Bomarzo (43 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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«Tales son los fundamentos —continuaba expresando la carta—, y otros sobre los cuales prefiero no detenerme, dada su índole dudosa, pero que excitan a la maledicencia en especial, por los que Pier Luigi no desempeñó ningún papel en los fastos de la coronación. Habría allí cientos y cientos de saqueadores de Roma (y entre ellos el propio coronado), pero el papa no pudo desquitarse de ellos; en cambio Pier Luigi, abandonado por los imperiales y por su padre, a quien no le convenía jugar una carta demasiado alta en su defensa, Pier Luigi, con su actuación espectacular posterior al pillaje, fue depositario de la ira del papa. Los Farnese se empujan los unos a los otros, abriéndose camino hacia las posiciones de primer plano, cosa que no me parece reprobable y que si a mano viene te ayudará en la vida, cuando cases con Julia; y comprenderás que si el padre de Pier Luigi, que goza de particular valimiento junto a Su Santidad, no exhibió a su retoño en el proscenio boloñés, tan oportuno para destacarse ante el orbe, fue porque las circunstancias desagradables lo tornaban imposible. De no ser así, ten la certidumbre de que el cardenal lo hubiera impulsado con el vigor de su influencia. Alejandro Farnese es hombre de sentimientos familiares. Sus hijos, aunque ilegítimos, pasan para él antes que nada, pero acaso le tema al peligroso Pier Luigi, capaz de barbaridades ciegas. De cualquier manera, si Alejandro sucediera a Clemente de Médicis en el trono de San Pedro, lo cual es muy presumible, porque tu pobre abuelo no me parece contar con votos suficientes, y lo prueba el hecho de que ni siquiera haya conseguido el capelo para Maerbale, conjeturo que este muchacho dará mucho trabajo, con su viciosa furia, y que será el dueño de Roma. No dudes de que terminará mal».

Algunas reflexiones ácidas vinculadas con la escasa jerarquía de mi ubicación en esas mismas ceremonias —que Maerbale, naturalmente, complaciéndose en herirla, le había subrayado— se endulzaban por fin con el reiterado elogio de la hermosura de Julia, alabada por mis primos, y con la manifestación de su deseo de tenerme pronto en sus brazos.

Más tarde, cuando la evolución vertiginosa de Pier Luigi me demostró qué proféticas habían sido sus palabras, medí la hondura de su sagacidad. Por el momento, al tiempo que me halagaba cuanto me refería con relación a mis futuros parientes y al físico de Julia, me impacientaba que juzgara así —aun sobrándole títulos— mi resolución de dejar a Segismundo junto a Pier Luigi, que yo había reputado ladinamente política, pues era una de las escasas decisiones que había adoptado sin consultarla, y ella seguía regañándome como si fuera un niño. La verdad es que, si por un lado yo necesitaba que me tratara como a tal, en los instantes de flaqueza y de temor en que requería su refugio, mi vanidad hubiera preferido que por lo menos modificara su tono al enrostrarme mis equivocaciones, y que me diera la impresión de que, hasta cuando erraba, yo era el hombre, el amo, el duque.

La preocupación de mi abuela por la forma en que yo había sido relegado en Bolonia, si bien se justificaba bastante en nuestro pequeño mundo celoso de las jerarquías que había conquistado, me sorprendió. Fue el primer tema que abordó en Bomarzo a nuestro regreso. Cuando le referí la extraña impresión que había experimentado ante la efigie de San Segismundo, y le insinué que mi padre y yo podríamos parecernos, se incorporó en su lecho un instante, me tomó una mano y dijo:

—A tu padre no le hubiera sucedido en Bolonia lo que a ti. Tu padre era, con todos sus defectos, un Orsini cabal, y sabía lo que eso significa.

La miré, como si descubriera a una persona nueva, como si en la altura de su vejez de matriarca, Diana Orsini me revelara una faceta más de su espíritu inagotable. Es cierto que, desde mi infancia, ella se había dedicado —y lo había conseguido— a infundirme el orgullo de mi raza, transmitiéndome en sus narraciones el resplandor glorioso de una estirpe que, aun en el crimen, tenía una grandeza casi mitológica, pero hasta entonces había actuado junto a mí como una amiga, y ahora yo percibía por primera vez cierto rencor en su manera. ¿Las relaciones de Diana Orsini con el duque de Bomarzo serían distintas de las que había mantenido con Vicino, su nieto, el niño giboso? ¿Al adquirir el ducado habría perdido yo lo que más me importaba, su amor indulgente?

—El duque de Bomarzo —añadió, confirmando parte de mis presunciones— es responsable ante los Orsini. Ha recibido un legado, y su tarea consiste en conservarlo y enriquecerlo. Tú puedes hacer tal o cual cosa condenable… y ya las has hecho y las seguirás haciendo, Vicino, porque tu naturaleza es flaca; puedes hacerlas aunque no deberías, pero lo que no puedes ni debes hacer, bajo ningún concepto, es tolerar que se retroceda un palmo de la posición que hemos ganado arduamente, a lo largo de siglos, entre todos. Para ti, más que para ninguno de esta casa, los Orsini y los intereses de los Orsini han de pasar antes que nada y que nadie. Es como si siempre levantaras una bandera. Hazla flamear, Vicino. Quisiste ser el duque y yo quise también que lo fueras; no me demuestres ahora, cuando estoy a las puertas de la muerte, que me he equivocado.

Farfullé que exageraba, que en Bolonia no me había ido tan mal, puesto que Carlos Quinto me había armado caballero y de allá había traído la promesa de Julia, pero comprendí que tenía razón. Los propios bastardos, Alejandro de Médicis y Pier Luigi Farnese, me habían dado el ejemplo, con su enfado porque en las ceremonias de la coronación no se les concedían los lugares que pensaban debidos. A mí me habían pospuesto y yo no había alzado ni una queja, no había sabido imponerme. ¿Qué?, ¿me había resignado a circular por la vida, con mi título y mi nombre a cuestas, como un jorobado indigno de esos privilegios?; ¿mi toma de posesión de un estado que envidiaban muchos se limitaba a meros desplantes para deslumbrar a mis aldeanos y a unos funcionarios de provincia?; ¿creía yo que había bastado que usufructuara el
homagio mulierum
, respondiendo a ansias libidinosas y al afán de probarme mi hombría, para afirmar que era esencialmente el duque, como lo habían sido mi padre y mi abuelo?; ¿me conformaría con ser un Orsini a medias, como mi otro abuelo, el caduco, que en la corte de Clemente VII desempeñaba un papel decorativo y no había logrado intimidar y hacer valer lo que significaba, colocando a Maerbale en el Sacro Colegio… aunque el cardenal Franciotto, por su anterior bravía de condottiero, había realizado proezas que le aseguraban un sitio entre los auténticos Orsini?

Salí de su habitación agraviado. La sangre me ardía.

Para ahuyentar esos pensamientos desazonantes, que proclamaban mi inicial y estúpido fracaso —un fracaso cuya magnitud yo no había vislumbrado en el momento, por falta de experiencia cortesana, pero que mi vigilante abuela me había dado a entender sin disimulo—, me refugié en el amor de Julia. Siempre he necesitado, cuando me sentía solo y medía mi debilidad, refugiarme en un hombre o en una mujer, y puesto que no contaba con mi abuela, a quien había incumbido —¡tan luego de ella!— echarme en cara el daño simbólico que yo les había causado a los míos, busqué abrigo en el recuerdo de una niña de quince años. El sentimiento que ella despertaba en mí se avivó y creció, como si hubieran soplado sobre una llama tenue, porque Julia representaba para mí, frente a la idea de derrota y de incapacidad que surgía de mi blanda transigencia ante la postergación ofensiva de Bolonia, la idea de triunfo, ya que su promesa de matrimonio, tan halagadora, tan exactamente ajustada en el planteo de mi abuela, atestiguaba que yo era capaz, si me lo proponía, de rematar mis aspiraciones y de publicar a la faz del mundo que merecía ser el duque de Bomarzo. Mi amor por Julia brotó así de la cobardía y del agradecimiento. No entró en mis cálculos lo que podía deberle en su conquista a la magia oscura de Silvio. Únicamente pensé en la victoria que derivaba de Julia y que compensaba otros descalabros, no sólo aquél, circunstancial, del desdén que había sufrido en Bolonia, sino hasta la frustración que implicaba mi giba. Julia me aceptaba tal cual era y eso bastaba para que yo me sintiera redimido y para que me consagrara a amarla con todas mis fuerzas.

Nunca la amé como entonces, en la soledad de Bomarzo. Mis relaciones con mi abuela se restablecieron, afectuosas, pero en nuestro vínculo se había hendido la fisura que las críticas, aun las ecuánimes, abrían en mi enfermiza sensibilidad. Y me abracé al fantasma de la niña de los ojos claros, que le inspiraba a mi aislamiento un raro vigor. La amé románticamente, novelescamente, en los caminos despoblados que rodeaban al palacio, y a cuya vera se erguían las orquídeas salvajes, amarilleaban las prímulas, se rizaban los helechos, y los zarzales se enredaban con los mimbres. Llevaba a mi amor conmigo, secretamente. Así como esas plantas y flores se mezclaban en las márgenes de los arroyos y la oquedad de las peñas, en mi amor se confundían y exaltaban antiguas emociones. El recuerdo de Adriana dalla Roza, muerta en Florencia; el de Abul, perdido quizás para siempre, se unían en mi fresca pasión y la nutrían de imágenes. Cuanto para mí, hasta entonces, había tenido que ver con el sentimiento que estremece y transporta, coadyuvaba a modelar la figura de mi amor nuevo que exigía esas contribuciones para madurar, porque era tan poco, en verdad, lo que yo había recibido de Julia, vista apenas, tan poco lo que de ella sabía, que su fuego había menester, para alimentarse, del calor de brasas que yacían bajo la ceniza de un vago olvido.

Le escribí, le escribí muchas cartas en las cuales le explicaba lo que me sugería y lo que sería nuestra existencia futura en Bomarzo. Las obras arquitectónicas emprendidas por mi padre habían terminado ya, y yo acechaba la ocasión de realizar aquellas que harían perdurar mi nombre, inseparable del castillo. Por lo pronto, quería hacer pintar, en una serie de frescos distribuidos en techos y paredes, escenas que pregonaran, a la par de las victorias de la guerra que habían dado a los míos tanto lustre, las victorias del arte, que yo consideraba mis victorias con una fatuidad que no tenía más fundamento que las inclinaciones de mi dilettantismo. Y en la habitación de más fasto mandaría copiar, en gran escala, mi horóscopo. Ella me respondía, de tanto en tanto, unas breves misivas circunspectas, fiscalizadas por Galeazzo Farnese, que yo devoraba como manjares no obstante su escolar sencillez. Cuando llegaba una, descendía al jardín donde se desperezaban los gatos blancos de mi abuela y la leía lentamente, tratando de indagar entre líneas y de extraer de su texto un jugo vital que en realidad no contenía pero que yo paladeaba por el solo hecho de haber sido redactada por Julia. Corría después al espejo de mi aposento, alzaba el lienzo que lo velaba, y observaba, por centésima, por milésima vez, mi cara, sus ángulos, la densa profundidad de mis ojos, mis largos dedos de alabastro, mis venas azules, mis ovaladas uñas. Movía los candelabros, situándolos en posiciones estratégicas no sólo para realzar lo mejor de mis rasgos sino para que, al colocarme hábilmente, mi giba desapareciera en la penumbra, y me conceptuaba digno de ser amado.

Una noche, tomé las cartas que hasta entonces había recibido —eran cuatro— y bajé con ellas al jardín. Iba a leerlas a la luz de la luna que recortaba los montes Cimini y se reflejaba en el agua clamorosa de sapos. Las fui desplegando, y estaba embargado en su contenido lacónico, infantil, que al pasar por el tamiz de mi imaginación se transformaba y encendía, cuando me derribó un fuerte golpe en el hombro. Alguien, con una espada desnuda, me enfrentaba, quería matarme. La capa y el birrete le cubrían la faz. Era menudo, ágil. Me incorporé, saqué la daga y me defendí. Chisporroteaban los aceros. Grité, grité, llamando a mi gente. El agresor se perdió en la maraña. Como en Rímini, habían tratado de asesinarme y la prueba era mi hombro sangriento, pero esto no podía ser urdido por Pantasilea, como había sospechado en Rímini, ni lo de Rímini, probablemente, tampoco. Regresé tambaleándome al castillo, en cuyas terrazas cabeceaban las antorchas y los pajes voceaban mi nombre, alertados, y, con el puñal todavía en la mano, subí a la cámara donde Silvio estudiaba hasta tarde la ciencia hermética de los horóscopos.

Pier Luigi Farnese creía en adivinos y en fabricantes de horóscopos, como el cardenal, su padre. También creyeron en ellos y los consultaron constantemente Francisco de Francia y el emperador Carlos. Y en ellos creyeron Sila, Julio César, Tiberio, Nerón… Y mi pariente, el gran condottiero Nicolás Orsini, a quien debí mi propio horóscopo. En cuanto a mí, no hubiera podido dejar de creer en quienes miran en los astros el dibujo de la vida humana y piensan, como Aristóteles, que este mundo está ligado de una manera necesaria a los movimientos del mundo superior. Me remito a las pruebas. Ni las opiniones de los técnicos astrónomos, ni la aguda refutación de San Agustín, ni los infinitos errores y contradicciones ocurridos en ese dominio —como el anuncio de un nuevo Diluvio universal, seis años antes de lo que voy narrando, que convulsionó a Europa y se tradujo al revés en una espantosa sequía— han logrado convencerme de lo opuesto. Aquí estoy yo, vivo, en mi casa, escribiendo en mi biblioteca, para atestiguar que por lo menos en un caso, sensacional por su única rareza, los que escrutan al cielo y coordinan su posición con el destino de los hombres son capaces de deducciones sorprendentes.

Por eso cuando Silvio me dijo, en Bolonia, que Pier Luigi, enterado de su inclinación a la magia, le había aconsejado que estudiara la sabiduría de los estrelleros, lo estimulé a mi vez por ese camino, facilitándole los medios para adquirir cuanto había menester. Desde que regresamos a Bomarzo, el muchacho de Narni se enclaustró en un desván del castillo, con libros, manuscritos y cartas planetarias, y lo vi muy poco. Porzia lo acompañaba en su docta soledad que prolongaba hasta el alba una luz, detrás de sus postigos, como si una chispa caída de los astros que analizaba sin reposo continuara ardiendo en el corazón de nuestra fortaleza.

Allí fui a buscarlo, temblándome en la diestra la daga desnuda, y allí lo encontré.

Silvio había envejecido mucho en los últimos tiempos. Nadie diría que tenía bastante menos de treinta años. La llama del candil puesto sobre la mesa, en una desplegada confusión de números, diseños y abiertos volúmenes, le burilaba en la ceñuda frente y alrededor de la boca y de los ojos frunces y estrías que se ahondaban hacia las sombrías cavidades de las órbitas. Su delgadez extrema se acusaba entre los pliegues mustios del negro ropón. Detrás, en la pared, perfilábanse en una tosca pintura los contornos del
Agatomaidon
, la superficie egipcia con leonina cabeza y una corona de doce rayos que representaban los signos del Zodíaco. Silvio leía, anotándolo, el
Tetrabiblon
o
Quadripartum
de Ptolomeo, traducido al latín de la versión arábiga, que enseña que los astros se dividen en masculinos y femeninos y que trae esenciales noticias acerca de las cualidades propias de los distintos planetas, de los cuales proceden sus variantes influjos. Confrontaba esa lectura con la de otro libro, más pequeño, y cuando entré, sin percatarse de mi demudado aspecto, pues lo embargaba la investigación, se puso de pie y exclamó, fascinado:

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