así lo haré, si lo deseas. Eres ahora, por tu condición, libre de elegir. Pero antes consultaré con Su Beatitud y con el cardenal Farnese. Por mi parte, apruebo tus propósitos. Ojalá se cumplan, ya que das muestras de reflexión y madurez. La niña es agraciada y rica y de una familia afirmada y ascendente. Quizás su tío abuelo sea el próximo papa… o quizás lo sea yo, porque eso pertenece a los designios más secretos y altos de la Divina Providencia. De cualquier modo, la alianza conviene, y que tengas por papa a tu abuelo o al tío de tu mujer, ello redundará en mayor gloria para Bomarzo. Me voy ahora mismo a ver al Santo Padre.

Esa tarde, un paje me trajo noticias suyas: Franciotto Orsini había obrado con una velocidad que confirmaba que bajo el efecto del entusiasmo, dominaba a sus reumatismos mentales. Tanto el papa como el cardenal decano habían dado su aprobación, y Galeazzo, si no contestó definitivamente, había insinuado esperanzas que eran casi promesas.

El júbilo me dejó medio anonadado. Me sentía muy hombre, tomando decisiones graves. Escribí a mi abuela, anunciándole los trámites que se ajustaban a la sabiduría de sus avisos, y opté por mandarle la carta en su coche, con Maerbale, Messer Pandolfo, Orso, Mateo y una escolta integrada por la mitad de mis hombres de armas. A Segismundo lo conservaba junto a mí, pues barruntaba que podía serme útil, por su influencia sobre Pier Luigi, primo del padre de mi dama. Maerbale y los Orsini iniciaron una protesta y se estrellaron contra mi inflexibilidad. Había aprendido a lanzar órdenes irrevocables y yo mismo me asombraba de ello. Por lo demás, la entablillada pierna de mi hermano requería reposo y atención en nuestra casa. El argumento, que me vino de perilla, no admitía discusión, por rotundo. Me desembarazaba así de unos acompañantes que no necesitaba y de un posible rival peligroso. Amontonaron los equipajes y partieron, tragando rebeldía. Messer Pandolfo me dijo que puesto que, según refiere Virgilio imitando a Homero y a Hesíodo en esas descripciones de fragua heroica, Vulcano, el Ignipotente, a requerimiento de Venus forjó para Eneas un escudo en el cual grabó la entera historia de Italia y de los triunfos romanos, sería interesante que yo le insinuara al emperador —cuya buena voluntad hacia mí exageraba lisonjeramente— que hiciera cincelar un escudo en el cual figuraría la totalidad del desfile de su coronación, pues no cabía imaginar nada más espléndido. Lo escuché, pensando en otras cosas. Seguía hablándome, a través del ventanuco del carruaje, cuando indiqué al cochero que fustigara los caballos. Arrancaron en una nube de polvo y de resabios de la
Eneida
.

Por Silvio de Narni me enteré de que las muñecas preparadas según las experiencias del hechicero de Carcasona empezaban a operar benéficamente. Reconozco que, con tantas idas y venidas, había olvidado las figurillas untadas con nuestras salivas y sangres. Porzia había citado a Silvio para esa noche, asegurándole que había logrado calmar a su hermano. Si un flaco, desmolado, de pelo pajizo, alcanzaba tan pronto su fácil victoria, ¿por qué no la obtendría también el duque de Bomarzo? Acaso mi muñeca reposara sobre el corazón de Julia y le transmitiera un propicio desasosiego.

Pocas veces me he sentido tan alegre como entonces. Le regalé un joyel de Girolamo a Segismundo, y a Silvio una escarcela con cuatro monedas de oro. Luego, auxiliado por mi primo y mi secretario, me apresté para la ceremonia en la que Carlos Quinto me armaría caballero y que tendría lugar después de la comida. En verdad, no me ajusté al rito. Hubiera debido pasar la noche anterior orando en una iglesia, confesar y comulgar. Nada de eso hice. Me di por confesado y absuelto, considerando como tales a la breve conversación retrospectiva que mantuve en Forli con el cardenal Orsini, cuando me creyeron envenenado y el padre de mi madre trazó sobre mi frente la señal de la cruz y murmuró las palabras del perdón divino; y a la extremaunción que en aquel momento recibí, sin percatarme casi, tan mal me sentía, la juzgué suficiente para cumplir con las exigencias de la regla. La declaración sacramental de los pecados acumulados desde entonces, quedaría para otro instante. Conceptuaba yo que me sobraban títulos para que se realizara el aparato de armarme caballero.
Era
caballero y en lo referente a esas cosas me entendía directamente con Dios. Quien lleva en la sangre a cuatro papas y a dieciocho santos y beatos, no puede ser tratado como un cualquiera. Si me sometía al juego ceremonial era para cumplir con la costumbre, como todos mis antepasados, porque mi falta de prejuicios no se avenía a luchar contra ciertas prácticas esenciales de mi mundo, y porque el hecho de que la consagración procediera de Carlos Quinto —coyuntura bastante excepcional y prestigiosa— redundaría en mi mayor crédito, no tanto entre mis pares como entre la gente de Bomarzo y entre aquellos cuyo snobismo se fija complacidamente en esos detalles. Por lo demás, mi propio snobismo estaba de por medio: me gustaba que Carlos Quinto armara caballero al duque de Bomarzo; me parecía que eso encajaba perfectamente dentro de lo equitativo y contribuía a borrar la mala impresión de mi postergamiento jerárquico en el acto de la coronación imperial. Frente a ese gusto pugnaba un disgusto: el que me imponía una exhibición más —e importante— de mi joroba, delante del monarca y de su corte, y el que me imponía la idea de que Carlos Quinto tocara mi deformación, como señalándola, con su estoque pues lo ordenaba un formulismo varias veces centenario. Mi abuelo tendría a su cargo las funciones de padrino, en la ceremonia. Según los requisitos del ritual, hubiera debido velar junto a mí, a lo largo de la noche, en la iglesia de Santo Domingo —la noche que pasé ansioso, leyendo la
Syphilidis
y espiando el regreso de Maerbale y de Silvio de la casa de las meretrices donde hallaron a Porzia—, pero lo persuadí de que, por su mucha edad y salud escasa, no le convenía hacerlo, pues era más provechoso que reservara sus débiles energías para el trabajo ímprobo que le asignaban en San Petronio, y le aseguré que mis primos podían suplantarlo. El cardenal había vacilado y concluyó por acceder. Tampoco él otorgaba excesiva trascendencia a las etiquetas de la caballería. Como militar que había sido, opinaba que los caballeros se hacen en la guerra y no entre genuflexiones, y dudaba mucho de que yo entrelazase el laurel guerrero a la espada virgen que me iban a ceñir.

Al caer la tarde, pues, con Segismundo y seis hombres portadores de antorchas, me dirigí al palacio. Silvio me había pedido permiso para no concurrir al acto que coincidía con su cita con Porzia, y aunque hubiera preferido que me viese actuar ante el emperador, no modifiqué sus planes para que no dedujera que yo confería desproporcionado valor a la ceremonia.

Había, como siempre, mucha gente en la residencia del emperador. Otros señores, como yo, serían armados por mano del monarca, y entre ellos aguardé, en una cámara vecina de aquella en la cual Carlos Quinto concluía de comer, desde la cual avistábamos al César que, sentado a la mesa solo, exhibía su gula portentosa, mientras los grandes señores se afanaban alrededor, sirviéndolo. A un lado, departían algunos próceres, entre quienes se hallaban mi abuelo, el obispo de Malta, canciller de Alemania, el cardenal de Ancona y Alejandro de Médicis que se entrometía invariablemente donde estuviera el soberano. Mi presencia suscitó cierta curiosidad. Varios de mis vecinos habían tratado a mi padre o a Girolamo y me conocían de mentas, y se me acercaron amablemente a charlar. Les respondí lo mejor que pude, y pensé que mi vida futura entrañaba la posibilidad de desenvolverse normalmente, entre Julia y mis pares, lo cual daba un desmentido categórico a mi progenitor a su plan de desheredarme en favor de Maerbale, por carecer yo de «las condiciones morales y físicas que exige la sucesión» —sus palabras se habían burilado en mi memoria—, pero a poco creí discernir en los jóvenes patricios una reserva, una befa velada, una sarcástica complicidad, que probablemente no existían, ya que estaban demasiado inquietos por la gravedad del papel que tendrían que representar en seguida, y el estado de gracia que les imponía su presumible comunión debía alejarlos de tales muestras de inclemencia orgullosa; y me replegué en mí mismo, suspirando.

El emperador se lavó los dedos y se levantó, trasladándose a una silla que especialmente le habían apercibido. Entonces vino a prevenirnos un mayordomo y comenzó nuestra prueba. Éramos nueve. Entramos en una sala contigua, donde nos revistieron unas camisas más o menos similares y unas pequeñas cotas de malla. La mía había sido tejida ex profeso y, aunque la había ensayado antes, advertí que me tironeaba en la espalda, torciéndose a un lado. Pusiéronme encima el manto ducal que ya había usado en San Petronio. Así ataviados —y yo rojo de vergüenza, si bien aparentaba una calma que estaba lejos de gozar—, fuimos introducidos en el aposento del emperador, que trascendía a carne asada. La cota me pesaba y entorpecía mis movimientos. Tiré de ella, histérico, y un señor de mirada triste acudió a ayudarme y a atármela con un cordel de su capa. Le pregunté su nombre.

—Don Pedro de Mendoza, de la casa del Infantado.

Algunos años después supe que había fundado una ciudad, Buenos Aires, por los extremos australes de América, y que había muerto en el mar. Tenía, en la cara y en los dedos, las mismas pústulas que afeaban a Pier Luigi Farnese, y había andado en el saqueo de Roma, pero se le distinguía la calidad en los desmanes.

Mi abuelo se aproximó, tomó mi diestra, cumpliendo su función de padrino, y juntos avanzamos. Sería el primero y eso me caldeó vanidosamente. Lo había obtenido el cardenal Orsini. Hice una reverencia, me arrodillé delante del emperador y esperé. El corazón me latía, golpeando, golpeando, y me zumbaban las sienes. Tan cerca estaba del amo del mundo que, mezclado con los restos del tufo a comida y a habitación encerrada donde ardían dos braseros, percibí, más allá también del aroma de incienso que todavía lo sahumaba, su olor a hombre joven, el olor a transpiración que emanaba de su cuerpo fatigado por la larga liturgia y sofocado por los ropajes macizos. Me acometieron, de repente, unos locos deseos de que me abrazara (yo experimentaba a menudo deseos así, disparatados), pero seguí de hinojos, los párpados bajos, las manos juntas.

El duque de Urbino presentó el estoque y, al levantarlo su majestad, se desprendió el pomo de la empuñadura, cayendo al suelo y desengarzándose varias perlas. Decididamente, los Orsini no teníamos suerte. Las consecuencias de la desorganización en las solemnidades coronarias se reflejaban sobre nosotros. Cuando se derrumbó el pasadizo en San Petronio, uno de los heridos fue Maerbale, y a mí —tan luego a mí, que ansiaba que el acto transcurriera pronto y que estaba inmóvil en el suelo, trabado por la desesperada timidez— me tocaba que se rompiera el arma imperial. Infirieron algunos —siempre se deducían pronósticos de los acontecimientos anormales, y más en Italia— que eso significaba que el emperador, obligado a ausencias, no podría gobernar bien su ejército, por falta de una cabeza principal; y otros sacaron en conclusión que el emperador jugaría su espada en Levante, de donde procedían las perlas, y que sus soldados usufructuarían las riquezas de los turcos.

Ajustaron la empuñadura, y yo continuaba de rodillas, hasta que me atreví a alzar los párpados y vi, perplejos, irresolutos, sobre mí, los ojos miopes de Carlos Quinto. También él sufría en ese instante, a causa de lo ridículo de la situación; también él era tímido, flaqueza que presentí bajo la coraza de su autoridad; y esa coincidencia, que durante unos segundos lo tornó patéticamente humano, provocó entre ambos, con ser tan grande la lejanía que nos separaba, una comunicación huidiza y profunda, que duró lo que el intercambio de nuestras miradas nerviosas. En torno permanecían mi abuelo y otros caballeros y prelados, con mis guantes, con las espuelas de oro. Para ganar tiempo, el cardenal bendijo esos símbolos. Por fin el emperador volvió a esgrimir el estoque, con mucho cuidado, y me rozó con él el hombro. El contacto fugaz del acero me estremeció, como si me estuviera quemando la giba detestada, y como si aquel cauterio aplicado por la mano regia pudiera librarme quirúrgicamente de mi congénito horror. Me conmovió una pena física y extraña, tan singular que no sabría si, al pronunciar las palabras definitivas, en nombre de Dios y de los santos héroes, el Habsburgo lo hizo en un castellano teutónico o en un latín reprobable. El resto ocurrió como si todos estuviéramos hipnotizados. Alejandro de Médicis, tal vez por orden del papa y con innegable fastidio, me ciñó las espuelas; mi abuelo me ciñó la espada; besé la punta de los dedos cesáreos; toqué con los labios su rodilla y oí al cardenal Orsini que me recomendaba por lo bajo:

—No te enredes en la espada, Vicino. Aquí está Segismundo. Véte a casa y acuéstate a descansar.

La caballería… los torneos… Durindana, la espada de Orlando, que había pertenecido al troyano Héctor, y de la cual dijo la Muerte que, blandida por el paladín, podía más que cien hoces suyas… el choque de las armaduras frente a las murallas de las ciudades… el adversario enfocado detrás de las rejas del yelmo… las banderas, flotantes en el bélico fragor… la Cruzada, el Santo Sepulcro… ¡qué lejos estaba todo eso del duque jorobado, que sin embargo se creía un caballero cabal, pues había aprendido desde niño —desde antes, desde los orígenes de su estirpe— que debemos desdeñar adquirir por medio del sudor, según proclama Tácito, aquello que es susceptible de adquirirse por medio de la sangre!; ¡qué lejos estaba todo eso no sólo de mí sino también del mundo en el cual vivía, donde el rey de Francia se hacía armar caballero por Bayardo y pactaba con los infieles!

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